jueves, 31 de marzo de 2022

“Exhibiendo la violencia de la cancelación contra la comedia” – Lisandro Prieto Femenía

Si tuviésemos que hacer una referencia inmediata acerca de la premiación más mediática de la historia del cine, intuitivamente recordamos un cachetazo y un sinnúmero de interpretaciones y connotaciones sobre el mismo. La gala desapareció, los demás ganadores y trabajadores de la industria también, todos abducidos por un fenómeno decadente que sirvió para aumentar de a miles seguidores de tres personas, perjudicando a los demás presentes y, lo más importante, a la audiencia, a la cual se le reafirmó un mensaje ético bien claro: los límites de la comedia, ya resquebrajados por la cultura de la cancelación imperante, se tienen que retraer aún más.

Para los griegos antiguos, el “humor” era un estado de salud, que representaba el equilibrio de cuatro líquidos que, cada uno, simbolizaba algún elemento, a saber: la sangre (el aire), la bilis amarilla (el fuego), la bilis negra (tierra) y las flemas (el agua). De esta concepción proviene el vincular “estar de buen humor”, con “estar sanos”. Posteriormente la traducción latina humoris significará estrictamente el estado líquido o la humedad, que aplicada a la tierra conformará al humus, la tierra fértil. Como habremos podido apreciar en la breve descripción etimológica, desde tiempos arcaicos hay una estrecha relación entre el humor y la salud, puesto que desde el empleo mismo del vocablo en sus inicios, se ha referido al estado de ánimo fruto de un equilibrio armonioso de factores que lo determinan.

Otra cosa, aunque comúnmente asociada al humor, es la “comedia”, palabra que en su conformación etimológica griega se conformaba por la palabra “komos” (canción, proclamación); “odé” (canción, rapsodia) y el sufijo “ía” que denota cualidad. Lo que hoy entendemos como representación cómica proviene del género dramático (opuesto a la tragedia) cuyo máximo representante en la Grecia antigua fue Aristófanes (444 a.C- 385 a.C).  El drama satírico acompañaba la presentación teatral de dos tragedias en cada edición y su función era, en pocas palabras, “bajar los ánimos” que quedaban exaltados por la intensidad del drama trágico.

Ahora bien, todos sabemos que existe un tipo de humor cómico ácido, también conocido como “humor negro” que es un tipo de comedia satírica que busca provocar en el espectador un sentimiento confuso que se mueve entre lo gracioso y lo desagradable mediante la ironía, el sarcasmo y, en alguna medida también, la burla. Su consistencia esencial se basa justamente en ser un género políticamente incorrecto, puesto que juega a torcer (y en algunos casos, quebrar) el status quo establecido de lo “esperable”. Se podría decir que la “gracia” de este humor consiste en la disrupción de una “normalidad” para tornarla cuestionable mediante una crítica cómica que pretende desvelar algo que está más allá de la simple apariencia de los consensualismos triviales y banales. 

En el marco de lo precedentemente señalado, es que analizamos el papelón (para nosotros, totalmente orquestado) de la gala cinematográfica norteamericana. Pero antes de entrar de lleno a la farsa situada en Smith y Rock, haremos un breve repaso de los bochornos oportunamente utilizados por la Academia para conseguir índices de audiencia mayores. 

En la Edición Nº 89 de los Oscar el legendario actor Warren Beatty cometió el “error” de nombrar a “La La Land” como la película ganadora del certamen, cuando en realidad el galardón debía ser entregado al film “Moonlight”. Lo que parecía ser una situación confusa, un error poco común en el guion de la gala, atravesó por un momento extremadamente violento: Jordan Horowitz, el productor de “La La Land” hizo a un costado violentamente al actor anciano que había cometido el “error” y de manera bastante agresiva y pretendidamente ofuscada indicó que la estatuilla no correspondía a su obra. La ridiculización que se realizó sobre los actores veteranos que “leyeron mal” la ficha no tuvo, por parte de la crítica biempensante portadora de la moralina posmoderna contradictoria, el menor reparo de naturalizar la idea de que hay gente demasiado vieja para hacer ciertas cosas.  

(Link https://www.youtube.com/watch?v=m-gSLXFhIrM)

Lo acontecido en la última edición, comentado, difundido, viralizado ad extremum mediante la factoría interminables de memes, no es un hecho aislado pero sí marca un precedente patéticamente lamentable. Como suele suceder en la imperante moral posmo-progre de la deconstrucción selectiva y la cancelación sistemática, se puede avizorar, a pocos días de lo sucedido, dos interpretaciones reinantes: por un lado, se sostiene que lo realizado por Smith es una clara demostración de cariño hacia su esposa y una defensa primordial al honor de su mujer y, por el otro, la clara demostración de un montaje mediático que sirve a intereses publicitarios muy concretos de los implicados (incluso del que recibió la puñeta). 

Como siempre insistimos en invitar a los amigos lectores a profundizar más sobre la superficie de lo dado por la inmediatez y la avidez de novedades y nos preguntamos ¿qué queda de esto, aparte del patético show? Queda la naturalización de la violencia ante el desacuerdo. Queda establecido un precedente que indica que cuando uno se encuentra en una situación en la cual el régimen discursivo contextualizado permite ciertas bromas en el marco lícito del montaje, uno puede responder con violencia física y ridiculización masiva sin reparo alguno. Queda explicitada la vacua e incoherente ética postmoderna que pretende disfrazar de justicia poética un acto totalmente desagradable e ilegal (si Smith no fuese Smith, esa noche hubiera sido arrastrado por muchachos de dos metros de altura hacia el callejón trasero del edificio, y no precisamente para dialogar sobre lo acontecido). Queda evidenciada la total fragilidad en la que ahora deben trabajar los comediantes: si todo ofende al punto de recibir reprimendas físicas, el humor se verá condicionado severamente (deconstruído, dirían algunos) y se perdería la libertad, propia del cómico, de jugar con los límites de lo políticamente correcto y con la crítica capaz de provocar risa mediante el estupor.

En fin, es preciso señalar que el humor ácido ha muerto. El posmo-progresismo burgués lo ha asesinado definitivamente en el montaje decadente de una supuesta representación de la defensa del honor de una persona en pos de una sensibilidad bastante hipócrita carente de sentido que apuesta siempre a cerrar las puertas de todo aquello que desafíe la agenda imperante de una moralidad subvertida y pretendidamente deconstruída. 

Habiendo expuesto los riesgos que conlleva todo acto de violencia que atente contra la libertad de expresión permitida en un contexto discursivo con reglas claras, debo culminar la presente reflexión indicando que  quien comparte con vosotros estas líneas posee calvicie hereditaria hace bastantes años y he sido objeto de burlas, comentarios y sugerencias por parte que allegados y desconocidos, y jamás me vi en la necesidad de ir repartiendo tortas por ello (y os aseguro que el día que pretenda hacerlo, lejos de recibir ovaciones, seré fuertemente reprendido con el peso de la ley).


viernes, 18 de marzo de 2022

Desmontando la romantización de la indignidad – Lisandro Prieto Femenía

En la presente ocasión nos interesaría reflexionar sobre un derecho y valor intrínseco fundamental, indiscutiblemente importante y globalmente despreciado de manera persistente y sistemática: la dignidad. Bien sabemos que en su raíz latina, “dignus” se refiere a la disposición humana de “ser merecedor de” algo que se considere comunitariamente indispensable y, comúnmente, se suele interpretar que se es digno cuando uno es respetado por los demás y aceptado cabalmente por sí mismo, lo cual deriva en la aseveración generalizada de pensar que existe dignidad cuando la totalidad de las personas somos tratados con la misma justicia, sin importar la ideología, el género, la religión, la afiliación política, la descendencia étnica, etc. 

Hasta aquí, me imagino, estamos todos plenamente de acuerdo: se trata de un concepto que representa un ideal que merece la pena proteger. El problema filosófico surgirá cuando notemos que, a pesar de la precitada adherencia supuestamente indiscutida a la idea de dignidad, el común de los mortales, en la práxis ciudadana, no tiene la menor intención de respetar la coherencia básica entre lo que se dice y se hace al respecto de su pleno cumplimiento.

El gran Aristóteles (384 a.C-322 a.C) sostenía que todo hombre separado de su sociedad puede “ser considerado una bestia o un dios”. La autosuficiencia que demanda dicha soledad en la individualidad sólo es posible mediante una fuerza sobrenatural que lo permite o por el salvajismo propio del ser individual que lucha a codazos para sobrevivir en la hostilidad propia de un mundo que se le presenta disociado a sus intereses (y viceversa). Si bien en la totalidad de nuestras tan bien redactadas Constituciones Nacionales la dignidad hace gala de su importancia, podemos apreciar sin dificultad que en la cotidianidad los seres humanos nos comportamos, dentro de una sociedad, como salvajes individualistas, egocéntricos ambiciosos incapaces de comprometer el más mínimo de nuestros esfuerzos en pos de un bien común. 

Lo precedentemente señalado nos lleva a pensar que coexiste el deseo de un respeto irrestricto a la persona y su identidad, al mismo tiempo con un ferviente egoísmo, propio de la ética de la consumación de una sociedad de consumo exacerbado que pretende que cada cual se salve por su cuenta o a costa de la renuncia de la plena dignidad. Entonces es pertinente que nos preguntemos ¿es posible hablar de dignidad individual si colectivamente nos comportamos como seres totalmente apáticos? ¿Es viable una moral que disocia lo individual y lo colectivo? ¿Se puede ser digno individualmente y totalmente abúlico socialmente, al mismo tiempo? Evidentemente, se trata de un movimiento dialéctico que requiere de un compromiso social real, cotidiano (habitual) en el cual la pretensión de respeto hacia uno mismo debería ir acompañada de una serie de acciones que pretendan resguardar también el respeto al otro.

Dicha bestia depredadora de la que nos hablaba Aristóteles es aquella que en sus pretensiones estrictamente individualistas espera ser merecedor de todo al tiempo de no ceder absolutamente nada a nadie, ¿les suena conocido? Para evitar convertirnos en lo que Hobbes denominaba “lobo del hombre”, es crucial que podamos pensar críticamente nuestra dignidad en el marco de una comunidad organizada. Y ello lo podemos ilustrar simplemente en la descripción de una realidad totalmente injusta y patética que se nos hace presente en cualquier rincón del orbe: una persona que trabaja para vivir dignamente a duras penas puede mantenerse a sí mismo; una pareja con hijos que trabaja incesantemente para proveer a su familia las condiciones materiales y culturales necesarias para vivir dignamente son pobres. ¿No hay indignidad en la naturalización de una pobreza endémica innecesaria? ¿No se suponía que el trabajo le otorgaba dignidad al ser humano? ¿Dónde se encuentra dicha dignidad, si notamos una tendencia creciente que demuestra que difícilmente la fuerza laboral de los individuos le pueda aportar lo necesario para satisfacer sus necesidades básicas?

La perversión de la ética individualista imperante consiste justamente en justificar y naturalizar el discurso de un voluntarismo ficticio que nos vende la idea utópica consistente en pensar que “con esfuerzo, todo es posible”. Pues no, puesto que si bien el esfuerzo y la disciplina son fundamentales, al igual que la instrucción, la educación y la cultura, nuestro mundo actual nos demuestra, tras el sofisticado poder del escritorio (burocracia), que cada vez es más difícil vivir con autosuficiencia. Basta mirar tan sólo la generación de nuestros bisabuelos, abuelos y padres, muchos de los cuales no pisaron siquiera una baldosa de la Universidad, y aún así pudieron trabajar y proveernos valores, educación, techo, comida, cultura, salud, seguridad, etcétera. Sin dudas de trata de otro mundo, inexistente actualmente, pero que si alguna vez fue posible es porque el sentido de pertenencia a la comunidad era patente e indiscutido, lo cual garantizada de alguna manera un pacto social implícito en el cual la dignidad se resguardaba en esfuerzos mancomunados en pos de un bien común. No fue un sueño, sucedió, y el salvajismo propio de la moral posmo-consumista e individualista la desmontó y la convirtió en un recuerdo de antaño.

Ello fue posible mediante la transvaloración (subversión total de los valores) ha logrado efectivamente que naturalicemos, e incluso, romanticemos la indignidad humana en sus múltiples representaciones: nos conmueve el refugiado de guerra eslavo, nórdico y anglosajón, pero poco nos dura la conmoción de las barcazas ametralladas en las costas de Lampedusa, la devastación a nivel suelo de pueblos aledaños a Damasco o la entrega de poder al sadismo talibán en Kabul. Nos parte el alma la foto del desnutrido africano que nos trae amablemente la red social, pero nos importa bastante poco el hijo del vecino con un serio déficit alimenticio que abandonó su escolaridad para salir a trabajar. Como podemos apreciar, el esnobismo moral no soluciona absolutamente nada, sino más bien todo lo contrario, puesto que al normalizar actos sistemáticos de privación de la dignidad, promociona directamente a un régimen de vida totalmente injusto y malignamente banal que cuenta, paradójica y tristemente, con el beneplácito de la gran mayoría de los sujetos que incluso son damnificados por semejante atrocidad.

La búsqueda de la dignidad individual y social es una premisa urgente, que debería estar en la primera instancia de prioridad no sólo para los Estados democráticos y la completitud de sus instituciones, sino principalmente en el seno de nuestro pensamiento y acción cotidianos en tanto que somos, aunque lo ignoremos completamente, responsables y garantes del cumplimiento del respeto a la dignidad que decimos merecer.

 

 


jueves, 10 de marzo de 2022

“Cómo evitar ser espectador del reality guerra” – Lisandro Prieto Femenía 

En ocasiones previas hemos tenido la oportunidad de reflexionar en torno al régimen de verdad global e imperante denominado “post-verdad” y sus patéticas y nocivas consecuencias en diversos ámbitos. Hoy quisiéramos destacar específicamente la epifanía de tal mentira útil en el contexto bélico actual, que mantiene en vilo no sólo a dos países implicados, sino a toda la humanidad puesto que los efectos de dicho suceso tienen injerencia en casi todos los rincones del mundo. Y, en particular, nos vamos a centrar en nuestro rol de espectadores e intérpretes lejanos de un hecho tan delicado, y tan banalizado en nuestros días. 

Bien es sabido que las guerras sacan a relucir lo más miserable y despreciable de nuestra condición humana, sólo basta prestar atención a los registros historiográficos para apreciar la cantidad innumerable de atrocidades de las que somos capaces en el marco de las situaciones bélicas. Ahora bien, mientras que en el transcurso de una guerra hace más de medio siglo la comunicación de los hechos y acontecimientos consistía en un sistema precario de distribución mediante un aparato de propaganda estatal bastante rudimentario, el presente se está caracterizando por la diseminación permanente de “información” al alcance de la mano de cualquier mortal. La paradoja evidente se percibe al notar que si bien aparentemente todos podemos conocer absolutamente todo lo que sucede mediante un cúmulo de material de muy dudosa procedencia, todos conocemos nada. En la era de las telecomunicaciones masivas mediante redes sociales, programación televisiva, prensa digital, gráfica, radial, etc. a disposición para gusto y placer de cualquier consumidor, nadie tiene real y cabal conocimiento de absolutamente nada. Es por ello que se suele decir, casi al estilo de un cliché, que en las guerras siempre la primera víctima es la verdad. Pero, ¿qué es eso de “la verdad”? 

Se trata del problema filosófico favorito desde presocráticos hasta nuestros días: poder distinguir entre lo ficcional y lo real, entre el relato y el hecho, entre lo subjetivo y lo estrictamente objetivo. Nada de otro mundo: pretender conocer algo es querer buscar una verdad donde hay incertidumbre. El gran inconveniente que tenemos en nuestros días se sustenta  justamente, en dos ejes básicos: el abandono voluntario a la pretensión del conocer objetivamente, ya sea por el imperio de una ideología intencionalmente relativista, o por el simple hecho de vivir inmersos en un sistema de vida en el cual la desinformación es prácticamente la herramienta más eficaz para dividir y reinar. 

Es probablemente imposible saber a ciencia cierta qué demonios está sucediendo cabalmente en el presente conflicto y su correspondiente show mediático: fuentes diversas declaran información antónima, circula fácilmente propaganda definidamente sectorizada y apuntada a un público específico, fake news por doquier, versiones contradictorias, etc. En el medio de ello, la gente va tomando posición: “que Fulano es un dictador”; “que Mengano es una víctima”; “que está bien que una nación soberana defienda sus fronteras”; “que es la peor invasión de la era moderna”; “que la operación es prácticamente pacífica y sin resistencia”; y podría seguir, pero no tiene sentido enumerar la cantidad de justificaciones que individualmente se le ha ido dando al asunto.  

Pero, más allá de las posturas fundadas en argumentos provistos por noticieros rentados, por redes sociales contratadas o por videos de WhatsApp recibidos, concretamente, podemos enunciar ciertos sucesos que escapan al relativismo vago y perezoso:  se trata de un conflicto diplomático y bélico en cuanto que la armada de una nación le dispara municiones a la armada de otra. Existe un éxodo real de ciudadanos de un país a Estados limítrofes. Hay muertos, no importa cuántos, si hubiese uno sólo ya sería grave, si son más de cien, también. Hay, indudablemente, un  conflicto de intereses económicos, territoriales, políticos y militares. Hay una historia documentada previa al asunto actual que nos podría dar un esbozo de comprensión mínima acerca de la tensión entre los implicados. Hay una genealogía cartografiada de las pretensiones claras que tienen los bandos participantes. Hay una clara identificación del rol de mando que tiene cada uno de sus protagonistas. Pues bien, en lugar de analizar lo que se da, al parecer la humanidad ha decidido deglutir sin aderezo alguno casi la totalidad de las ficciones brindadas tanto por medios de comunicación como por gobiernos involucrados.  

El abandono persistente del pensar nos ha llevado, desde siempre, a tomar pésimas decisiones: conforme a cada época, hemos determinado de manera binaria y taxativa (y muy trivialmente) quién hará el rol del “malo” y del “bueno”: Hitler lo hizo con su propaganda antisemita, y otros regímenes en la post guerra realizaron algo similar al instalar en cada uno de los hogares globalizados la idea de que el oriental (durante la guerra de Vietnam) era el peligro y posteriormente el musulmán (desde la guerra del Golfo hasta nuestros días).  

Ante semejante actitud patética de la existencia inauténtica de un ser que ni siquiera se pregunta por su ser, la filosofía nos permite tomar distancia del humo de discoteca mediático y leer la situación de otra manera, pretendidamente más honesta: no se trata de la trillada distinción entre buenos y malos, sino, como señalaba Maquiavelo, el asunto se dirime a partir de la consideración misma de la política, entendida por él como una búsqueda constante del poder (una lucha que a veces implica librarla a cualquier precio), con un grado considerable de independencia de cualquier pretensión moral común. En otras palabras, y según lo planteado por el pensador italiano, la política (que es en sí, guerra, a veces con armas, a veces con leyes y otros medios) posee su propia moral, que nada tiene que ver con la moralina ciudadana o mediática. Intentar comprender las motivaciones que llevan a un jefe de estado tomar la decisión de invadir un país, e intentar comprender las razones por las cuales el presidente del país invadido ha decidido resistir y buscar apoyo internacional (a cualquier costo) es una empresa reflexiva que está en proceso y que nos llevará años poder dilucidar. Lo que sí podemos hacer (previsionalmente)  nosotros, los simples ciudadanos de países que se encuentran geográficamente alejados de la zona de conflicto, es pensar con sensatez, o, como decía Ludwig Wittgenstein, “sobre lo que no se puede hablar, mejor callar”, que, interpretado en sus códigos lingüísticos debe traducirse estrictamente en “si no conoces cabalmente aquello de lo cual se habla, mejor no emitas juicio porque es muy probable que te equivoques”.  

Ser megáfonos repetidores de opiniones deglutidas por otros nada tiene que ver con ser personas que buscan tener una existencia sensata, con capacidad de pensamiento crítico y criterio autónomo. El consejo de Wittgenstein en nuestros días suena completamente autoritario, pero, si consideramos la cantidad de proposiciones infundadas empíricamente que proferimos al día, por repetir sistemáticamente aquellos que nos fue servido en bandeja de pixeles, terminaremos militando causas que en el fondo no tenemos la menor idea de su contenidos o, en otras palabras, seremos peones de causas ajenas, externas y totalmente disociadas con lo que tal vez somos o pretendemos ser.  

El silencio al que se refería Ludwig no es el de la censura, es ese espacio de apertura al pensamiento necesario en el marco de una situación que sólo nos bombardea de ruidos que si bien a algunos nos molestan, a otros los convence. No se puede pensar en estado de alienación total y para pensar, es requisito fundamental ser libre de todo prejuicio infundado. Se trata de una ardua tarea a la que algunos le dedicamos la vida, pero a la que todos le deberíamos prestar central atención si no queremos ser usados de peones en juegos de ajedrez en los cuales desconocemos completamente el tablero, los movimientos de las fichas y, lo que es más importante, las intenciones del rey y la reina de los claros y los oscuros.