viernes, 27 de mayo de 2022

"Escarbando en la angustia que da sentido a la existencia"- Lisandro Prieto Femenía.

“A unos, los excitaba Ares; a los otros, Atenea, la de los brillantes ojos, y a entrambos pueblos, el Terror, la Fuga y la Discordia” (Fobos, Deimos y Enio). 
Homero, La Ilíada (Canto IV, verso 440) 

En previas ocasiones hemos tenido la oportunidad de reflexionar y mencionar la importancia del concepto de angustia en la filosofía existencial de Martin Heidegger, refiriéndonos particularmente al rol que la misma ocupa en la analítica existenciaria del único ser que se pregunta por su ser. En pocas palabras, se podría decir que la angustia que nos planteaba Heidegger es propiamente “un miedo sin objeto” determinado puesto que es la sensación de completa indeterminación que propicia la vida inauténtica de la masa, que es esa vorágine cotidiana que nos bombardea mediáticamente con un solo fin: propiciar el abandono voluntario del pensar reflexivo. 

 

En primer lugar, es preciso diferenciar la angustia de la fobia, puesto que la figura de Fobos, en la mitología griega, suele confundirse con el concepto filosófico que aquí quisiéramos, someramente, explorar. Pues bien, Fobos es hijo de Ares, representación de la guerra, y Afrodita, la belleza y el deseo, y su personificación suele representar al miedo propio que se infunde mediante el espanto a los soldados que iban al frente de batalla. Su epifanía siempre provocaba la huída despavorida, el horror paralizante ante la explícita contemplación de un peligro casi imposible de evadir. Los romanos, posteriormente, lo representarán bajo el nombre de Timor, vocablo del que procede "temor", el cual siempre estaba asociado a Deimos, entendido como dolor y/o angustia que trastoca a la psiquis de manera determinante, en conjunto con su "hermana", Enio, asimilada a la aniquilación propia de las masacres de guerra. 

 

Pues bien amigos, como hemos sostenido una y mil veces, pensar es peligroso y causa angustia. Y pensar-se, de acuerdo a lo precedentemente explicitado, produce generalmente esa angustiosa cercanía a la nada. Y la vecindad a la nada nos provoca esa sensación de vértigo ante el abismo en nuestro ser, porque nos expone a la posibilidad de la dimensión patente de carencia de sentido de “lo dado”, posicionándonos en un no lugar provisorio con y frente a otros, nuestros otros, la entidad que nos cobija a diario. 

 

La característica que hace distinguir a la angustia del miedo es que ella no tiene un motivo único que la provoque, mientras que el segundo dispone de disposiciones, situaciones, objetos y realidades que directamente lo disparan. Por ello el miedo siempre tiene cierta explicación, pero, por el contrario, cuando queremos explicar por qué estamos angustiados no podemos verbalizarlo cabalmente ni demostrarlo empíricamente: es temor de todo y de nada, a la vez. Ahora bien, y tratando de seguir el hilo lógico de la argumentación existencial heideggeriana, esa “sensación”, lejos de ser una condena o un padecimiento estrictamente negativo, es signo claro de que se está transitando por la senda del pensar. Generalmente, las personas que no se angustian por nada, es porque no les importa básicamente nada. La preocupación, y posterior ocupación y cuidado ante la angustia que revela la nada es claro síntoma de estar existiendo auténticamente puesto que tras esa instancia existencial uno puede dilucidar el universo de posibilidades de existir que provee el tener consciencia de ser en el mundo, aunque sea en estado de arrojo, y vivir con dignidad y sentido sabiendo perfectamente que sólo hay una posibilidad que aniquila todas las demás posibilidades: la muerte. 

 

Y Ud. lector, a esta altura se estará preguntando si realmente vale la pena angustiarse por el análisis reflexivo y la búsqueda de sentido de nuestra existencia. Tal vez también estará pensando que hay otros motivos por los cuales uno se angustia, que no tienen nada que ver con los oleajes existenciales y filosóficos precedentemente detallados. Pues sí, es cierto, hay más, siempre hay más, así de compleja y extensa puede ser la existencia cuando uno intenta pensarla. Es indudable que sufrimos, cada cual por lo suyo, porque nos pasan cosas que nos impactan, nos golpean, nos sorprenden y nos deja perplejos: uno no espera jamás la muerte de un hijo, la pérdida del trabajo o la aniquilación de la posibilidad de un amor que pudo ser y no fue, entre tantas cosas. Pues bien, el sufrimiento se encuentra presente patentemente en lo más propio de nuestro transcurrir existencial que se da en un tiempo finito, colmado de posibilidades sublimes y atroces a la vez (éxito y desgracia se turnarán caóticamente, a veces, a destiempo y a contrapelo de nuestros deseos y esfuerzos). 

Justamente es Kierkegaard quien nos enseñará que es el mar de posibilidades de existencia del hombre el causante de nuestra angustia, puesto que su inmensidad no se correlaciona con nuestra finitud. Según su caracterización, somos una mezcla entre bestia y ángel ya que coexiste en nosotros lo divino y lo estrictamente mundano, lo cual genera una tensión muy fuerte ya que la infinitud propia como posibilidad se topa con la facticidad de la muerte. Ahora, nuestro encuentro con dicha angustia, lejos de ser un sentimiento corrosivo, es más bien una oportunidad catártica que nos permite imaginar múltiples posibilidades ante la crudeza de una realidad que se muestra como definitiva. Al parecer, según Kierkegaard, el don de la angustia nos entrena para enfrentar con dignidad los embates de una existencia que esconde tras de sí un sinnúmero de potenciales embates desagradables que son posibles, pero aún no reales. Podría decirse que nuestro filósofo danés nos da la pauta de concebir a la angustia como un sentimiento que nos prepara, entrena, y por qué no, nos educa en la finitud misma. 

 

El gran Maestro Eckhart por su parte, nos dirá (desde otra óptica que no es la existencialista del Siglo XX) que sufrimos justamente porque somos "un punto entre el tiempo y la eternidad". En este caso, la angustia se produce por la sensación limítrofe producida entre sentirse parte de un eco eterno (que con Eckhart se trataría del estar incluidos en la unidad de la divinidad, con lo Uno) y la sensación de futilidad propia de una existencia carente de cualquier atisbo de permanencia. Ahora bien, tanto unos como otros, parados en veredas filosóficas aparentemente distantes, no parecen estar tan en desacuerdo conforme a la postura que podemos tomar frente al mismo hecho angustioso existencial. En este caso, el Maestro nos indicará que el camino es el del desasimiento, a saber, el desapego o desprendimiento del deseo por las cosas intrascendentes mundanas. Quien pretenda seguir esa vía, "no busca la tranquilidad, porque ninguna intranquilidad lo puede perturbar [...] Esta actitud no se puede aprender mediante el escape (la huída), es decir, que exteriormente huya de las cosas y vaya al desierto; por el contrario, se deberá aprender a tener un desierto interior dondequiera y con quienquiera que esté".  

 

Nos quedará pendiente para otra reflexión el tema del desierto y toda su significancia. Por el momento, nos limitaremos a enfocarnos en el aspecto que dicho escenario representa: el pensar, el pensarnos que nos angustia, es siempre una búsqueda de trascendencia. Dicho por uno o por otro, el camino es bastante similar en cuanto al considerar al pensamiento desde la lejanía necesaria que propicia la reflexión, en contraposición al estilo de vida propio del maniquí que se siente en la necesidad de ser mostrado en el anaquel virtual de la notoriedad evanescente a la que nos interpela el panóptico productivo y consumista propio de la vida postmoderna y decadente.  El "desierto" nos simboliza la emoción estrictamente subjetiva e intransferible a lo colectivo, puesto que la angustia es justamente algo que se puede vivenciar en la más cabal soledad que nos permite aislarnos del ruido innecesario y nos conecta con lo más privado e íntimo de nosotros mismos: nuestra percepción de los límites propios de la finitud. 

             

Generalmente tratamos de derivar nuestras reflexiones a cuestiones que atienden particularmente a nuestro rol en una comunidad o en una sociedad determinada, cuál podría ser nuestro aporte en cuanto seres pensantes, activamente dispuestos a participar críticamente en aquello que nos aqueja y que requiere de atención de la razón lúcida. Pero como habrán podido apreciar, queridos amigos, lo de hoy va por otro lado. El planteo y la disputa filosófica aquí se da entre uno y uno mismo pensándose a sí mismo como existente con sentido. 

 

Para finalizar, queremos retomar el pensamiento de Kierkegaard, que decide definir a la  angustia como "la posibilidad misma de la libertad". Esa "posibilidad" que habilita la angustia abre la chance de un futuro condicionado no sólo por la facticidad del tiempo y de los hechos, sino también por la intervención de nuestra propia voluntad, mediada por su correspondiente libertad, para tomar las riendas sobre el asunto existencial de nuestro actuar.  Por ello siempre es fundamental comprender que la posibilidad de pensarnos (no relatarnos; no retratarnos) es parte crucial del proyecto consistente en  asumir que a pesar de la finitud, la muerte, la enfermedad, la desgracia, el fracaso, el temor a la maldad y a la injusticia, vale la pena seguir viviendo. 





lunes, 16 de mayo de 2022

"Exponiendo la quantitas que destroza la qualitas de nuestra educación"- Lisandro Prieto Femenía 

"Culpar a otros de nuestras desdichas es una muestra de ignorancia;  

culparnos a nosotros mismos constituye el principio del saber;  

abstenerse de atribuir culpa a otros o a nosotros mismos,  

es muestra de perfecta sabiduría

Epicteto 

Hoy queremos acercarles una reflexión en torno a los tiempos propios del verdadero conocimiento. En múltiples oportunidades hemos dicho que se puede hablar de conocimiento cabal cuando surge la comprensión, que es esa epifanía representada en la imposibilidad de olvidar algo porque fue bien aprendido (y consecuentemente, bien enseñado). En un texto titulado "Aurora", específicamente en su Prefacio, Nietzsche nos indica una pauta ejemplar al señalar la necesidad de aprender lentamente diciéndonos: "Este Prólogo llega tarde, aunque no demasiado tarde; ¿qué más da, a fin de cuentas, cinco o seis años? Un libro y un problema como éstos no tienen prisa; además, tanto mi libro como yo somos amigos de la lentitud. No en vano he sido filólogo (...) «filólogo» designa a quien domina tanto el arte de leer con lentitud que acaba escribiendo también con lentitud. No escribir más que lo que pueda desesperar a quienes se apresuran, es algo a lo que no sólo me he acostumbrado, sino que me gusta, por un placer quizá no exento de malicia. La filología es un arte respetable, que exige a quienes la admiran que se mantengan al margen, que se tomen tiempo, que se vuelvan silenciosos y pausados; un arte de orfebrería, una pericia propia de un orfebre de la palabra, un arte que exige un trabajo sutil y delicado, en el que no se consigue nada si no se actúa con lentitud." 

Tal como lo sugiere Nuccio Ordine, las precitadas palabras deberían estar grabadas en piedra sólida en la puerta de cada una de las escuelas del mundo, como claro signo de claridad contra la prisa destructora de todo proceso complejo de comprensión. La paradoja aquí planteada es la siguiente: formamos profesionales en una carrera contra el tiempo, puesto que el tiempo es dinero, y perdemos en el camino la posibilidad de dar calidad a aquello que los cartones dicen acreditar: saber. Como todo lo bueno en la vida, para formar personas pensantes, creativas, resolutivas, inspiradoras, es preciso un proceso pedagógico y cognitivo sin presiones ni prisas. Ahora bien, si prestamos un poco de atención a las exigencias a las que son sometidos profesores de todo el mundo para conseguir resultados utilitaristas, cumplir con promedios de aprobación y de rendimiento académico, notamos que evidentemente hay un conflicto que denota una contradicción pragmática peligrosa y engañosa: aprender o certificar que se aprobó una asignatura curricular.  

La lógica del beneficio de la velocidad, precedentemente enunciada, está arruinando literalmente el espíritu de la escuela, la universidad, en fin, la enseñanza toda. Así como con exceso de emisión monetaria sin respaldo se logra la devaluación de una moneda, con la educación sucede algo similar: emitir cientos de miles de certificaciones que dicen acreditar saber año tras año, para incrustar a la fuerza en un mercado laboral salvaje a miles de jóvenes profesionales, sin experiencia laboral alguna y con contenidos aprehendidos tironeados de los pelos por el tiempo que demandan los créditos, sin duda alguna devalúa y genera una "inflación" educativa cuyo daño ya se está percibiendo en todo el mundo. En teoría, un docente no debería empeñar todos sus esfuerzos en acumular puntajes en Juntas de Clasificación, en contar con becarios y tesistas para alimentar su currículum y sus posibilidades de ascenso (al estilo empresarial), en asistir a eventos académicos innecesarios caracterizados por la pompa más que por la experiencia propia de compartir conocimientos fructíferos, etcétera. La preocupación primordial de cualquier profesor podría estar puesta en la preparación de una buena clase, lectura y relectura de materiales para ofrecer a los alumnos, empeño y dedicación en pos de la búsqueda de la comprensión por parte de los aprendientes. Y tal vez ésto no sucede, no porque no existan docentes comprometidos, probos y excelentes, sino básicamente porque la atención, el reconocimiento y el financiamiento siempre están puestos en lo accesorio previamente señalado y no en lo simplemente esencial.  

Dejemos de lado, por un momento, el aspecto tristísimo de encontrarnos con licenciados que no pueden dar fe de aquello que se asegura haber comprendido mediante la aprobación de créditos académicos y certificaciones curriculares; con médicos que cometen errores totalmente evitables; contadores y administradores de empresas y finanzas que desconocen completamente la matriz básica del funcionamiento de una economía simple; abogados que carecen totalmente del principio de realidad o lógica propia de la jurisprudencia o el docente que debe enseñar a leer y escribir a los pequeños y su ortografía, gramática, vocabulario y sintaxis dan pavor. Lo que hoy queremos analizar no es eso, no creemos estar en condiciones o estar a la altura necesaria para darle su correcto tratamiento.  

Sí nos interesa plantear un problema: ¿cómo se escapa de la lógica utilitarista, mercantilista de la educación para ahondar en otro modelo, otra forma, más sensata y necesaria, a fin de producir, mediante un sistema educativo coherente, seres libres, pensantes, prósperos y felices? Imaginemos por un segundo en la posibilidad de que nuestros sistemas educativos abandonen algún día la estricta economicidad con la que se proponen "educar" y se dediquen a formar a los alumnos seriamente y sin la prisa que se centra más en la cantidad que en la calidad. Pensemos por un instante un mundo en el cual el esfuerzo que ponemos en nuestro proceso formativo se proyecte en un sinnúmero de personas que trabajan de algo que aman, porque estudiaron algo que les gusta y que disfrutan apasionadamente. Y aquí los amantes de la filosofía, las letras y las artes tenemos un problema agobiante y persistente: la imposición de la utilidad que niega toda posibilidad de eficacia a carreras denominadas inútiles para un mundo totalmente mercantilizado y mecanizado que lejos de querer contar con ciudadanos libres, pensantes, críticos y disruptivos necesita de clientes obedientes, acríticos, apolíticos y fáciles de sensibilizar. 

¿Se dan cuenta, amigos lectores, el nexo existente entre educación y libertad que acabamos de exponer? Pero ahora bajemos de nuevo a éste mundo, nuestro mundo, en el cual educar es invertir, pero no de la manera benévola que vosotros seguramente estaréis pensando. Ordine nos lo explicita de manera contundente, al indicar que los sistemas de evaluación y las reglas a las que los profesores de todos los Niveles y Modalidades del Sistema Educativo, a nivel mundial, están dictados por tres grandes Agencias Internacionales: el Banco Mundial, la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico y la Organización Mundial del Comercio. Quienes financian los rendimientos educativos saben perfectamente que la rentabilidad no se encuentra en la formación de hombres y mujeres libres y críticos, en la promoción variada de la cultura, el arte, las letras y el pensamiento, sino en la reproducción sistemática en masa de futuros y potenciales consumidores apacibles. Contrariamente a ello, todos pensamos, y queremos pensar, que en realidad las instituciones educativas nos deberían formar ciudadanos que no asocien los grandes valores de la vida con el valor monetario de adquisición de bienes y servicios. 

Y aquí pasamos, para concluir esta breve reflexión, a mi problema ético filosófico favorito: el puente entre la educación y la felicidad. En reiteradas oportunidades hemos expresado que es imposible ser feliz desde la esclavitud, y siguiendo el hilo lógico de lo precedentemente expuesto, es evidente que la única herramienta noble y eficaz para encauzarnos en la búsqueda de dicha libertad es, no me queda duda, la educación (no la sistematizada al estilo de pollos de granja engordando al mismo tiempo, sino la que apunte siempre a la comprensión). 

Contrariamente a la tan promocionada ética del exitismo consumista, Aristóteles nos indicaba que las riquezas, el honor y las alabanzas públicas son parafernalias comparadas con la felicidad que se puede experimentar mediante una vida virtuosa que consiste en una constante búsqueda de comprensión que posibilita vivir dignamente. Mantener la búsqueda permanente de la felicidad mediante la formación continua y la promoción del pensamiento crítico y creativo, lejos de ser un ideal atemporal podría ser planteado como una meta y un derecho humano básico a resguardar, puesto que una persona que aprende para ser libre es un ciudadano que tiene más chances de sentirse y de ser parte de una comunidad a la cual le debe su parte, y con orgullo podrá brindar dicho aporte puesto que para ello abocó tantos años de estudio y esfuerzo con un sentido que excede y trasciende el mero mercado laboral y apunta a conformar una sociedad en la cual el bien común puede transformarse en una realidad cotidiana y no en un cliché moral nostálgico de un tiempo que pudo ser y nunca fue.