viernes, 29 de abril de 2022

“Comprendiendo la cobardía del difamar” – Lisandro Prieto Femenía

El ser humano cuenta con un listado interminable de talentos espectaculares y de miserias aborrecibles. Tanto talentos como actos despreciables, han estado presentes en todos los tiempos de nuestra historia, y la verdad es que no hay nada nuevo bajo el sol del Siglo XXI. Pero hoy quisiéramos expresarnos en torno a la actitud denigratoria por excelencia denominada “difamación”, la cual parece haberse subvertido en nuestro tiempo de manera magistral: de ser un acto cobarde y artero, ahora es un gran talento naturalizado e incluso patrocinado por una cultura de negación total al principio básico de la justicia, a saber, la presunción de inocencia. 

Siempre existieron los difamadores, es imposible negarlo. En nuestra bella historia de la filosofía contamos con un caso fundante ejemplar que data del año 399 A.C, a saber, el juicio y condena de Sócrates, figura primordial de la configuración de la filosofía occidental. Al maestro se lo acusaba de corromper a los jóvenes y de negar la existencia de los dioses. En el texto denominado “Apología de Sócrates”, presentado por Platón, su discípulo predilecto, se describe minuciosamente el proceso por el que atraviesa el denunciado, el cual dialogando con sus alumnos procede meticulosamente y argumentativamente a desmontar la verdad oculta detrás de la pantomima judicial: se lo estaba castigando, básicamente, por haber criticado fuertemente un sector específico de la sociedad ateniense. En otras palabras, lo invitan a morir, o a exiliarse, por pensar. 

Han pasado dos mil cuatrocientos veintidós (2422) años desde aquel patético episodio injusto, y debemos considerar que salvo algunos condimentos y estructuras, la humanidad poco ha podido avanzar en el ideal de la justicia apoyada por un modelo racional que busque cierta objetividad ante el caos y el reinado de la sinrazón que nos caracteriza como seres tremendamente inmorales y obcecados. Cuando decíamos previamente que la difamación- del latín “diffamare” (“dis”: esparcir, difuminar, separar; “fama”: noticia, rumor)- se ha naturalizado y se ha convertido en herramienta judicial suficiente, nos referíamos exclusivamente al sentido de aceptación plena del rumor dado y esparcido por quien sea (medios de comunicación, sociedades, organizaciones, Estados, empresas, etc.) para causar daño intencional irreparable sobre otros. Dicha figura supo tener, en tiempos pre-post-modernos algún tipo de condena, puesto que el agravio y la falsa acusación o diseminación de mentiras sobre alguien puede, literalmente, arruinarle la vida y empujarlo a la muerte. 

Pues bien, los tiempos no han cambiado tanto, pero ciertas prácticas se van sofisticando. La prueba empírica de corroboración de un hecho se ha convertido en una vieja reliquia mirada con desdén, y hemos procedido a considerar como cierto solamente el testimonio verbal sustentado básicamente por la diseminación del rumor, el cual desde su raíz etimológica ya indica en su raíz al “ruido”, deformación del sonido original que, al ser propagado, se convierte para muchos en una realidad indiscutible. Si a ello le sumamos que en la actualidad cada ser humano adolescente y adulto cuenta con un dispositivo móvil mediante el cual puede compartir indiscriminadamente una cantidad incontable de información falsa, la fórmula de la difamación instantánea y masiva se hace moneda corriente, implicando con ello la banalidad egoísta de contribuir a la aniquilación de la reputación de un sinnúmero de personas que prácticamente no tienen derecho a réplica, paradójicamente, en un mundo que dispone de cientos de medios masivos de participación que mucho permiten decir y en el fondo, nada dicen (es, como nos señalaba el gran Umberto Eco, el imperio de los patanes con voz y voto en absolutamente todo). 

No es casual que Sócrates, gran opositor a la sofística de su época, haya sido condenado. Como bien sabemos, al maestro de Platón sólo le interesaba la verdad, la cual fue su obsesión hasta su último respiro. Pero en la época mencionada estaba en auge otro tipo de educación (y su correspondiente práxis política), sustentada por la argumentación retórica que lejos de querer revelar una realidad o descubrir una verdad, se satisfacía con convencer mediante argumentos convincentes de cualquier cosa a la población, a cualquier costo, ¿les suena conocido? Enfrentarse con los impostores le costó la vida, puesto que, como siempre hemos sostenido, el acto de pensar y de expresar dicho pensamiento implica siempre un peligro. 

El mismísimo Papa Francisco en el año 2016 se pronunció al respecto de las consecuencias nocivas del rumor, al cual calificó de “acto terrorista”. Podrá Ud., querido lector, pensar que es una exageración por parte del Sumo Pontífice, pero intentemos comprender los alcances del calificativo que le otorga a esta actitud cobarde y malévola. Si prestamos atención a la raíz indoeuropea el prefijo "reu'', a saber, "rugir'', "murmurar' nos da una pauta esclarecedora: el rumor siempre se presenta por lo bajo, subyaciendo a la personificación de la persona que lo esparce y se ramifica a gran velocidad, gracias a la ayuda del tan amado por los mediocres “se dice que…” hasta que, al momento de ascender de las profundidades del anonimato, ya está en boca de todos y es considerado una verdad inapelable. ¿No es acaso, eso, un acto de terrorismo? Si prestamos atención a los mismos, nos enteramos de ellos cuando ya están consumados, cuando ya han hecho daño, cuando ya han cumplido su misión destructiva. Previamente, forman parte de un estadio de planificación, secreto y escrupuloso cuidado. 

La difamación es una clara expresión de terrorismo porque en cierto sentido mata. No se trata de una exageración, sino que es literal el daño mortífero que causa al cumplir con el objetivo de poder sostener un cúmulo de falsedades en un mundo que naturaliza la mentira, y ello inexorablemente puede tener consecuencias sumamente peligrosas para la humanidad. Es obvio que un rumor no es un proyectil que quita una vida, pero sí puede ser el sustento de una decisión arbitraria que deje sin empleo a una persona, o que ensucie injustamente el honor y buen nombre de cualquier ciudadano, sin que ello tenga consecuencia legal o moral alguna. En este sentido, “morir” no es simplemente perder los latidos del corazón, sino ser apartado completamente cual escoria del ámbito social, de la familia, los amigos, el trabajo y la vida en comunidad. El daño casi irreparable de la difamación de ja una marca casi imposible de borrar que acompaña al acusado o al difamado por el resto de su vida, puesto que quienes recepcionan y comparten habladurías, difícilmente tengan la empatía de intentar cambiar su juicio, aún cuando haya sido demostrada la falsedad de los dichos. 

Como siempre sostenemos, no pretendemos cambiar el mundo desde un humilde editorial de reflexión, pero no podemos dejar de intentar invitar a los lectores a pensar sobre este asunto tan delicado y acuciante para todos: el problema de fondo de lo precedentemente explicitado es la verdad. Sin verdad alguna, reina inevitablemente el absolutismo del relativismo que, lejos de ser simplemente una postura acomodada desde lo epistémico, funda dispositivos de poder que ejercen sobre todos nosotros las más injustas consecuencias al son de la aprobación masiva de una ciudadanía que abandona progresivamente toda pretensión de conocimiento verdadero y objetivo. En otras palabras, la mentira naturalizada de la difamación y la falsa denuncia instala regímenes autoritarios (en el seno de Estados “democráticos”) en los cuales incluso el propagador de mentiras puede ser víctima de su propia medicina, tornando la existencia en una coerción constante que nos empuja al abismo del silencio paralizador.  



viernes, 22 de abril de 2022

«Pensando la desidia desde el aburrimiento intencionado»- Lisandro Prieto Femenía.

Comúnmente entendemos por «desidia» a la actitud que denota carencia de voluntad o descuido por inatención al momento de realizar una actividad. Su raíz etimológica, el verbo latino «desidere» da nacimiento a esta actitud, pero también, paradójicamente, a su antónimo «deseo», motor del accionar en muchos casos. Hoy nos centraremos particularmente al primer significado, el que en su traducción del latín denota literalmente «abandonar el asiento», «dejar el puesto» ya que consideramos que es ésta la ilustración fidedigna y personificada del status quo establecido en el estado que se encuentra la tan vapuleada democracia actual.

En ocasiones previas hemos mencionado que el «mal banal», propio del poder burocrático que reemplaza las balas y granadas de la guerra por una sucesión interminable de trámites y sutilezas administrativas que literalmente quiebran la voluntad de cualquier simple mortal. Pero el concepto que traemos hoy sobre la mesa de discusión nos interpela a todos, estemos de un lado u otro del escritorio, puesto que si bien se suele hablar de «desidia» para adjetivar la actitud de personas que son tremendamente flojas y equívocas en su trabajo y, en particular, para referirse al accionar de funcionarios públicos, también debemos aplicarlo para su contraparte, a saber, quienes vemos claramente la ineficiencia y el voluntario mal actuar, y lo naturalizamos, miramos para un costado o proferimos derrotismos como «así son las cosas, nada puedo yo hacer».

Sería estupendo y entretenido poder escribir solamente de la total falta de compromiso que denota el accionar político a nivel global, o sobre la grotesca y violenta carencia de eficiencia e interés por el bien común de nuestros funcionarios, los cuales parecen haber llegado a su silla por un halo del destino, pero no, salieron de la misma sociedad suya y mía. Como siempre sostenemos, los políticos no provienen del «planeta político» y mucho menos de una col, o como decimos en Argentina, repollo, sino que hacen epifanía en su único acto carente de desidia: el querer participar y estar en lugares de poder cuando la gran mayoría de sus conciudadanos han abandonado el deseo de siquiera pensarse capaces de hacerlo (tras la renuncia voluntaria de participación, siempre se cede un espacio a otro que está totalmente dispuesto a ocuparlo).

Pero no. Dedicarle líneas a los listillos ocasionales, a los bandidos oportunistas que les tocó estar circunstancialmente con la lapicera, no es nuestra intención, puesto que intentaremos comprender la relación dialéctica que se produce entre el desinterés ciudadano y la total ineficiencia gubernamental, puesto que una cosa alimenta a la otra inexorablemente. Para ello tomaremos, en primer lugar, una reflexión que nos hace llegar el gran poeta maldito Baudelaire, al indicarnos que es el aburrimiento el responsable de la consumación total de la voluntad y el interés humano por actuar decentemente y en pos de un sentido vital, y lo expresa magistralmente:

«Mas, entre los chacales, las panteras, los linces,

Los simios, las serpientes, escorpiones y buitres,

Los aulladores monstruos, silbantes y rampantes,

En la, de nuestros vicios, infernal mezcolanza.

¡Hay uno más malvado, más lóbrego e inmundo!

Sin que haga feas muecas ni lance toscos gritos

Convertiría, con gusto, a la tierra en escombro

Y, en medio de un bostezo, devoraría al Orbe;

¡Es el Tedio! – Anegado de un llanto involuntario,

Imagina cadalsos, mientras fuma su yerba.

Lector, tú bien conoces al delicado monstruo,

-¡Hipócrita lector- mi prójimo-, mi hermano!

Lo que el poeta nos expresa es trágicamente real y sencillo: la actitud de desidia que se carga miles de vidas a diario (matando por omisión de interés) es fruto del «aburrimiento» propio del nihilismo de la indistinción, al cual en este caso debemos interpretar como la actitud de indiferencia total respecto al mundo al que uno forma parte, caracterizado en el tan promocionado prototipo de persona a la cual le interesa poco y nada la vida, la muerte y la remota existencia de cualquier ser fuera de su propio ser (publicitariamente, es el sujeto por excelencia, el posmo consumidor progresista).

Como podemos apreciar, no se trata simplemente de una actitud de desgano fruto de un cansancio totalmente comprensible, sino de un abandono voluntario a cualquier tipo de interpretación estimativa del mundo y de la vida. Que a nuestros jóvenes y adolescentes des de exactamente lo mismo cualquier y toda cosa, es muestra clara de ello: nada puede movilizar a nadie puesto que se ha logrado vaciar de contenido toda pretensión desiderativa que intente dar sentido a la existencia, lo cual no puede sino provocar una profunda y lamentable (tangible, claramente) desvinculación entre las personas y el mundo del que forman parte.

El origen de la inutilidad naturalizada, es decir, de la desidia, es ese aburrimiento que denunciaba Baudelaire, el cual no responde en absoluto al significado literal de su etimología («ab-borrere», «temer o tener horror de…»), sino más bien lo contrario, puesto que se trata de una actitud vital que ante el borrado total de un horizonte de sentido, se presta románticamente a una postura petulantemente violenta, que no es nada más y nada menos que el desinterés por lo común por sentirse «más allá» de todo sentido. Puede sonar cool, pero créanme, es una postura patética, egoísta y tremendamente peligrosa.

Concluimos la presente escueta reflexión indicando que no se debe confundir el aburrimiento en el sentido precedentemente explicitado con el escepticismo o con la desconfianza de «lo dado». El personaje desidioso es particularmente perezoso no sólo en la acción misma, sino también en el sentimiento diletante de considerar que incluso la emisión de juicio alguno es totalmente inútil e intrascendente. De ello podemos dar cuenta todos los mortales que nos hemos cansado de escuchar en el transcurso de nuestra vida justificaciones vacuas del silencio y la inacción militante: «no te metas»; «no opines»; «no publiques»; «no digas lo que piensas»; «no te expongas»; «no participes»; «no juzgues»; «no critiques», son todas ellas, básicamente, una censura permanente y vigente a una vida reflexiva que pide a gritos participación y pensamiento a la vez que recibe palo y censura por ello. Pues bien, el camino de la filosofía no diletante siempre será ese: nadar contra la corriente del sinsentido propio del nihilismo deconstructor posmo progre, ofreciendo siempre la resistencia que la razón no falla jamás en brindar.




martes, 12 de abril de 2022

La estupidez le ha ganado la batalla a la sensatez?

En un célebre artículo del New York American titulado "El triunfo de la estupidez", el filósofo británico Bertand Russell nos legó un pensamiento que hasta nuestros días nos da qué pensar que versa así: "el problema de la humanidad es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes están llenos de dudas". En una ocasión previa hemos hecho mención explícita de la típica bravuconería de los soberbios e ignorantes con poder, pero en el día de hoy quisiéramos reflexionar en torno al desafío que nos propuso Russell, a saber, que estamos completamente convencidos que quienes toman las decisiones que marcan nuestro rumbo a lo largo de la vida (gobernantes, dirigentes, secretarios, subsecretarios, asesores, y cuanto cargo burocrático se les ocurra) hacen gala apoteósica de su inutilidad e incongruencia, mientras que vemos las grandes mentes descubridoras, creativas y desafiantes bajo el yugo del silencio de una servidumbre voluntaria que parece aclamar desmedidamente la mediocridad intelectual.

En palabras del gran Aristófanes, podríamos reafirmar que su máxima "la juventud pasa, la inmadurez se supera, la ignorancia se cura con educación y la embriaguez con sobriedad, pero la estupidez dura para siempre". ¿Por qué tiene tanto poder y preeminencia la estupidez? Pues bien, intentemos deshilachar este problema. El vocablo "estúpido" proviene del latín "stupidus" y del verbo "stupere" que significan "estar aturdido" o "paralizado". Estupenda descripción inicial: el estúpido, como buen aturdido, no tiene chance alguna de escuchar atentamente a absolutamente nadie, puesto que su postura respecto a la comunidad que tiene que soportarlo es completamente egoísta y cerrada (egocéntrica e individualista). Ya la palabra nos da un gran indicio de comprensión: estar mareado, aturdido e inmovilizado es la postura excepcional para describir a una persona que, pudiendo aprender algo de otros, decide creer en el mito del autoconocimiento absoluto y descartar cualquier atisbo de colaboración intelectual por cualquiera que lo rodee.

Es imprescindible aclarar en este punto que en el pasado se le decía "estúpidos" a toda persona que tuviera algún tipo de discapacidad o dificultad de aprendizaje. Por suerte, en nuestros días ya no está permitido referirse a esas personas de esa manera, dejándonos el mote disponible exclusivamente a quienes realmente les corresponde: aquellos que pudiendo no ser imbéciles, optan serlo por decisión propia y convicción personal.

Ahora bien, es interesante que tratemos de comprender por qué los estúpidos, a pesar de su inestabilidad fundante, se sienten tan seguros de sí mismos y por qué reciben tanto crédito por parte de la sociedad. En este punto tenemos que recurrir al gran Sócrates (470 a.C – 399 a.C), a quien se le atribuye la frase “sólo sé que no sé nada”, la cual se deriva de la interpretación de un pasaje de la obra platónica “Apología de Sócrates”. Querefonte, amigo del enjuiciado filósofo precitado, asiste al oráculo de Delfos para averiguar si cabe alguna posibilidad de que exista alguien más sabio que Sócrates. Al recibir el resultado que la pitonisa de Apolo deja entrever indicando justamente que no hay nadie más sabio que Sócrates, éste, incrédulo, puesto que pensaba que no sabía nada, decide implementar un experimento social: consultaría a todos los especialistas que disponían de cierto reconocimiento, fama y calificativo de sabio, cada uno en su rama, para verificar aquello que el oráculo había sentenciado. Lamentablemente, el resultado de su investigación le terminó dando la razón a la profecía: todos los “sabios” entrevistados estaban bastante flojos de papeles y no podían dar fe de lo que decían saber en profundidad. La moraleja de este relato radica en que el más sabio lo es justamente porque es capaz de reconocer su ignorancia. A ello hay que añadir un detalle que no es menor: esa “ignorancia” tiene que ver con el reconocimiento de una realidad digna de ser conocida, pero inabarcablemente inmensa por un solo pensante, revela el desafío concreto de la vida sabia: jamás se deja de aprender.

En las antípodas de dicho desafío, el perfil clásico del bravucón estúpido se caracteriza básicamente por hacer gala de lo poco que conoce y de la nula necesidad que tiene de aprender un poco más. Visto así, suena horrible ¿verdad? Ahora bien, en el plano de la praxis es apabullante y escalofriante ver cómo en nuestra sociedad (y esto es un problema global) se ha naturalizado la banalidad que propicia la estupidez de la petulancia ignorante que no sólo retrasa en términos epistémicos, sino que entorpece seriamente, en términos políticos porque, hay que decirlo, contamos entre nuestros máximos exponentes y altos representantes de la estupidez aquellos que suelen tener un bolígrafo cuya firma condiciona nuestra existencia mediante decisiones cruciales.

Siendo estrictamente fiel a la etimología precitada del término “estupidez”, el gran Ortega y Gasset inventó un neologismo espectacular para poder comprender la actitud prototípica de la abulia que produce el abrazar la ignorancia con tanto amor. Precisamente llamó “hemiplejía moral” al estado intelectual simbólico en el que se encuentran las personas que se auto-determinan bajo el marco de una ideología específica (él menciona, por su época, a la “izquierda” y la “derecha”, pero hoy tenemos otras variantes que cumplirían el mismo rol). Ese estado de parálisis impediría acceder a un pensamiento complejo, extenso, sensato por la limitación evidente que devela el centrar la interpretación de la vida con las gríngolas que sirven de “protector” que se suele colocar en los ojos a los caballos para que sólo puedan mirar un punto fijo y no se distraigan con el entorno.

Salir de la caverna es siempre una invitación válida y un desafío acuciante. Quitarse las anteojeras para mirar a los costados fue, es y debería seguir siendo, el único motor que intente impulsar la educación para la libertad. Como hemos podido apreciar en las líneas precedentes, no será fácil (nunca lo fue) escapar del yugo del imperio de la estupidez. Aún así, a no desanimarnos: siempre estamos a tiempo de dar el primer paso, que no es más que dejar de aceptar sin dudar nada de nadie, y mucho menos, de parte de estúpidos.