miércoles, 26 de octubre de 2022

"Degustar o deglutir la vida"- Lisandro Prieto Femenía

La existencia auténtica denota el modo de ser en el que el hombre comprende  

que él es posibilidad, que puede apropiarse y responsabilizarse de su existencia;  

en la autenticidad el hombre se resuelve, 

 elige adueñarse genuinamente de las posibilidades que se le abren  

Heidegger 

 

Martin Heidegger (1889-1976) caracterizó lo que él llamó “existencia inauténtica” mediante un rasgo fundamental del “ser-ahí” (nosotros), al que nominó “avidez de novedades”. Se trata de un interés permanente (e insoportablemente esclavizador) de buscar “lo nuevo”, la primicia, lo más reciente, es decir, vivir una vida en estado de “actualización permanente”. Pero a diferencia de los dispositivos móviles, que de no actualizarse dejan de funcionar correctamente, los seres humanos si evitamos ese tipo de existencia, podemos vivir perfectamente, e incluso mejor. 

¿De qué sirve la moda, la tendencia, el best-seller del momento, la novedad? Sirve. Sí, sirve. Su utilidad radica fundamentalmente en lograr que no nos detengamos a reflexionar sobre absolutamente nada, experimentando una inautenticidad placentera que nos permite tratar solamente la superficie de las cosas y jamás su fondo, su profundización y razonamiento cabal. Sirve, para evitar pensar demasiado. Una persona obsesionada únicamente por la noticia del día, el lector serial de memes y de “primicias” de vidas de los otros difícilmente se tomará el tiempo de detenerse a reflexionar sobre el significado de aquello que consume con tanto placer. José Pablo Feinnman caracterizó, en su interpretación de Heidegger, a ese estado existencial definido por ese estar pasando de una cosa a la otra de forma acrítica con el adjetivo de “errancia” (del latín “errantis”, que no da con el blanco, que divaga, equivocarse y fallar). Contrariamente al modo de vida zombi (alienación de conciencia), el pensador alemán recomendaba “estar en guardia” ante la habladuría y la curiosidad invocada por la intrascendencia que representa el consumo innecesario de bienes materiales y culturales vaciados completamente de sentido. 

Ahora bien, ¿es posible escapar a la cegadora fuerza de atracción de la avidez de novedades? Previamente dijimos que es necesario hacerlo, pero la posibilidad de hacer caso omiso y resistir a esa existencia no resulta nada fácil. Al estar insertos en un mundo (ser-entre-otros) naturalmente tendemos a acomodarnos, mimetizarnos, o al menos acostumbrarnos de alguna manera al acontecer de la época en la que nos toca vivir. Sólo es posible hacer una lectura crítica de nuestro tiempo siendo conscientes de nuestra temporalidad: Heidegger nos interpela a pensar nuestra finitud para ser conscientes de aquello que realmente vale la pena y poder así distinguir lo necesario de lo accesorio. 

Pero antes de referirnos a la finitud como concepto esencial (no sólo de la filosofía), nos detengamos a pensar sencillamente en nuestro tiempo, y cómo lo percibimos. Si hay algún rasgo general con el cual podemos caracterizar nuestra percepción del tiempo es la instantaneidad, representada fielmente por internet y su implacable velocidad: nos parece que todo circula al instante inmediato de ser hecho o dicho (o, en sociedades de control permanente, de ser grabado y publicado). Lo que se perdió por el modo de vida preponderante de la prisa es la valoración propia del “trayecto”, el “mientras qué” (o “mientras tanto”), el proceso, el tiempo real que se insume y se vive para llegar a algo. Eso sí, a no confundirse, cuando decimos que es crucial prestar atención al proceso temporal pretendidamente borrado por la banalidad de las novedades no nos referimos en absoluto a lemas como “la vida es eso que pasa mientras estamos haciendo otros planes” (John Lennon). Es más, me animo a expresar que el pensar nuestra finitud desde una mínima pretensión de autenticidad existencial es todo lo contrario: es la falta de proyecto (lo que el hipismo denosta llamando “planes”) lo que nos ha llevado a las cercanías del vaciamiento de sentido en nuestras vidas individuales y como sociedad (PD: es muy fácil vivir sin planificar cuando uno tiene resuelta su condición económica). 

Un rasgo muy propio de nuestras sociedades actuales, atravesadas por los signos del “progreso”, es una pérdida que experimentamos (seamos o no cabalmente conscientes) y es que nuestro tiempo no da lugar a las experiencias. En este punto es interesante el planteo que nos regala Reyes Mate, quien nos dice que vivimos en una época en la que recolectamos vivencias, pero no tenemos experiencias: al finalizar nuestra jornada tenemos un cúmulo de información, provista por cuanto medio sea posible (radio, TV, periódicos, redes sociales, etc.) pero jamás llegamos a procesarla justamente porque sentimos que no tenemos tiempo. Mientras que las vivencias son golpes instantáneos, la experiencia es un proceso dirigido por el sosiego que logra integrar, con sabia perspectiva, lo que vemos o vivimos (no en vano, en culturas que aún perduran a pesar de todo, la vejez es caracterizada por ese temple, que sólo es posible por intermedio de la experiencia). 

De la misma manera que es necesario masticar correctamente y degustar apropiadamente un buen platillo, la vida (temporalidad) requiere de experiencia para ser vivida apropiadamente. Y ese vivir apropiado tiene que ver con no transcurrir, no pasar, no llevar a viejos con una vida llena de nada en nuestro haber. Tomarse el tiempo de aprender un oficio o simplemente de desmenuzar una buena película dista bastante del modo de vida propio del consumo de tutoriales para pelar papas y de las maratones de series en un día. Podrán apreciar esto, queridos lectores, si hablan con alguien mayor, es decir, que vivió su juventud sin Netflix ni YouTube, sobre alguna obra en particular: tendrán clara noción de los diálogos fundamentales, el contexto histórico de la trama y de la época en la que fue estrenada, recordarán fielmente gestos y frases completas. Ello fue posible porque no tragaban, sino masticaban y disfrutaban bocado a bocado la obra de arte, y la vida en general, o al menos lo intentaban. 

No queda duda que nos ha tocado estar vivos en un tiempo que tiene muchísimas ventajas, pero, como dice Reyes Mate, hemos perdido la capacidad de gestar experiencias justamente porque hemos optado por atorarnos de vivencias que se acumulan de prisa al extremo absurdo de sentir realmente que no tenemos una gota de tiempo, que vemos agotarse no a la velocidad del reloj de arena, sino de internet, el sumo representante fáctico de la instantaneidad. El peligro aquí radica en que los “baches de tiempo” que quedan entre lo que queremos hacer y lo que terminamos haciendo son considerados un desperdicio, una pérdida de tiempo: entenderán esto todos aquellos lectores que de niños hayan realizado un viaje largo en coche, sin tener en vuestras manos una Tablet, un móvil o un Ipod, motivo por el cual no nos quedaba otra opción que recurrir al diálogo entre los ocupantes del cubículo y la contemplación de una realidad externa (paisaje) o, en el peor de los casos si viajábamos en soledad, solíamos transportar material de lectura (y algunos cargábamos cuaderno y pluma, por si se nos ocurría plasmar nuestras ideas en un papel, no en Twitter). 

¿Qué hemos ganado viviendo en el paradigma de la velocidad sin límite? ¿Si tardamos menos en hacer algunas cosas que antes nos demandaban más tiempo, por qué sentimos que no tenemos tiempo? Sin tiempo para la reflexión, sin tiempo para pensar ¿qué trato le damos a la muerte? Y con esto retomamos a Heidegger, y su obsesión por pensar nuestra finitud como carácter esencial del ser-ahí, porque la muerte representa la aniquilación de todas nuestras posibilidades. Si hemos nacido para vivir, pero la vida en sí misma debería ser una preparación para la muerte (y la muerte es parte de la vida) ¿por qué nuestra cultura pretende borrarla? 

Invisibilizar la posibilidad de la muerte, que revela nuestra finitud (existenciario capital para comprendernos como seres inmerso en un mar de posibilidades), no logra otra cosa que la distracción permanente (“errancia”), tan necesaria para tenernos cautivos en un círculo interminable de consumo innecesario y de incesante irreflexión, motor de nuevas economías que ya no esclavizan en las fábricas (solamente) sino también mediante modos de vida que exprimen nuestra temporalidad, nos alejan de la comunidad y nos individualiza en una pantomima vacía llamada “aldea global”, donde todos creemos tener voz y nadie dice absolutamente nada que impacte significativamente en nuestras vidas y en la de los demás (y así nos va). 

Pues bien, como siempre hemos señalado, la filosofía nos invita en esta oportunidad a vivir por uno y por los demás siendo conscientes que vale la pena poder expresarse por cuenta propia y no bajo el imperio del “se dice” propio de las habladurías ni la sujeción coercitiva de la presión propia de la “vida actualizada” de la avidez de novedades. Nadie puede morir por nosotros, y nadie puede vivir en nuestro lugar. Por más distracciones agradables que se presenten, la vida es fáctica, única, finita y jodidamente efímera y si no pretendemos hacer un mínimo esfuerzo por saborearla, sólo nos queda tragar, a saber, vivir una vida llena de nada, ¿suena horrible verdad? Pues es devastadoramente común. Piénsalo. 

jueves, 20 de octubre de 2022

"Vivir para servir, o servir viviendo"- Lisandro Prieto Femenía

“Es mejor morir de hambre habiendo vivido sin dolor y miedo,  

que vivir con un espíritu atribulado, en medio de la abundancia” 

Epicteto 

En la presente oportunidad nos interesaría invitarlos a reflexionar desde la óptica de los estoicos sobre un asunto que se ha impuesto en cotidiano cuando no debería serlo necesariamente: el estrés y la hiperactividad como forma de vida recomendada por el paradigma de la vacua e intrascendente notoriedad que produce la ficticia utilidad mediática que representamos mediante la difusión de nuestro accionar. 

Sin pretender invadir campos del saber que nos resultan ajenos, podemos sintetizar que el stress, el concepto de estar inmersos en una cotidianidad que nos cansa mediante una permanente ocupación, se torna en problema cuando el quehacer que succiona casi la totalidad de nuestro tiempo responde a satisfacer una necesidad externa y no a una pasión que nos envuelve en un tipo de vocación que nos arrastra placenteramente a una actividad creativa y productiva. Dicha problemática surge cuando la hiperactividad se impone como producto de moda y de modo de vida que ha logrado sustituir el esclavismo clásico por la auto-explotación del sujeto como aparente método de realización personal. 

Al respecto, Séneca ( 4 a.C- 65 d.C) nos dirá que estar constantemente ocupados no tiene que ser necesariamente bueno, en el sentido estricto en que dicha forma de vida nos estaría distrayendo de aquellos aspectos de la existencia que son realmente relevantes. Para lograr comprender este razonamiento, es crucial, en primer lugar, detener la marcha automática y pensar que no todo es importante: que hagamos cosas no implica necesariamente que sean trascendentes, significativas necesarias, interesantes o útiles. O, en palabras simples, casi nunca cantidad se traduce en calidad. 

La recomendación estoica interpela permanentemente a centrarse prestando atención a lo que hacemos, por qué cómo lo hacemos, para qué lo hacemos y para quién lo hacemos. Estar “ocupado” por inercia o para brindar a una sociedad virtual una imagen de utilidad ficticia es básicamente una estupidez: tranquilamente todos pueden estar realizando simultáneamente actividades totalmente intrascendentes, por más llamativas que sean o por más likes que reciban. 

Ante ello, podríamos realizar un pequeño ejercicio: en calma, silencio y soledad, nos realizamos la hipotética pregunta: “si hoy fuera mi último día de vida ¿querría estar haciendo esto?”. Estimados lectores, hagan el intento de registrar sus actividades diarias ya sea en un listado material o mental al caer la noche durante al menos una semana y procedan a concluir honestamente si aquello que más tiempo les lleva cotidianamente está o no mejorando vuestras vidas o, de ser posible, con coraje pregúntense a ustedes mismos si querrían hacer lo que suelen hacer hasta el último día de sus vidas.  

Un pequeño ejemplo de ello sería poder analizar cuántas horas diarias dedicamos al consumo visual de los contenidos de redes sociales. Imaginen por un instante que un hado del destino les comunica que fallecerán mañana a esta hora e interpélense inmediatamente: ¿querría pasar así mi último día en este mundo? Es muy probable que la mayoría de la gente diga que no. Pues bien, si la respuesta es no, estamos en condiciones de empezar a quitarle tiempo a esa actividad.  

Los estoicos dirían que lo único que está bajo nuestro control son nuestras opiniones, juicios y decisiones, y no la de los demás. Las opiniones de otros tal vez puedan resultarnos interesantes e incluso podemos aprender algo de ellas, pero no son más que eso, son perspectivas y juicios sobre las cuales no tenemos el más mínimo control o poder. Ahora bien, si nos pasamos la vida buscando la aceptación y aprobación de la percepción que tienen otros de nosotros (ser notables, famosos, vistos, considerados por los demás), lo que estamos haciendo, básicamente, es tirar a la basura una cantidad considerable de nuestro precioso tiempo ya que es bien sabido que la fama es extraordinariamente volátil e ingrata: un día te van a vitorear en un contexto determinado y otro día, por cualquier razón circunstancial, puedes tener un ejército de críticos que se vuelven en tu contra. La pérdida constante de tiempo en este tipo de banalidades que nos venden como necesarias nos obliga a centrarnos y preguntarnos: ¿por qué me importa esto?, ¿qué estoy haciendo y por qué lo estoy haciendo? 

Ahora bien, no es necesario que caigamos en malas interpretaciones: las redes sociales no son más que herramientas, y es el uso que le damos lo que propicia las consecuencias que retornan. El tiempo que hemos decidido otorgar al uso de dicha herramienta depende exclusivamente de la utilidad que tomamos de las mismas o del placer que nos proporcionan. En este sentido, podremos apreciar que la excusa por excelencia de muchísimos adultos del uso de las redes sociales es como medio de contacto con familiares que viven en otros continentes. Incluso en aquellos casos, su uso puede y debe ser regulado racionalmente: así vivieran a pocas calles de nuestra casa, no estaríamos permanentemente en contacto o enviándonos fotos y videos.  

En todo caso, siempre es fundamental colocar una limitación temporal, incluso si el uso es laboral, promocional o académico, puesto que la idea es no perder innecesariamente la unidad de medida primordial de la vida en estado de existencia: el tiempo. En ese sentido, los estoicos nos enseñaron que una herramienta es eso y nada más, un "útil-para", y cada cual decidirá si las utilizará correcta o incorrectamente. Evidentemente el dispositivo no nos dirá jamás como debemos usarla, aunque en el caso de las redes sociales nos hace permanentemente sugerencias (a las cuales les recomiendo enérgicamente ignorar intencionalmente).  

Epicteto (55 d.C- 135 d.C) nos brindará un claro panorama sobre lo precedentemente señalado, indicando en sus "Discursos" una reflexión que tal vez pueda resultarnos relevante: si tienes dinero, ¿qué vas a hacer con él? La moneda por sí sola no te lo dirá, porque es una simple herramienta que acumulamos ya sea por el placer mismo de acopiar o por la necesidad de hacer cosas con él: comprar bienes y servicios. Por sí mismo, es un objeto que carece de valor propio, motivo por el cual desde la óptica estoica no tendría sentido alguno dedicarle completamente la vida al acopio de algo cuya utilidad carece de sentido una vez que hayamos partido de este mundo. No, amigo lector, yo sé lo que tal vez está pensando: no es una doctrina comunista o hippie, sino una forma de vida que le presta atención a lo estrictamente necesario y no le rinde culto a lo esencialmente accesorio en cuanto que el dinero no es el oxígeno que llena nuestros pulmones o da sentido a nuestra corta existencia sino simplemente un medio para un fin concreto (al igual que lo son tantas otras cosas que reciben reverencias cual deidades de antaño). Agustín de Hipona (parafraseando a Séneca) supo traducir e incorporar al cristianismo lo precedentemente señalado al decirnos que no es más rico quien más cosas posee, sino el que menos cosas necesita. 

Frente a la cultura de la exposición mediática, prudencia, frente al estilo de vida alienado completamente de un sentido trascendente, razón y ante la esclavitud propia de sistemas económicos y culturales, sencillez y sensatez. Como habrán podido apreciar, el desapego a lo innecesario es el motor del pensamiento estoico y no es casual su relectura en nuestros tiempos. Por un breve instante tratemos de recordar que el mismísimo Marco Aurelio, emperador el imperio romano (equivalente a ser presidente de los Estados Unidos o de alguna potencia militar y económica de Europa u Oriente), era sin duda alguna una persona con un poder considerable y, sin embargo, le preocupaba el hecho de la adulación constante que recibía en lugar de gozarla y sacar provecho de ella. Las fuentes históricas y sus escritos nos dan bastantes pruebas de que, a pesar de su fama, intentó ser lo más justo posible en el trato cotidiano con la gente. En sus Meditaciones nos interpela drásticamente: "Alejandro el Macedón y su mulero, una vez muertos, vinieron a parar en una misma cosa; pues, o fueron reasumidos en las razones generatrices del mundo o fueron igualmente disgregados en átomos". En otras palabras, “recuerda que Alejandro Magno, que era mucho más importante de lo que eres tú, aun así, murió”. Abocar una tan corta existencia a la búsqueda desesperada de fama y prestigio a cualquier costo no haría otra cosa que renunciar al principio de individuación propio que nos lleva inevitablemente a olvidarnos a nosotros mismos y a quienes decimos amar. 

Prueba clave de ello es cuando tenemos la posibilidad de conversar con alguien a quien se sabe tiene sus días contados. La pregunta que retumbará en su cabeza no será ¿cuántos seguidores de Twitter tengo al día de hoy? sino más bien ¿de qué cosas puedo estar orgulloso, ahora que tengo que partir? ¿qué dejo atrás? Creedme amigos, quien está en los portales de la muerte sólo puede pensar en aquello que hizo y su relevancia, cómo han sido sus relaciones sociales reales, con su familia y amigos y no la opinión de una horda de seguidores que, si bien tienen nombre y apellido, en el plano de la vida, son meras ilusiones virtuales intrascendentes.  

Ante la incesante oferta y demanda de soluciones mágicas ofrecidas por corrientes editoriales que acercan brebajes de autoayuda masiva, el estoicismo ha sobrevivido con sus ideas a más de dos siglos y medio justamente porque su invitación a vivir mediante un pensamiento coherente que busca un sentido de la existencia en la tácita y definitiva realidad contundente de una finitud que, lejos de asustarnos, debe ser un permanente recordatorio que nos cachetee fuerte e insistentemente en la posibilidad de convertir el efímero destello de vida que nos toca en algo significativo.  



"Vivir bien, conforme a nuestra naturaleza"-Lisandro Prieto Femenía

"Lo innecesario, aunque cueste un solo céntimo, es caro" 

Séneca 

Cuando Zenón Elea (490-430 a.C) nos decía que debíamos vivir “conforme a la naturaleza” no se refería en absoluto al hábito posmo progre que abraza árboles pensando que así evita la contaminación, o las prácticas de no bañarse o rasurarse, ni mucho menos el abandono de la posibilidad de acceder a más años de vida mediante la vacunación preventiva ante enfermedades letales. A los estoicos les interesaba comprender qué tipo de ser es el ser humano en su particularidad propia: ¿qué es lo que nos hace únicos y en qué nos diferenciamos de otros seres? o bien ¿por qué somos el único ser que se pregunta por su ser? 

Friedrich Nietzsche (1844-1900) en Verdad y mentira en sentido extramoral nos dirá que nuestro rasgo distintivo es haber inventado la verdad (a la cual interpreta como “error útil”). Pero los estoicos señalaron que lo que nos hace ser fundamentalmente lo que somos es nuestro rasgo de “ser social” que tiene capacidad de razonar. Decir que somos “sociales” indica que por más que podamos sobrevivir por nuestra cuenta de manera individual, con muchísimas dificultades, sólo es posible la prosperidad en el marco de la convivencia comunitaria. Es mediante el contacto permanente con otros, la interacción y el razonamiento que podemos empezar a comprendernos primariamente en cuanto seres. Ahora bien, el hecho de que tengamos la posibilidad de razonar no implica necesariamente que lo hagamos de la manera más correcta y eficiente.  

Habiendo considerado esos dos aspectos propios, nuestra sociabilidad y nuestra capacidad de raciocinio, es que podríamos esbozar lentamente que una “buena vida” es aquella en la que somos capaces de aplicar la razón para prosperar en una comunidad. Una vida humana que vale la pena es aquella en la que se decidió no renunciar a la razón para disociarnos de la sociedad, sino más bien todo lo contrario: no es concebible dignidad alguna atomizando al ser individual de su ser colectivo, justamente porque la prosperidad de uno impacta necesariamente en el bienestar de todos.  

Nada de lo precedentemente señalado es comprensible si no encaramos primariamente lo que tanto Aristóteles como los estoicos comprendían como “ética de la virtud”, que no es más que la faceta moral del individuo inserto en una sociedad que mueve la completitud de sus decisiones mediante cualidades que le son intrínsecamente propias: esa “buena vida” que mencionamos recién nada tiene que ver con el nivel de consumo de bienes y servicios, sino con la búsqueda permanente de una vida que se incline a la felicidad auténtica (no sólo al gozo).  

Por ejemplo, para Aristóteles la virtud es el sustento de las mejores acciones y pasiones del alma, que nos predispone a realizar correctamente nuestros actos y nos condiciona a obrar bien, conforme a la recta razón, la cual es posible únicamente mediante una disposición que es intelectual y a su vez moral, llamada prudencia. Esta última es la responsable de conciliar nuestro conocimiento con nuestras acciones de manera proporcionada, es decir, coherente: hacer lo que decimos a los demás que deben hacer y decir que hay que hacer lo que realmente hacemos. Parece un trabalenguas, pero básicamente es una interpelación moral para que no seamos hipócritas y dejemos de decirle a los demás que hagan cosas que nosotros no hacemos o hagamos lo que nosotros mismos, boca para afuera, decimos que es correcto hacer.  

Como habrán podido apreciar, esta ética de la coherencia es una forma de vida contraria a la tan ponderada moral de doble estándar que impone a los demás reglas que puertas adentro no se cumplen (no creo que sea necesario dar ejemplos de esto, todos los que hayan tomado la decisión de leer estas líneas saben perfectamente qué se siente cuando nos discursean con la ética de la austeridad personajes que tienen mayordomos, chóferes, chefs, secretarios y ayudantes varios, pagados con contribuciones al fisco). 

Ante la pregunta “¿por qué leer a los estoicos hoy, en pleno Siglo XXI?” es preciso indicar que este enfoque de la vida nos señala que debemos mejorar como personas si pretendemos vivir en una sociedad medianamente equilibrada. Para los estoicos, si bien la formación intelectual y moral es un proceso de reflexión y de hábitos individuales, es inconcebible el primado de un individualismo moral que exige todo de los demás sin importar lo que uno haga. Este tipo de lecturas nos permiten ser críticos de una cultura que nos quiere hacer creer que cualquier capricho puede convertirse en derecho y ninguna obligación es digna de ser respetada en pos de un bien común en el cual se intente equilibrar la balanza de las injusticias innecesarias, fruto del abandono voluntario del pensar y del participar cívico y comprometido. 

Ahora, si bien es cierto que Epicuro (341-270 a.C) puso mucho énfasis en la importancia de la amistad y en las relaciones, su meta era básicamente minimizar el dolor en la vida. Una lectura rápida e incorrecta de ello puede indicar que los epicúreos eran hedonistas, amantes del placer y la vida libertina, pero por supuesto que no era así. Intentaban evitar el dolor mental y físico, y para conseguirlo, su consejo era evitar involucrarse demasiado en la cosa pública (política), puesto que las relaciones sociales propias de ello de una manera u otra terminan causando dolor, traición, decepción y frustración (¿les suena familiar?). Ahora bien, como siempre he sostenido en casi todos mis escritos, de poco sirve evitar el dolor intentando aislarnos del mundo cuando es, justamente, dicho alejamiento de la sociedad lo que ha producido que legiones de idiotas nos gobiernen y nos causen tantos pesares (recordemos que “idiotes”, del griego, se refiere al ciudadano que no se ocupaba de ningún asunto público sino solamente de sus pretensiones e intereses privados). 

Como se puede apreciar, las lecciones de los estoicos nos indican dos vías que confluyen en una autopista central: conocernos a nosotros mismos de manera cabal, ser autónomos y autosuficientes, formarnos en virtudes y ser coherentes con nuestra naturaleza racional y, simultáneamente, ejercer dichas virtudes en pos de una vida social que, si bien nunca será perfecta, debe tender siempre a un bien común. El “vivir mejor” al que se refieren los estoicos nada tiene que ver con el “sálvese singularmente quien pueda”, sino que representan una serie de pautas de pensamiento y conducta, una invitación a la “buena vida” que no nos asfixie ni nos quite las ganas de encontrarle sentido a nuestra existencia (y vaya que lo tiene).