lunes, 22 de noviembre de 2021

“Atomizados y subyugados: desnaturalizando el «divide y reinarás»”.

Bien conocida y utilizada en demasía es la expresión “divide y reinarás” (en latín “divide et impera”; en griego “Diaírei kaì basíleue”), pero hoy quisiéramos pensar cómo un lema militar de la antigüedad se convirtió en política de Estado a nivel global, provocando consecuencias sociales y/o comunitarias devastadoras por doquier.  

Generalmente  se atribuye la autoría del precitado proverbio a Filipo de Macedonia (382-336 AC), padre de Alejandro Magno, como también al general Julio César (100 AC- 44 AC). Se trataba de una estratagema militar bastante eficiente que consistía en sobornar o endulzar a los altos rangos de las tribus enemigas del imperio para que se disocien de otras tribus (también enemigas) y así menguar la cantidad de guerreros opositores que pudieran ofrecer resistencia. Como vemos, es una estrategia de atomización de enemigos con el fin de debilitar las líneas del frente enemigo, permitiendo de esta manera doblegar varias cohortes con un ejército menor.  

El trabajo de inteligencia, espionaje y de soborno fueron siempre fundamentales para cumplir con la referenciada estrategia, ya que estamos hablando de un  proceso sistemático de debilitamiento del enemigo desde el interior de su propia estructura. Llegado el momento de la confrontación, los guerreros contrarios llegan en pésimas condiciones, en menor número y casi sin entusiasmo a combatir contra un enemigo que hace tiempo les estuvo serruchando silenciosamente el piso. 

Actualmente asistimos a un tiempo en el cual la estratagema militar precedentemente señalada es básicamente la agenda de gobierno en la mayoría de los países del globo. Por supuesto no se trata de la vulgar y rústica metodología que emplearon los macedonios o los romanos en la antigüedad, pero la intención y finalidad es exactamente la misma, sólo ha cambiado aquello que consideramos “enemigo” y se han sofisticado las formas. El rival ya no sería específicamente el extranjero (aunque, en algunos casos, se han creado discordias ficticias con etnias y nacionalidades foráneas para distraer a la ciudadanía en guerras de falsa bandera), sino que, como indicaba Arendt, se trata de un “enemigo pretendidamente invisible” (respecto al autoritarismo propio del poder manejado por la burocracia). En sus palabras: "la dominación burocrática, la dominación a través del anonimato de las oficinas, no es menos despótica porque nadie la ejerza. Al contrario, es todavía más temible pues no hay nadie que pueda hablar con este Nadie, ni protestar ante él". [¿Qué es la política? (Buenos Aires, Paidós, p.50)].Vosotros mismos podéis corroborar esto que Arendt menciona: sólo basta que usted, estimado lector, tenga un problema de índole burocrático con el Estado o con un servicio privado y requiera de atención para solucionarlo: la invisibilidad hará su epifanía al instante.  

Consideremos por un instante que el proceso de atomización actual es una cascada que comienza separando las comunidades del Estado, al ciudadano de su vecindad, pueblo o comarca, los padres de las madres, los hijos de sus padres e incluso al individuo en el seno de la persona misma. No estamos hablando de otra cosa más que del proceso de atomización propuesto por el modelo liberal moderno, preponderantemente anglosajón, el cual toma impulso considerable a raíz del proceso de independización de las naciones que formaban parte de Hispanoamérica. En pocas palabras, podríamos enunciar la concatenación del proceso disolutivo en las siguientes etapas: separación del imperio aglutinante (preponderantemente cristiano-católico), institución de Estados-nación independientes políticamente pero dependientes económicamente de los capitales anglosajones; instauración de regímenes funcionales a los intereses del nuevo imperio dominante; pérdida de la identidad mediante el globalismo liberal y la economía de libre mercado (que lejos de ofrecer crecimiento y soberanía, instala una coerción geopolítica en los países mal llamados “emergentes”), separación de la institución religiosa del Estado (privatización de la espiritualidad); promoción de agendas minoritarias que apuntan al detrimento de la familia y al aislamiento del individuo en pequeños sectores elitistas motivados por intereses muy particulares, casi individuales; etc. El resultado: naciones subyugadas, ancladas en el subdesarrollo y con una comunidad dispersada, separada, aislada, movida por intereses individualistas financiados por capitales foráneos, pérdida de la identidad nacional y la fundación de una estructura política ficticiamente bipartidista que corta la torta y reparte lo sensible a su pleno antojo. 

La naturalización de la inactividad total en el marco de la participación política, bajo el pretexto de unas castas políticas intangibles que sostienen un status quo pretendidamente inmutable e inalcanzable, para posteriormente instalar en la sociedad de manera sistemática un dispositivo de discordia permanente, posibilita una distracción constante en la ciudadanía. En dicho marco, con una población abobada tras el bombardeo mediático considerable en torno a disputas ficticias e intrascendentes, pero siempre visibles, los minúsculos grupos de poder que sostienen las patéticas grietas pueden descansar sobre la seguridad de no contar con oposición real alguna. En otras palabras: las grietas siempre sirven a pocos, y nos destruye a todos. 

La figura del enemigo como hostis, presentada por Carl Schmitt (1888-1985), se subvierte: no es el que viene de afuera para irrumpir aquí dentro, sino que la figura queda representada por un sector previamente seleccionado y promocionado en detrimento de otro, supuestamente contrario e incluso mostrado como contradictorio. En el fondo, dichas dicotomías puestas en los escaparates de los medios, no son tal cosa, sino más bien todo lo contrario: al son del conflicto virtual, de una población que se desgarra así misma en el seno de un territorio común, los representantes de los bandos celebran acuerdos y reparten su botín en conformidad a intereses individuales cuyas consecuencias son pagadas, incluso con sangre, por una mayoría que generalmente participa de la pantomima por acción interesada, por omisión ponderada o por simple y llano fundamentalismo propio de la cultura del abandono del pensar. 

No es casual que las democracias liberales cocinadas al fulgor del capitalismo salvaje se hayan resquebrajado sistemáticamente, hasta el punto álgido de tornarse en regímenes cada vez más desinteresados por las necesidades de los pueblos pero, a su vez, con una capacidad de acción (poder real) intencionalmente responsable de la concentración de dicho poder en sectores cada vez más reducidos y particulares. Tampoco es casual, a causa de lo precedentemente señalado, el descrédito masivo y monumental que manifiestan las sociedades respecto a la efímera y casi invisible participación e intervención concreta por parte de los poderes legislativo y judicial, los cuales se muestran accesorios al poder de turno de una figura presidencial que dista bastante del ideal democrático-participativo y se acerca cada vez más a la figura del monarca que tanto detestan los sectores más posmo progresistas.  

Para concluir, no quisiéramos quedarnos en la simple descripción del proceso disolutivo (intencional) del tejido social. No basta con intentar mostrar lo evidente. Al “divide y reinarás” se lo puede intervenir críticamente, siempre, puesto que siempre que hay dominación, naturalmente hay resistencia a la misma. Salustio (86 AC- 34 AC), el gran historiador romano nos legó un célebre proverbio que versa “las cosas pequeñas florecen en la concordia” (“concordia res parvae crescunt”), también conocido como “la unión hace a la fuerza”, reinterpretado por el poeta alemán Hieronymus Osius (1530-1575) al legarnos que «así como la concordia potencia los asuntos humanos, una vida pendenciera priva a las personas de su fuerza». Es evidente que a pesar del paso de los siglos, la estratagema de atomizar para subyugar se ha encontrado presente, con diversas manifestaciones a lo largo de la historia. Pero también es cierto que en tiempos despóticos la humanidad recurre a su característica esencial de resistir al embate de la disgregación intencional y contrapone su más noble potencialidad en cuanto animal político que somos: “nadie se salva sólo”. 





sábado, 13 de noviembre de 2021

Pensar la finitud para no vivir como muertos vivos

Pero hoy quisiéramos profundizar un poco más sobre el asunto existencial que le da sentido al razonamiento sobre dicha autenticidad, que lo precede y al mismo tiempo lo trasciende, a saber, la muerte, también conocida como la imposibilidad de todas las posibilidades.

Recordemos que el ser-ahí ('dasein', nosotros), ese ser arrojado a un mar de posibilidades inciertas, que no tiene más remedio que ser,  que es único en cuanto que no hay otro ser que se pregunte por su ser excepto él, una vez que es consciente que proviene de la nada y que su destino está estrictamente marcado por la temporalidad, naturalmente se angustia.

Ahora bien, dicha angustia ('angst'), lejos de ser un impedimento que va en detrimento de la existencia, podríamos interpretarlo como signo o revelación justamente de nuestra auténtica condición como seres existentes conscientes plenamente de la finitud que nos toca de manera esencial. 

Ante ello, generalmente, el ser humano no tiene la tendencia a problematizar su ser permanentemente ni mucho menos  intentar comprenderlo de manera cabal y/o contemplarlo evitando  escapar de la banalidad y la trivialidad, sino más bien que pretendemos olvidar dicho signo fáctico de la temporalidad que nos es dada (que nos lleva procesualmente a la muerte), correr nuestra mirada, distraernos frivolizando la existencia al no asumirla cabalmente.

Pensarnos en nuestro ser nos demanda una cierta búsqueda de comprensión de nuestro propio destino, la cual parece ser imposible en el marco de una vida atravesada por distracciones voluntarias, banales y mediocres que tan sólo sirven de placebo para tapar el sol con un dedo.

"La nada que queda del 'antes' y la nada del 'después' que no nos pertenecen en absoluto. ¿Angustiante verdad?"

Sabemos perfectamente que asumir la temporalidad sin permitir la intervención de las precitadas distracciones, es tremendamente difícil, puesto que no vivimos aislados en cuevas de montaña, sino prácticamente al amparo del rol social que nos toca jugar, es decir, de aquello que se espera de nosotros (lo que hagamos, digamos o pensemos).

La autenticidad que mencionamos previamente puede perderse fácilmente, y no es descabellado que así suceda, ya que nuestro propio modo de ser nos implica en la asunción radical de nuestra finitud: Aceptar la posibilidad de no poder dar cumplimiento a todas las posibilidades que podrían desplegarse ante nosotros, tomar decisiones que acarrean correr el riesgo de equivocarnos, o bien arrepentirnos y culparnos por aquellas elecciones que en el pasado abrazamos, no son más que síntomas de coexistir, de manera angustiante, con nuestra mortalidad.

De sabernos infinitos, eternos, nada nos provocaría lamentación o angustia alguna. Si nos angustiamos es justamente por nuestra condición mortal que revela la posibilidad de sentir culpa por un pasado irrecuperable, como también la sensación de abismo que provoca la cruda facticidad de una muerte que aguarda en un futuro incierto.

En ese sentido, nos dará a entender Heidegger, sólo nosotros somos propiamente finitos, en el sentido de que, por ejemplo, los animales no mueren sino que cesan. Al contrario, nosotros no pensamos la muerte como un mero cesar, pero ¿por qué no? Porque la muerte es la posibilidad vivida de que no haya más posibilidades para nosotros; es la posibilidad de que mi mismo ser sea imposible. Nuestra vida sería, entonces, un 'entre' extremos: La nada que queda del 'antes' y la nada del 'después' que no nos pertenecen en absoluto. ¿Angustiante verdad?

El análisis que nos ofreció Heidegger pretende acercarnos esta reflexión: nuestro ser puede interpretarse como una tensión entre pasado, presente y futuro que nos constituye. En otras palabras, somos literalmente temporalidad.

"Hay algo peor que la consciencia de la finitud y la angustia que produce saber que vamos a morir eventualmente y fácticamente algún día, y es la posibilidad de haber vivido una vida vacía, llena de nada"

No es casual que nuestro filósofo considere al tiempo como horizonte de comprensión del ser, el cual es acontecimiento o advenimiento y no tanto presencia permanente. Existir pensando el tiempo sin evasiones clásicas de una vida trivial nos podría dar al menos la chance, considera Heidegger, de apropiarnos de un destino propio, con sentido, auténtico. 

¿A qué va todo ésto? ¿Dónde se supone se encuentra el consuelo? Pues amigo lector, la filosofía no es ni por cerca autoayuda, ni mucho menos pretende cumplir con funciones analgésicas ante los dolores propios de la existencia. Más si les puedo asegurar una cosa: Hay algo peor que la consciencia de la finitud y la angustia que produce saber que vamos a morir eventualmente y fácticamente algún día, y es la posibilidad de haber vivido una vida vacía, llena de nada.

Quien vive intensamente el regalo de la temporalidad, intentando comprender y dar sentido al acaecer de la existencia no es un ser-a-la-mano, un ser-útil ni mucho menos un ser que vivió sin siquiera haber tenido noción alguna de lo que ello implica.

El horror no debería producirse por pensar la muerte en sí misma como imposibilidad de toda posibilidad, sino por no haber considerado jamás posibilidad alguna de existencia que haya valido la pena haber sido vivida. En otras palabras, se trata de pensar nuestro ser desde la muerte para no vivir como muertos en vida.

jueves, 4 de noviembre de 2021

¿Te animas a ser tú, por siempre?

“¿Te animas a ser tú, por siempre?” – Lisandro Prieto Femenía

En la presente ocasión intentaremos abordar un asunto filosófico atemporal, pero que nos interpela justamente en lo más propio de nuestro ser, nuestra finitud. Bien sabemos que somos el único ser que se pregunta por su ser y que nuestra existencia está marcada por una infinidad de posibilidades de existencia, más sólo una única posibilidad es, a su vez, la que puede aniquilar todas las demás, a saber, la muerte. Ante este acontecimiento, el más fáctico y concreto, pensamos el transcurrir de la vida, nuestra vida. Pero hoy sólo nos centraremos en la percepción que tenemos de nuestro propio acontecer vital.

En un fragmento de la adaptación cinematográfica  (2007) de la novela “El día que Nietzsche lloró” (Irvin D. Yalom; 1992) el personaje Nietzsche le regala al trastornado Dr. Bauer un pensamiento: “¿Qué sucedería si un demonio te dijera que esta vida, como la vives ahora, como la viviste en el pasado, deberías vivirla otra vez e incontables cantidad de veces más? No obtendrías nada nuevo: cada dolor, cada alegría, cada detalle o cosa importante, ser repetiría en tu vida. La misma sucesión, la misma secuencia, una y otra vez, como el reloj de arena del tiempo. Imagina la infinitud. Considera la posibilidad de que cada acción que elijas, la elijes para toda la eternidad.  Entonces toda la vida sin vivir quedaría dentro tuyo, sin vivir, para siempre”. Por supuesto que el pensamiento ofrecido por el filósofo a Joseph Bauer  le resultó extremadamente espantoso. ¿Por qué?

Básicamente porque la propuesta del eterno retorno de lo mismo apela a un vitalismo que abraza la vida como indica la locución latina “amor fati” (amor al destino; amor a la tierra), que no es más que una aceptación rotunda de la existencia fáctica con todo lo que ella acarrea: felicidad, dolor, decepción, enfermedad, privación, salud, tristeza, duelo, etc. En palabras del mismo Nietzsche: “mi fórmula para expresar la grandeza en el hombre se reduce al deseo de que nada sea distinto respecto a lo que es o ha sido; ni en el pasado, ni en el futuro ni en la eternidad. No solo hablo de soportar lo necesario, sino de no disimularlo o incluso de amarlo con creces” ¿Resulta factible comprender la idea de aceptación de mi existencia tal como se ha ido dando y como yo la he ido realizando? ¿Aceptarías vivir esta vida una y mil veces más? Pues ahí radica el meollo de la reflexión ofrecida: de amar la vida, de tener ese sentimiento de aceptación de la misma y de contar con la fortaleza de asumirla como tal, pues no deberías tener problema alguno en asumir la posibilidad de vivirla repetidamente de manera indefinida. Arduo ¿no?

Respecto a la precitada cuestión de la asunción de la vida,  Miguel de Unamuno, en su monumental obra “Del sentimiento trágico de la vida”, nos dirá que debemos pensar en la existencia del hombre de carne y hueso, no la abstracción filosófica y despersonalizada que etiqueta al humano existente como animal político o racional, sino aquel ser que, sabiendo que va a morir, quiere persistir en su ser (idea adoptada del conato de Spinoza): “[…] es decir, que tú, yo y Spinoza queremos no morirnos nunca y que este nuestro anhelo de nunca morirnos es nuestra esencia actual[…]”. En estos dos sencillos términos, a saber, sobrevivir y buscar ser inmortal, Unamuno condensa un atisbo de definición de nuestra esencia. Pero va más allá, puesto que no debemos confundir permanecer y ser por siempre. Miguel, de manera similar a Nietzsche, también nos interpela a que abracemos nuestra propia existencia con noble aceptación de lo propiamente vital:   “[…] más y cada vez más; quiero ser yo y, sin dejar de serlo, ser además los otros, adentrarme la totalidad de las cosas visibles e invisibles, extenderme a lo ilimitado del espacio y prolongarme a lo inacabable del tiempo. De no serlo todo y por siempre, es como si no fuera, y por lo menos ser todo yo, y serlo para siempre jamás. Y ser todo yo, es ser todos los demás. ¡O todo o nada![…]”.  

Y vamos más allá todavía. No conforme con la posibilidad de la muerte, el hombre concreto que nos presenta Don Miguel no quiere jamás dejar de ser él mismo. Morir para pasar a ser otra cosa, lejos de ser suficiente o reconfortante, es más bien motivo de pavura: «No quiero morirme, no; no quiero, ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí, y por esto me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia.». La reflexión seguirá girando en torno a la dignidad que conferimos a nuestra propia existencia en cuanto que aún pudiendo vivir en condiciones que consideremos no óptimas, podamos tener el valor que aceptarnos y encarar nuestra vida con esta guía: haga lo que haga, me suceda lo que me  suceda, ésta es mi vida y así estoy dispuesto no sólo a transcurrirla, sino también a desear que así sea, para mí, por siempre. Repetimos la interpelación: difícil, ¿no? 

Semejante dilucidación no depende del orgullo o de la épica con la cual los insensatos bravucones típicamente pedantes se autoperciben, sino más bien de la decisión sobria de existir sin el resentimiento constante que produce la sensación frustrante y persistente de haber querido ser o hacer otra cosa que no somos. En este sentido la filosofía no es un tipo de saber abstracto y teórico, se torna un modo de vida práctico y vital, cotidiano y pretendidamente eterno. A la manera como el estoicismo nos ha propuesto literalmente una forma de vida que esquive las pasiones negativas, el existencialismo vitalista de Nietzsche y Unamuno nos invita pensar en una eternidad (en un caso, imaginaria, en otro, pretendida) que se gesta en un presente fáctico y escurridizo en el cual no debe dase espacio alguno al resentimiento y las lamentaciones que tornan “lo que fui ayer allí, lo que soy aquí y ahora” en un insufrible y permanente “lo que no fui ayer, lo que no estoy pudiendo ser hoy, y lo que jamás seré luego”. 

El tormento de Bauer al darse cuenta que su vida es voluntariamente miserable y que podría serlo así por siempre, reveló su camino hacia la felicidad: mientras estés vivo, realmente vivo, estás a tiempo de dejar de ser eso que jamás quisiste ser. Mientras vivas a la manera de la aceptación de tu existencia (no hay que confundir esto con conformismo en absoluto), no hay razón para no querer vivirla, así, sin lamentaciones limitantes, por siempre.