miércoles, 12 de agosto de 2009

La errónea idea de un Dios castigador

Desde los comienzos de la historia del hombre ha existido siempre una relación de amor-odio con su "creador", llamémosle, Dios. Podemos ver en varios pasajes del Antiguo Testamento las numerosas pruebas a las que somete Dios al pueblo judío. Luego, los castigos a los infieles egipcios. Es decir, la relación del hombre con Dios era de amor y temor a la vez. A los hombres les preocupaba la ira de Dios. Ahora bien, podemos apreciar que todo ese panorama cambia en el Nuevo Testamento, y tal cambio radical se lo debemos atribuir nada más y nada menos que a Jesús de Nazaret. Este hijo del carpintero José se proclamaba "el mesías", el "enviado" de Dios a la tierra. Su misión, redimir los pecados de los hombres entregando su vida. Bien, ¿pero qué tiene que ver ésto con la imagen de un Dios castigador? Es que resulta que éste jóven llamado Jeshua venía a plantear una revolución, la revolución del amor. Luego de Jesús es absurdo pensar en un Dios lleno de ira contra su pueblo. Todo lo contrario, se describe en las escrituras el Padre como el amor en sí. El amor en sí no puede sentir ira por sus criaturas, pues los ha creado por amor. Sería, teológicamente hablando, contradictorio. ¿Por qué se produce este cambio tan radical luego de Cristo? Aparentemente, Dios envíaba a su hijo a la tierra para que éste limpie los pecados de la humanidad, para que de él los hombres aprendan la lección más importante: no se puede amar a Dios sino amas a los hombres. Esto produce un quiebre gigante, pues la propuesta aquí es la de reducir cientos de mandamientos a uno sólo que los resuma a todos. Sin duda que ésto produjo controversias, tantas que ese revolucionario de Nazaret fue cricificado como si fuera un delincuente. De todos modos vemos que aún hoy, aunque parezca mentira, sigue viva la intención: el único camino, ya sea para ir al reino de los cielos o (para los no creyentes) para vivir eternamente en paz, es el amor. ¿De qué amor estamos hablando? Maria Teresa de Calcuta lo definía a la perfección: "amar hasta que duela". La confianza ciega en los buenos resultados de ese amor que pueda resultar ser doloroso es sino la proposición moral más importante que pueda declarar un hombre. Más allá de todo credo, la ecuación funciona. Es importante tener consciencia de esto que se dice. No se puede amar a lo demás si uno no se ama a sí mismo, menos amar a Dios si despreciamos al que tenemos al lado. Entonces, aunque parezca una frase trillada de un sermón mediocre (de los que tanto estamos acostumbrados a escuchar), cuando decimos que la única salida a todos los problemas y crisis por las que estamos atravesando es el amor, pensemos dos veces antes de descartarla.
Lamentablemente mucha gente aún hoy sigue pensando que si actúa mal, Dios los va a castigar. Parece una frase que los papás les dicen a sus nenes para que se porten bien, pero quien conoce bien a más de 20 cristianos, lo puede atestiguar. Hay que revertir esa postura, hay que empezar a enseñarle a los jóvenes que la misericordia de Dios va más allá de toda burocracia eclesiástica o catequística. El paradigma del temor a Dios ya no sirve, ¿por qué no sirve? porque el hombre contemporáneo ve ridícula la idea de que es necesario sufrir para redimirse, lamentablemente el hombre de hoy no quiere comprometerse con un Dios que tuvo que hacerse hombre y sufrir, como hombre, para darnos el ejemplo. ¿Entonces, qué hacemos? Debemos tener en cuenta que ninguna indulgencia es más grande que la del mismo Dios. Teniendo eso en claro las cosas resultan más fáciles. Admitiendo que TODOS, somos llamados al reino de los cielos estamos comenzado a comprender la idea de ese joven revolucionario del amor que pasó por esta tierra hace más de 2000 años. Que su paso no haya sido en vano. Que su enseñanza no sea transgiversada. No malinterpretemos algo tan puro y sencillo.

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