jueves, 23 de junio de 2022

"Cuestionando el supuesto peligro de una inteligencia artificial que no piensa"- Lisandro Prieto Femenía

Hace apenas unos días se ha viralizado una “noticia” que señala que uno de los ingenieros de Google habría sido despedido por revelar ciertos detalles del funcionamiento de un dispositivo específico que interactúa con humanos mediante inteligencia artificial. Nada de otro mundo. Lo que hoy quisiéramos pensar con vosotros es en la inquietud que provoca a muchos en nuestros días acerca de las capacidades y condiciones que puede llegar a tener un mecanismo artificial para realizar acciones similares al “pensar” y “sentir”. 

Independientemente del impacto mediático que causó la declaración del ingeniero Blake Lemoine al afirmar que su «Modelo de lenguaje para aplicaciones de diálogo» (LaMDA) ha expresado experimentar ciertos sentimientos o que se siente feliz o triste a veces”, es importante que despejemos un poco la nube de humo publicitario que envuelve esta supuesta controversia, puesto que pretender dilucidar si una máquina puede pensar igual que un humano mientras que aún no comprendemos en su completitud los procesos cognitivos de los mismos humanos es como querer descubrir si crece hierba en algún planeta de otra galaxia mientras que desconocemos que tenemos debajo de la suela de nuestros zapatos. 

Alan M. Turing (1912-1954), el padre de la computación y la informática, y probablemente el responsable de la existencia de lo que hoy utilizamos básicamente para casi todo en nuestra cotidianidad, el internet, postuló la posibilidad de que una máquina pueda llegar a pensar. En el año 1947 Turing planteó la pregunta en el National Physical Laboratory y posteriormente en 1950 en un artículo titulado “Máquinas computadoras e inteligencia” dio el puntapié para la investigación concreta de la inteligencia artificial, sosteniendo que una máquina “piensa” si su interlocutor humano, al comunicarse por escrito con ella, no es capaz de distinguirla de los demás interlocutores (ver “Test de Turing”). Estos indicios (básicamente, la resolución de teoremas complejos y creativos por parte de esa inteligencia), le dieron al brillante matemático británico la pauta para pensar que en menos de un siglo sería posible algo más grande. 

Ahora bien, adentrándonos en el ámbito de la filosofía para poder comprender este fenómeno, es inmediata la pregunta ¿qué entendemos por pensar? Es imposible responder esa pregunta en un artículo de opinión, pero intentemos dar algunos esbozos.  Si nuestro propio software natural entra en conflicto cuando intentamos comprender preguntas cómo “¿por qué hay algo, y no más bien nada?”, imaginemos una inteligencia artificial que sea capaz de responder semejante incógnita existencial. Aún con todo el anaquel de teorías científicas y conocimiento histórico que disponemos no hemos logrado comprender cabal y definitivamente conceptos como tiempo y espacio (recordemos a un tal Agustín que señalaba que si le preguntan qué es el tiempo, lo sabe, pero si lo tiene que explicar, no puede), ni las ciento cincuenta mil posibles respuestas cargadas en un dispositivo podría siquiera acercarse a dar una respuesta medianamente reflexiva. Lo cierto es que, como decía René Descartes, pensamos porque existimos, y sabemos que existimos, porque pensamos, y dudo seriamente que entre millares de alternativas de respuesta de una Alexa encontremos un ápice de pensamiento complejo que apunte a la comprensión del sentido. Quienes dispongan de cualquier dispositivo con IA, por favor, pregúntenle ¿qué es la belleza? Escucharán muchísimas definiciones precargadas, lecciones históricas, recopilados de pensamientos, procesamiento de teorizaciones realizadas por terceros, pero jamás les dirá qué piensa sobre ella, ni mucho menos hará el esfuerzo de intentar definirla por su cuenta. 

Pero vamos más allá, indaguemos un poco más. Suponiendo que los avances tecnológicos han logrado un nivel de sofisticación supremo mediante el cual la máquina puede chatear casi de igual a igual con nosotros, ¿es eso un diálogo? Hagan una pequeña prueba: actualmente las empresas, para evitar contratar al fastidioso personal humano, han instalado en sus plataformas de contacto con los usuarios mecanismos de IA que brindan respuestas automáticas bajo el estímulo de palabras clave que el mismo sistema pide para continuar. Pues bien, ante un inconveniente técnico de cualquier tipo en el consumo de un servicio, se nos impone que hablemos en clave con una matriz para que la misma nos muestre una serie de soluciones previstas previamente por un informático humano que parece disponer el mismo nivel de sensibilidad que el simpático avatar que lejos de ayudarnos, nos da tarea para la casa. Repito, aún con el mayor avance posible ¿eso es un diálogo?  

No es fundado el temor por el permanente y creciente avance tecnológico de la IA. La ciencia ficción nos ha bombardeado durante años mediante exquisitas metáforas con advertencias que indican que algún día la máquina va a tomar nuestro lugar. El problema es que ya lo tomó, y no por cuenta propia, sino porque abarata costos de manera significativa en cualquier ámbito productivo. La gravedad del asunto no pasa por la posibilidad de un gobierno federal a cargo de un robot pensante, sino por el uso y el lugar que le damos al mismo, pero por sobre todas las cosas, el mayor de los peligros es que pensemos que un dispositivo que hace algo parecido a pensar pueda imitarnos, cuando lo que en el fondo hace, es quitarnos miles de fuentes laborales a diario: Mr. Machine no tiene hijos, no tiene pareja, no debe pagar cuentas, no se enferma (se rompe, pero generalmente siempre tiene solución mecánica), no está afiliado a sindicatos, no se queja, no necesita descansar, no tiene brotes psicóticos ni pide días por duelo por la pérdida de ningún familiar. En pocas palabras, no se angustia porque jamás piensa en su finitud ni en lo que puede hacer en el tiempo que le queda (no piensa). 

En fin, el problema no es la cosa, es lo que nosotros le permitimos a la cosa hacer por nosotros y en lugar nuestro. Si algún día la IA nos permite salvar vidas, como lo logró Turing al descifrar las transcripciones del ejército nazi con su máquina, o prevenir catástrofes y evitar cataclismos, o contribuir a la crisis alimentaria y sanitaria mundial, pues bienvenida sea. Lo que nos debe inquietar no es el potencial que tiene un procesador de razonamientos, sino los usos concretos que se les quiere dar: un chip insertado en el cerebro de una persona para lograr que adelgace podría darnos el indicio para comprender que se está intentando sustituir el poder de voluntad (software que todos tenemos instalado en nuestro sistema operativo desde que somos gestados) por la comodidad que produce que un choque electromagnético a nuestras neuronas impida algo que nosotros mismos podríamos impedir. Lejos de temer al potencial de la IA, temamos mas bien a las aplicaciones concretas que de ella se quieren lograr en nosotros, por nosotros y en detrimento nuestro. Y no lo olviden, estimados amigos, es más peligrosa la máquina que puede pensar y decide no hacerlo que aquella a la que por más que le instalen diez mil millones de opciones de resolución de problemas, no puede hacerlo aunque quisiera (cosa que tampoco puede puesto que el software de la voluntad y la libertad de decisión para maquinitas aún no ha sido creado). 


miércoles, 8 de junio de 2022

“Pensando en la estafa del Leviatán sin rumbo”- Lisandro Prieto Femenía

“El día que nací, mi madre parió gemelos: yo y mi miedo”

Thomas Hobbes

Todo comenzó cuando Thomas Hobbes (1588-1679) creó una mole conceptual que tuvo injerencia inescrutable en la política moderna que cambió la forma de constituirnos como comunidades autónomas denominadas Estados. Pues bien, a lo que hoy entendemos por Estado Hobbes lo simbolizó en un Leviatán, un monstruo bíblico que representa la fuerza inmensa y desmedida de una entidad ante la cual nos tenemos que subyugar a cambio de su protección frente a enemigos externos e internos (quien se atreva a desafiarlo desde afuera, recibirá guerra, quien ose de romper el contrato social interno, sufriría las consecuencias del peso de la ley). 

En la presente oportunidad intentaremos reflexionar en torno a desprotección del gigante al cual le hemos otorgado unánimemente el poder de custodiarnos, protegernos y albergarnos, a saber, la idea de Estado. Cuando Hobbes redactó el Leviatán en 1651, ya había vivido la revolución y la guerra civil que proclamó la República y decapitó a Carlos I, Rey de Inglaterra, Irlanda y Escocia en 1649. En tal contexto, el filósofo inglés no tuvo mejor idea que pensar que lo peor que podría sucederle a cualquier comunidad organizada era abrazar la anarquía en el fulgor de las típicas ínfulas de libertad que suelen despertar las revoluciones. Ante ello, la mayor inquietud del pensador inglés podría resumirse en una pregunta práctica esencial: ¿cómo podemos hacer los seres humanos para convivir, todos juntos en un lugar, sin causarnos daño, o vivir en una situación caótica permanente?

Para dar una respuesta a semejantes tiempos convulsos, ideó una filosofía estrictamente política que se antepusiera a la amenaza precedentemente enunciada. En pocas palabras, sus ideas defendieron ideales que sostenían la tesis acerca de que solamente un gobierno lo suficientemente fuerte (necesariamente autoritario) es el que puede garantizar la vida ordenada en sociedad. Incorporó al léxico político conceptos fundamentales, como el contractualismo.

Si bien “el hombre es un lobo para el hombre”, es decir, somos todos potencialmente malvados por naturaleza, sería entonces necesario establecer ciertas reglas para que esos “lobos” puedan convivir de una manera tensamente armoniosa. El motor motivacional, en definitiva, es el miedo de ser devorados por el salvajismo propio de un “estado de naturaleza” que no conocer de códigos de conducta, de cuidado y protección y mucho menos de respeto y tolerancia: es el imperio total de la fuerza de unos sobre otros. Menuda metáfora de Hobbes para definir nuestra naturaleza, pero, les pregunto queridos lectores ¿se equivoca? Aun viviendo en pleno “Estado de derecho”, ¿no cerráis con llave su casa o coche al salir?, ¿qué son esos barrotes en vuestras ventanas?, ¿para qué están esos dispositivos que suenan tan fuerte cuando alguien irrumpe en nuestra morada?, ¿por qué hay cada vez más cámaras de seguridad en la vía pública?

Pues sí, paradójicamente, vivimos en un Estado que tiene cárceles, fuerzas de seguridad, Cortes de Justicia y letrados que condenan a criminales, delincuentes, violadores, estafadores y violentos. Sí, tenemos de todo en el cuerpo de nuestro desgastado Leviatán, el cual parece no estar pudiendo protegernos cabalmente de aquel otro monstruo bíblico, a saber, el Behemot, clara representación de la anarquía y la guerra civil. El peligro permanente y latente de la precitada bestia atenta permanentemente contra el alma (la soberanía) y la razón (las leyes y la justicia). Dichos pilares que suelen mantener en pie nuestro Estado y nuestra forma de vida, más allá de los simbolismos, se encuentran en un estado de lucha permanente por su supervivencia en el marco de un campo de batalla agónico que trasluce la interminable lucha de intereses propios de nuestra naturaleza.

Pero, si hasta el día de hoy ha pervivido el sistema representativo democrático-republicano, es porque la gran mayoría de ciudadanos (antes, súbditos) han cedido el poder de ejercer la justicia y el orden a un Estado que si bien castiga al incumplidor, garantiza el orden al cumplidor. Pues bien amigos lectores, a la vista está que el modelo está completamente quebrado por la sustancial y evidente falta de confianza de quienes cedemos el poder al sumo ente de gobernabilidad. La sensación permanente de desprotección que sienten los miembros de Estados democráticos se deja traslucir, desde hace un tiempo considerable, ante la visible imposibilidad del “monstruo” de ser efectivo y ecuánime en algunos aspectos centrales.

Para simbolizar semejante resquebrajamiento, traemos como ejemplo el siempre intemporal tango argentino titulado “Cambalache”, escrito por de Enrique Santos Discépolo y Raul Seixas en 1934, en el cual se expone un panorama sombrío de entreguerras que explicita una decadencia moral y política, aparentemente sin precedentes, de un mundo que a simple vista se muestra totalmente irresoluto. Básicamente se declara, bien al estilo de Schopenhauer, que el mundo fue, es y será una “porquería” en cuanto que siempre existieron delincuentes, personajes maquiavélicos dirigiendo nuestros destinos y estafados. Nuestros tangueros, anonadados con el Siglo XX y su asqueroso despliegue de maldad insolente, aún no podían avizorar el reinado de la perversión que haría gala en el siglo siguiente. 

Aun así, el sentimiento de una canción escrita hace casi cien años, mantiene su vigencia, en cuanto que la comunidad percibe cotidianamente y tangiblemente la estafa que representa vivir en una sociedad en la que da lo mismo ser honesto que traidor, ignorante que sabio, ladrón y estafador que generoso. ¿Acaso nos habrán borrado el horizonte con una esponja? Cuando Nietzsche realizaba su crítica a la metafísica occidental acerca de la moral platónico-cristiana occidental y hacía referencia a una decadencia se refería exclusivamente a ese sentido imposibilidad de poder contemplar un sentido: cuando la existencia no dispensa vida, reina la muerte y la decadencia, la total imposibilidad de distinción entre lo correcto y lo nefasto. Como bien sabemos, el arte en general, y la poesía y la música en particular pueden expresar sencillamente los problemas filosóficos y existenciales más críticos y amargos. En este sentido el tango logra expresar de manera sublime lo que casi todos los seres humanos sentimos cada mañana al abrir nuestros ojos, vivamos donde vivamos: “¡Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor! No hay aplazaos ni escalafón, los inmorales nos han igualado... Si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición, da lo mismo que si es cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón”, o, en palabras de Dostoievski: “Si Dios no existe, todo está permitido”.

La falta de respeto y el atropello a la razón que representa la estafa de vivir en un sistema político y económico que en la mole legal que invisten nuestras Constituciones Nacionales aseguran la preservación y el cuidado de nuestros derechos humanos básicos, a la vez que fuera de la letra de la jurisprudencia nada se cumple con rigurosidad y persevera la hipocresía que entrona como Señores a ladrones y denigra a profesores (sobre todo de filosofía), médicos, científicos y personas probas en general, termina produciendo una herida moral en la comunidad muy difícil de subsanar, hecha carne mediante una justicia que no dispensa penas y castigos correctamente ni garantiza la libertad ciudadana; una fuerza de seguridad que no te cuida; un sistema educativo que no forma seres libres y pensantes; un sistema de salud permanentemente colapsado y un mercado salvaje que impide que un trabajador que cumple con todas sus obligaciones no pueda darle a su familia una vida digna y un sistema político representativo que, tras las elecciones, no representa a nadie.

Amigos lectores, sentirnos identificados con la clara lectura crítica de la decadencia política, moral y económica en la que estamos inmersos, cada uno desde su rincón del globo, no es suficiente. Así como Marx, en su Tesis 11 sobre Feuerbach nos decía que “hasta ahora los filósofos nos hemos encargado de interpretar al mundo, de lo que se trata es de cambiarlo”, nosotros, sí, Ud. y yo, simples ciudadanos que intentan pensar, tenemos que sentirnos parte activa de una sociedad que se corroe permanentemente por la desidia, el desinterés y la abulia cívica. En este sentido consideramos fundamental desnaturalizar el fin del tango, específicamente la prosa que versa insistiendo en que da lo mismo lo que seamos, puesto que a nadie le importa si nacimos honrados. Pues no, sí importa, sí nos tiene que importar. La clave puede estar, creo humildemente, en que los honrados, sensatos y talentosos dejen de “estar sentados a un lado” de la vida ciudadana activa (política), porque mientras los buenos se retraen, los sátrapas avanzan y sin pudor ocupan ese lugar de poder  y de decisión, el comando de mando de un Leviatán que se está quedando sin pies y sin cabeza, pero aún tiene latidos en su corazón.