jueves, 30 de septiembre de 2021

Ser auténticos en un mundo inauténtico

En la presente oportunidad intentaremos abordar reflexivamente la posibilidad de la autenticidad de la existencia humana en un contexto global dominado estrictamente por la técnica y la globalización. Para ello, debemos brindar un primer esbozo de aquello que se entiende por “auténtico”. Generalmente se juzga que es aquello que es presentado como cierto y/o verdadero justamente por las características propias que definen a algo o a alguien. También es común interpretar algo como auténtico cuando es consecuente consigo mismo, es decir, que es tal cual se ve o como calificación de testimonio de identidad y marca fehaciente que certifica dicha autenticidad. Asimismo, cuando hablamos de la “era” del dominio de la técnica nos referimos a lo que Heidegger señalaba acerca del abandono de la pregunta por el ser y del peligro que representa el hecho de rendirle culto al ente, al punto tal de convertirse el ser humano en un útil, cosa o ser-a-la-mano. El no poder “recobrarse” por encontrarnos extraviados en el mundo informe y público del “se” (“se dice”-“se muestra”-“se aprecia”, etcétera) nos implica el surgimiento de la autenticidad, que no es más que el poder ser uno mismo. En otras palabras, se trataría del riesgo de convertirnos en esclavos de las “cosas” que nosotros mismos producimos y tornarnos un “ser-a-la-mano” de otros.

La ceguera moderna ante el ser de lo ente y su consecuente fe en una idea de progreso pudo haber instalado en las ilusiones de la humanidad la quimera de pensar que tenemos el poder de dominar completamente las entidades del mundo. A este respecto sólo queremos señalar pasajeramente que estamos presenciando anonadados, desde todos los rincones del globo, cómo un volcán de La Palma y la sublime facticidad de su poderío destrozan dicha ilusión. Pero respecto a la absurda obsecuencia de voluntad de dominio del hombre sobre la naturaleza, hablaremos en otra ocasión.

Ahora bien, no sólo ante cosas materiales la humanidad ha ido cediendo progresivamente su espacio de libertad y autenticidad. Cuando el discurso filosófico es propaganda de agendas globalistas que requieren de un marco discursivo que las avale, el mismo se convierte en producto enlatado de ideologías de no tan dudosa procedencia. La profunda masificación cultural mediante colosales empresas de propagación y difusión de supuestos marcos teóricos que dicen ser “de nuestro tiempo” no hacen más que caer en la repetición publicitaria de intereses concretos que se muestran como preponderantemente acuciantes, cuando en el fondo no son más que panfletos falaces que venden perspectivas supuestamente pluralistas. Así pues, como podemos apreciar, también en el caso del mundillo de los intelectuales se promueve el servilismo y el abandono a toda pretensión de autenticidad, puesto que, como solía señalar Lippmann, “donde todos pensamos igual, nadie piensa”.

En una entrevista realizada a la filósofa española Carmen Rovira en el año 2018[1] señala con precisión aquello que previamente señalamos cuando afirmó que los filósofos de hoy son cobardes, básicamente porque no se interesan en “dar la cara” frente a un mundo que exige ser pensado rigurosamente. Rovira sostiene que el pensamiento filosófico en nuestro tiempo a veces es motivo de burla justamente porque provoca temor. ¿Temor a qué, se preguntará ud., señor lector? Básicamente temor a la libertad que es capaz de expedir el ejercicio del riguroso pensar filosófico que apunta a “descubrir” o comprender verdades que comprometen el estado de normalidad de la existencia comunitaria. En otras palabras, el pensamiento formativo filosófico implica en la sociedad la constante necesidad de pensarse, para encontrar respuestas y soluciones a aquello que nos es presentado como pensamiento único. La filosofía que no es de mercaderes discursivos implica siempre, en mayor o menor medida, una mirada que apunta al cambio. ¿Se comprende ahora el por qué de la campaña de total desprestigio y de mercantilización discursiva?

Aun así, es necesario contar con el recaudo que nos ofrece Arendt en su Capítulo III de “Ensayos de comprensión”, al afirmar que no ve necesaria la primacía del “ser-si-mismo” sobre el “ser-uno-más”. Coincidimos plenamente, puesto que la pretensión de una supuesta superioridad de uno sobre otro conduce inexorablemente a clasismos y elitismos excluyentes. Pero la salvedad que hay que añadir aquí es la siguiente: se puede ser “uno-mas” en cuanto miembro activo de una comunidad y ser, simultáneamente, “uno mismo” en cuanto sujeto individual pensante. El problema surge cuando se es “uno-mas” y se renuncia a la posibilidad de ser el ser que se pregunta por su ser. Conocemos perfectamente las consecuencias políticas, sociales, económicas, judiciales y humanistas de dicha degradación: pasamos a ser un útil “entre otros” que son “uno-más”.

Dicho esto, llegamos a la provisoria conclusión de que querer comprender es siempre un acto revolucionario. No es posible ni es concebible pensar en la autenticidad de nuestra existencia si somos rehenes de bienes, servicios, productos y discursos hegemónicos incuestionables. El peligro que advertía Heidegger hace más de medio siglo se nos hace hoy patente cuando notamos que tenemos temor al pretender pensar, cuando nos da miedo preguntar y, sobre todo, cuando vivimos en estado permanente de suspensión del juicio por prevención ante la eventual cancelación.

 

 

 

 



[1] http://revistamaquina.net/el-filosofo-debe-asumir-una-postura-ante-su-tiempo/

jueves, 23 de septiembre de 2021

El cliché del abandono del pensar

Hoy reflexionaremos en torno a dos categorías fundamentales para pensar nuestro modo de existencia, a saber, el perdón y la comprensión, nociones cruciales presentadas por Hannah Arendt en sus “Ensayos de comprensión” (1930-1954). 

En su Capítulo Nº31 titulado “Comprensión y política (dificultades de la comprensión)” comienza con la arrolladora afirmación que desmonta un mito político que sostiene que “no se puede combatir el totalitarismo sin comprenderlo”. Ciertamente, si bien es reconfortante pensar en ello, Arendt nos aclara que es totalmente falso. De ser cierta dicha pronunciación, estaríamos condenados, puesto que una cosa es comprender, y otra muy distinta contar con la información correcta. Mientras que la comprensión no tiene fin, porque es un modo de estar en el mundo a través del cual nos reconciliamos con la realidad mediante un sinnúmero de cambios y variaciones, el conocimiento fáctico solo nos muestra una cara explícita de un hecho concreto. 

Es innegable que la comprensión es un paso previo esencial para llegar a la reconciliación, pero el acto del perdón en sí no es ni por cerca condición necesaria para comprender. Para entender esto, es crucial que diferenciemos brevemente los términos. El perdón, nos dice Arendt, es sin lugar a dudas una de las más grandes capacidades humanas, “y tal vez una de las más osadas acciones”, puesto que su motivación se enfoca en un imposible: “aparentar deshacer lo que se ha hecho” en busca de un nuevo comienzo, allí donde todo se presentaba finiquitado. En términos prácticos, es un accionar particular que concluye en un acto singular.

Por su parte, el acto de comprender no puede producir jamás resultados definitivos puesto que no tiene fin. Se trata de un proceso que inicia en el nacimiento de la persona y concluye con su deceso, lo cual lo constituye en el “modo específicamente humano de estar vivo”, en el sentido de que necesitamos reconciliarnos con un mundo al que hemos sido arrojados cual extraños en un entorno que nos resultará ajeno “en razón de la unicidad” que representamos en cuanto personas. Y usted, señor lector, se preguntará ¿qué tiene que ver comprender con perdonar? Dejemos que Arendt nos muestre el puente: en la medida en que surjan gobiernos totalitarios (acontecimiento central de nuestro mundo), comprender el totalitarismo no implica en absoluto un indulto, sino que habilita posibilidad de reconciliarnos (poder existir) “en un mundo en que tales cosas son posibles”. Somos parte de ese mundo que dispensa muerte, miseria, injusticia, hambruna y violencia. No querer comprenderlo implicaría un abandono voluntario al pensar que se convierte inmediatamente en un servicio a la banalidad del mal de dicho mundo. 

Todos estos indicios nos precipitan a pensar que el mito falseado precedentemente se sustenta en la supuestamente bienintencionada intención de instruir mediante el cliché de que los libros pueden ser armas, o que es posible combatir con las palabras. Pues no, lamentablemente la violencia es la hija predilecta del poder, es muda y a su vez, silenciadora: “la violencia empieza donde el discurso acaba”. El peligro que aquí señalamos es el siguiente: cuando las palabras son utilizadas como medio de combate, pierden completamente su efectividad de discurso y se convierten en clichés al infiltrarse en la cotidianidad de un lenguaje al extremo de anular completamente la posibilidad de hablar mediante discursos que cancelan cualquier posibilidad honesta de resolver nuestras diferencias. De esta manera es que el autoritarismo se adueña de la palabra, la convierte en receptáculos estancos de comprensión que sirven de arma discursiva para silenciar cualquier esbozo o intento de comprensión serio. 

La práctica que acabamos de mencionar, propia del autoritarismo de manual de cualquier gobierno totalitario del siglo XX, ha tenido sus mutaciones mediante sofisticados acomodamientos epocales que han convertido el silenciamiento en política estatal en todas las retículas institucionales ya sea a nivel nacional o global. Arendt la rotula como “adoctrinamiento”, que no es más que un “atajo” que evita la comprensión e invita, consecuentemente, a la destrucción concreta de su accionar. Dicho atajo conlleva, por consecuencia lógica, a una perversión simbolizada en la imposibilidad de reconciliación con el mundo en el que habitamos y sufrimos. En este punto es crucial señalar que la perversión silenciadora del adoctrinamiento es propia de la suspensión de la comprensión, no del conocimiento. Abandonar el pensar no implica no entender lo que sucede. Lo que se logra mediante el mecanismo autoritario es que la gente pueda conocer una realidad y no poder hacer absolutamente nada al respecto. 

Todo sistema totalitario se nutre justamente de la irreconciliación con la realidad mediante la comprensión, instaurando un orden de las pasiones inmediatas que bajo el velo ilusorio y provisorio de un supuesto "pensamiento crítico" como arma de combate. En este sentido, creemos pertinente traer a colación una sentencia interesante que recientemente hemos escuchado en boca de un profesor español de matemáticas, que desde su jubilación, tras treinta y cuatro años de servicio en la educación dijo: "...un fundamentalista no es más que un ignorante repleto de espíritu crítico". Arendt reforzará dicha reflexión diciéndonos que podremos identificar claramente al adoctrinamiento fundamentalista de los totalitarismos cuando notemos que hay una incapacidad o resistencia a distinguir en absoluto entre hechos y opiniones. 

El régimen totalitarista del relativismo absoluto, ese que nos vende el cliché de que absolutamente toda opinión es válida como verdad posible, nos ha llevado a absurdos con consecuencias fácticas atroces como la consideración naturalizada de considerar que se puede hacer prescindir completamente de las garantías, derechos y obligaciones del estado de derecho a ciertos grupos poblacionales, etnias o individuos particulares. El peligro que advierte Arendt, desde su tiempo, sigue vigente, tal vez más vigente y sofisticado que en ese entonces. La invitación a una construcción política-comunitaria que eduque y gobierne desde el eje vertebrador de la comprensión, sigue en pie esperando su llamada. 

Lisandro Prieto Femenía. 

Escritor. Docente. Filósofo. San Juan- Argentina. 

lisiprieto@hotmail.com lisiprieto87@gmail.com ; 

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jueves, 9 de septiembre de 2021

El ser desgarrado del refugiado

Bien sabemos que un apátrida puede definirse como un ser humano que ha perdido su condición de ciudadano en el Estado al que pertenece por nacimiento o por elección. En un artículo de la BBC del año 2014 se publicó un artículo que revelaba un dato escalofriante: cada diez minutos nace en nuestro mundo un niño sin nacionalidad. En ese entonces, era considerado un problema que afectaba, por lo menos, a 10 millones de personas en todo el globo. Ahora bien, ¿qué implicancias tiene ser un apátrida? Básica y sintéticamente podríamos señalar que las personas que se encuentran en dicha situación jurídica no disponen de ningún tipo de protección legal sobre sus derechos y garantías. En otras palabras, son ciudadanos de ningún lado y no disponen de la posibilidad de ampararse bajo el derecho de ninguna jurisprudencia. Sería como estar en el mundo sin estar registrado fehacientemente como sujeto de derecho en ninguna parte. Más allá del esfuerzo de organizaciones internacionales, Naciones Unidas y sus derivados (ANUR, ejemplo), dicho problema subsiste hasta el presente de manera persistente. Por otra parte, nos encontramos con la realidad de los refugiados, que son quienes deben huir (o son expulsados) de sus Estados de procedencia por varios motivos: guerras civiles, hambrunas, dictaduras, sedición, persecución, etcétera. Si bien en este caso los refugiados que huyen no han perdido (en algunos casos) su ciudadanía, carecen también de un marco legal que ampare su recepción en cualquier otro Estado independiente. La pregunta esencial aquí es la siguiente: ¿qué hace el mundo con estas personas? Pero, antes de intentar ofrecer un atisbo de respuesta a lo previamente planteado, es preciso que por un instante nos posicionemos en los zapatos de quien debe exiliar. Abandonar la casa que construiste con un esfuerzo de toda la vida, tomar lo que consideras esencial para sobrevivir y colocarlo en una serie de receptáculos que puedan ser cargados con la tracción de tu sangre, dejar atrás el pueblo donde naciste (despedirte de tus padres, amigos, vecinos, compañeros de trabajo), mirar a los ojos a tus hijos y decirles que es hora de partir hacia un lugar desconocido, pero en búsqueda de una seguridad que allí donde resides, es inexistente. Atravesar campos minados, esquivar controles paramilitares, cruzar ríos, navegar en balsas precarias en un mar que no sabe de piedad, pagarle un soborno a un intermediario que promete acercarte a las costas de otro continente, llegar a las inmediaciones de una playa de una tierra prometida y ser interceptado por la guardia costera, ser tratado prácticamente como prisionero, padecer inclemencias de todo tipo y, en muchos casos, ser retornado cual bulto de mercadería en un conteiner a tu infierno natal. ¿No es acaso la literalidad factual de la tragedia de Sísifo cargando su roca hasta la cima de la montaña para retornar a la base de la misma a retomar la odisea inclemente de una existencia que no presenta señal mínima de justicia? Pues nos aventuramos a pensar que la precaria descripción que acabamos de enunciar se queda corta en demasía con lo que realmente les sucede a los refugiados. La paradoja agónica que presenta nuestro tiempo consiste en la presentación de una interrelación global sin precedentes, a la vez que las naciones se repliegan sobre sí mismas cerrando fronteras y aplicando una serie de restricciones migratorias estrictas que dan como resultado la exclusión de un sinnúmero de seres humanos que, escapando del calvario, reciben acero. Si, como señalaba María Zambrano, el exilio es la pérdida de nuestro punto de partida (lugar inicial, la patria), cuán difícil puede ser retornar a ese no-lugar, borrado de un plumazo desde el momento en que uno decide escapar, convirtiendo en desgarradora la experiencia de un regreso allí donde no hay un “dónde”, pero sí hay quien espera acusando con rencor por haber querido huir. Perder el suelo (nuestro norte), nos posiciona inmediatamente ante el abismo que presenta la pérdida de nuestro “mundo”, entiéndase éste como el espacio que se genera “entre” quienes forman comunidad, como señalaba oportunamente Arendt. Esta desposesión existencial consiste en una especie de condena a vagar sin poder contar con un lugar para actuar, hablar, pensar, en definitiva, ser. Éste aspecto lo vemos comúnmente reflejado en los relatos de los exiliados que lograron quedarse en otra nación y expresan "allá solía ser”; “allá yo era”; “allá me dedicaba a”. No es que dejó de ser doctor, como lo era allá, es que “acá” su condición es otra, puesto que “acá” se impone la restricción (plenamente burocrática) de empezar de cero. ¿Se comprende el desgarro? En vistas de lo precedentemente enunciado sólo nos queda pensar en la esperanza un porvenir, en el cual algún día podamos vivir en comunidades que acepten la condición de ese otro del que hemos hablado y abracen las posibilidades de construcción mancomunada de una sociedad realmente plural y justa, en la cual nadie sobra y todos tienen parte en el reparto de las condiciones de posibilidad que hacen a la dignidad de absolutamente todas las personas.