viernes, 29 de octubre de 2021

Desnaturalizando la servidumbre voluntaria – Lisandro Prieto Femenía

editorial de Jesús

En una emblemática y conocidísima editorial de su programa, el periodista y escritor español Jesús Quintero nos regaló un mensaje exquisito que hoy vamos a analizar respecto a un asunto inquietante para muchos, pero intrascendente para una gran mayoría, a saber, el tipo de existencia que responde a la servidumbre voluntaria. Nos advierte  Quintero: “Siembre ha habido analfabetos, pero la incultura y la ignorancia siempre se habían vivido como una vergüenza. Nunca como ahora, la gente había presumido de no haberse leído un p#@* libro en su jo#*@* vida, de no importarle nada que pueda oler levemente a cultura o que exija una inteligencia mínimamente superior a la del primate. Los analfabetos de hoy son los peores, porque en la mayoría de los casos han tenido acceso a la educación: saben leer y escribir, pero no ejercen. Cada día son más, y cada día el mercado los cuida más y piensa más en ellos. La televisión cada vez se hace más a su medida. Las parrillas de los distintos canales compiten ofreciendo programas pensados para una gente que no lee, que no entiende, que pasa de la cultura, que quiere que la diviertan o que la distraigan aunque sea con los crímenes más brutales o con los más sucios trapos de portera.  El mundo entero se está  creando a la medida de esta nueva mayoría, amigos. Todo es superficial, frívolo, elemental, primario, para que ellos puedan entenderlo y digerirlo. Esos son socialmente la nueva clase dominante aunque, siempre será la clase dominada, precisamente por su analfabetismo y su incultura, la que impone su falta de gusto y sus morbosas reglas. Y así nos va… a los que no nos conformamos con tan poco, a los que aspiramos a un poco más de profundidad, un poquito más hombre, un poquito más…”  

Muchos de los actualmente existentes hemos tenido la oportunidad de experimentar en nuestra vida la experiencia de un bisabuelo o abuelo que a veces o, en el mejor de los casos, a duras penas, pudo terminar su educación primaria o elemental. Se trataba de un mundo que no exigía doctorados para acceder al empleo y/o al emprendimiento de cualquier tipo de empresa. Y sí, como bien indica Jesús, uno notaba en ellos que el no saber leer o escribir, lejos de ser motivo de orgullo, producía una sensación de carencia que conllevaba a cierto tipo de vergüenza, básicamente porque en ese mundo y en ese tiempo, “no saber” o “no poder” era literalmente una limitación en absoluto ponderada. Claro ejemplo de ello es la consideración que se tenía sobre los docentes en ese entonces: se trataba de un ciudadano ilustre, totalmente digno de respeto y admiración por parte de su sociedad, el cual disponía de un capital cultural que le permitía ocupar un lugar social (de prestigio, no económico) privilegiado, justamente porque en los docentes devenía la responsabilidad de educar a los hijos y nietos de esa generación mayoritariamente analfabeta.  

Pues bien, nos dice Quintero, de ese mundo al actual, hubo una transvaloración diametralmente opuesta que le quitó el velo de la vergüenza a ese “no saber” y lo convirtió, literalmente, en un talento. Sí, en un talento. Y no es necesario dar ejemplos concretos, puesto que todos los que puedan estar leyendo este artículo conocen perfectamente el tipo de contenidos virales, masivos y deseados que circulan por las redes sociales y el prime-time de la TV. En la casi totalidad de dichos contenidos, el modelo no es el profesor que mencionábamos precedentemente, no es la brújula moral que busca equilibrar la coherencia entre pensar, decir y hacer, sino más bien todo lo contrario. Cuanto más vulgar, trivial, banal e insensible es el contenido que se ofrece, mas poder de consumo recibe. Esto no es casual ni accidental: los productos “culturales” más vendidos son aquellos que tienden a la entretención sin implicación interpretativa o crítica alguna y se presentan benevolentemente como medios para “desenchufarnos” de una existencia agobiante. 

El hecho de contar con poblaciones formalmente “educadas”, con acceso a la educación y con un mercado laboral que hace imprimir certificaciones académicas a la manera que la casa de la moneda imprime billetes y, al mismo tiempo, asistir a un tiempo en el cual se celebra abiertamente el abandono el pensar crítico, es lo que Quinteros señala cuando nos indica que “saben leer y escribir, pero no ejercen”. Este asunto es particularmente grave dado que nos encontramos en un tiempo catastróficamente paradójico: nunca en la historia la humanidad tuvo tantas facilidades y medios para acceder al conocimiento como hoy y, sin embargo, nunca se ha registrado que dicha población capacitada renuncie tan cabalmente a cualquier atisbo de actitud crítica ante “lo dado”. Podemos apreciar cómo se pasó de la ilusión de la educación (y el arte) como medio emancipador o de ruptura al status quo, de movilidad social, a su opuesto trágico: la educación y la cultura como accesorio, medios de consumo para la adquisición de capital cultural que acredita puntaje y no necesariamente saber. 

En ese sentido, consideramos interesante el aporte que nos brindaron Adorno y Horkheimer en torno al tratamiento de la “industria cultural” como el dispositivo de poder que instala un mercado de mercancías culturales que le arrasan a la obra de arte su capacidad de ruptura, que no es nada más ni nada menos que su potencia para develar críticamente aquello con lo cual la sociedad no está conforme. Como también oportunamente lo señaló Benjamin al referirse a la pérdida del aura de la obra de arte, confluyen aquí en considerar que dicha industria reemplaza lo crítico por lo entretenido, a los fines prácticos de mantener el malestar apaciguado, disfrazando dichos productos en medios para “desenchufarnos”. A fin de cuentas, como pudimos apreciar en la maravillosa obra de hermanos Wachowski (“The Matrix”), en la quimera de una supuesta liberación de los pesares se encuentra la clave de nuestra esclavitud. 

Justamente por ello es fundamental recordar, aunque sea por un instante, aquello que nos advertía Étienne de La Boétie (1530-1563) en su inmortal “Discurso sobre la servidumbre voluntaria” al expresar que “la libertad, un bien tan grande y deseable” una vez que se pierde, “todos los males sobrevienen, y aún los bienes que quedan después pierden por completo su gusto y saber corrompidos por la servidumbre”. ¿Cómo renunciar al bombardeo mediático y cultural-mercantil al que somos sometidos cotidianamente? No es para nada sencillo responder a dicha pregunta en un breve artículo de opinión, pero si de algo nos sirve el aporte de La Boétie, podemos ofrecer un atisbo de dilucidación: así también los tiranos, cuanto más roban, más exigen, más arruinan y destruyen, más se les da y más se les sirve, tanto más se mortifican y se hacen continuamente más robustos y vigorosos para aniquilarlo y destruirlo todo, pero si no se les da nada y no se les obedece, sin combatirlos ni golpearlos quedan desnudos y desechos y no son ya nada…” . En resumidas cuentas, a veces no obedecer ciegamente, es suficiente como para considerarlo un comienzo para nada despreciable que nos invita a darnos cuenta que es posible otro camino, el de permitirnos detenernos un segundo a dudar y cuestionar a la vorágine de consumo innecesario que nos implica tiempo, energía e incluso cierta pérdida de nuestra capacidad crítica reflexiva.  

Consecuentemente, el contemporáneo filósofo surcoreano Byung-Chul Han nos demuestra en su discurso en torno a la autoexplotación voluntaria que en la precitada lógica de la industria cultural el nivel de alienación es tal que ni siquiera somos conscientes que estamos siendo explotados. Y eso no es todo, puesto que agrega que en la banalidad de creer (o comprar el paquete de idea) que “nos estamos realizando”, no hacemos más que explotarnos a nosotros mismos. Coincidiendo con La Boétie (a pesar de los 6 siglos que los separan) Byung-Chul Han nos remarca que el nivel de sofisticación del neoliberalismo es tal que ni siquiera podemos apuntar la mira a un enemigo visible, lo cual nos convierte a nosotros mismos en nuestros propios regentes domadores y promotores del servilismo voluntario, acarreando con ello las consecuencias que paga nuestro cuerpo y nuestro entorno social más íntimo. 

Como hemos podido apreciar, los medios para atender al kantiano “sapere aude” (atrévete a saber; ten el valor de usar tu propia razón) los tenemos al alcance de la mano, generalmente a través de dispositivos de pocas pulgadas que sostiene la palma de una mano. Pero eso no es suficiente si no comenzamos a sentir la necesidad de superar la superficialidad banal con la que se nos muestra una realidad inexistente pero entretenida. Ese clamor de “un poquito má hombre!” debe dejar de ser un tabú de una minoría que no encuentra su lugar en el escenario caótico y divertido que subyuga toda posibilidad de alzar la frente y preguntar ¿es esto suficiente?, ¿qué nos estamos perdiendo por aceptar servilmente la naturalización de la vulgaridad?, ¿qué vida hay más allá de los límites del reinado de la trivialidad entretenida? 


viernes, 22 de octubre de 2021

Empatía envuelta en celofán de 8 bits

“Empatía envuelta en celofán de 8 bits” – Lisandro Prieto Femenía

Según la Real Academia Española,  el término “empatía” (del griego “empátheia”: “em”, “en”, “dentro”; “pathos”, “afección”, “sentimiento”, incluso “dolor”) puede significar la capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos, o bien, en términos generales, es un sentimiento de identificación con algo o alguien. A diferencia de la “simpatía”, que expresa mayormente una participación estrictamente subjetiva dirigida al afecto o afinidad espontánea que puede experimentarse inmediatamente por tal o cual cosa o persona, en la empatía juega un rol decisivo la razón que busca una objetividad mediante la comprensión crítica de una situación concreta. En otras palabras, ser empático no es espontáneo, sino que se consigue mediante el pensar reflexivo y el hábito del uso de la razón.

En este sentido, es pertinente recordar la  máxima que versa “homo sum, humani nihil a me alienum puto” (“soy hombre, nada de lo humano me resulta ajeno”) enunciada por  Publio Terencio Africano (194 A.C – 159 AC) en su comedia denominada Heauton timorumenos” (“El que se atormenta a sí mismo”, “El enemigo de sí mismo” o “El verdugo de sí mismo”). Otra posibilidad de lectura e interpretación del precitado proverbio podría ser “soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño”, ya que, como dijimos previamente, la empatía nos permite identificarnos con otro que si bien es distinto, yo puedo sentir su pathos como propio y no como ajeno y ello podemos ejemplificarlo cuando experimentamos que el dolor de otro nos duele en su análoga intensidad.

Como podemos apreciar, no es fácil lograr “ponerse en los zapatos del otro”, puesto que implica un grado de comprensión considerable que nos permita tener un esbozo claro del sentir de otro que es como yo, en algunos aspectos, pero es estrictamente “otro” en su particularidad, la cual es digna de ser entendida para contar con una noción cabal de su sentir en un momento determinado. 

Ahora bien, en plena era de las redes sociales y telecomunicaciones masivas resulta que las vidrieras digitales que muestran nuestras vidas mediante fotos, videos y una cantidad limitada de caracteres nos revelan una aporía contradictoria interesante: todos pueden ver tu dolor y reaccionar virtualmente a tu situación (pueden aparentar un sentimiento mediante un emoticón, una reacción tridimensional concreta o un comentario pretendidamente sentido) y, simultáneamente, no sentir absolutamente nada por nadie sin que se note explícitamente. 

Pero vamos más allá de la reacción simplista y ficticia en una red social ante la publicación de un suceso personal e íntimo de una persona. Supongamos por un instante que un usuario de cualquier plataforma social solicita abiertamente ayuda porque se encuentra en una situación extremadamente acuciante. Los invito a realizar el experimento social: notarán que de sus 250 contactos de “amigos” de dicha red, con suerte 10 reaccionarán, 30 compartirán la publicación (para cumplir con la pantomima de la empatía de la divulgación), posiblemente 5 comentarán, de los cuales, por milagro divino, tal vez, 1 ayudará. Evidentemente no se trata de una regla general y los números pueden variar, pero si hacéis la prueba, se darán cuenta del punto en el que nos enfocamos.

Es preciso agregar a lo previamente enunciado que es masivamente conocido el dato de que las reacciones virtuales provocan reacciones neuronales similares a las que acontecen cuando recibimos una recompensa en la vida real. Sentir placer al recibir un like y frustración al no recibir ninguno, son los resultados psicológicos científicamente probados al analizar el comportamiento de los usuarios de los anaqueles virtuales. Leído de esta manera, podría interpretarse como una trivialidad típica de nuestro tiempo, pero bien sabemos que no es tan banal, puesto que la cantidad de tiempo que pasamos participando de la exposición mediática es considerable y la importancia que se le da al sistema de rechazos o recompensas de la misma es cada vez mayor.

Podríamos divisar con facilidad las consecuencias afectivas que nos está legando la era del panóptico virtual al notar que las personas, en particular la juventud, cursa en este momento por una existencia emocionalmente insensible que impide radicalmente tener real empatía por alguien que está atravesando por una situación concreta (ya sea de dolor o placer), fruto de la conformación de una ciudadanía cada vez más individualista que mientras pide a gritos ser vista y reaccionada, no tiene la menor intención de hacer absolutamente nada por nadie.

Ante todo lo dicho aquí, es crucial que podamos preguntarnos ¿son las redes sociales el medio para expresar verdadera y sentida empatía? Y, correlativamente, ¿es el medio adecuado para revelar ante centenares de personas un acontecimiento íntimo y privado que me produce una emoción profunda, ya sea ésta de dolor o felicidad? ¿Es realmente necesario exponer en tal vidriera digital todo cuanto acontece en nuestra cotidianidad? ¿Es real la empatía que se expresa mediante una reacción virtual? ¿Puede un emoji de 8 bits expresar sensatamente nuestra empatía? ¿Qué se pierde en el medio? 

No es simple responder taxativamente a estas preguntas, pero si es suficiente alzar la cabeza encorvada hacia el móvil para detectar padres y madres que no ven transcurrir la infancia de sus hijos, parejas que cenan sin siquiera mirarse a los ojos o al menos intentar entablar un diálogo digno, turistas que sienten la compulsión de ver por primera vez en su vida un sublime monumento histórico o una maravilla de la naturaleza, a través de pantallas de 5 pulgadas, hijos adultos que se pierden la última llama de lucidez de sus padres ancianos, en fin, hombres a los que lo humano sí les resulta ajeno. 

Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan - Argentina

What'sApp: +54 9 2645316668
Twitter: @LichoPrieto

martes, 5 de octubre de 2021

“Humildad y sensatez: contra la bravuconería de los soberbios”

En la presente ocasión nos gustaría reflexionar en torno al concepto de humildad y su injerencia no sólo en el campo del conocimiento, sino también en la relación que se establece entre las formas del conocer y del vivir en comunidad. El vocablo proviene del latín humilitas (hummus, “tierra”; itas “cualidad de ser”) y entre sus posibles interpretaciones podríamos señalar que se trata de una de las características más esenciales del ser humano con los pies bien puestos sobre la tierra. En una de las disertaciones presentadas por BBVA, el Dr. Mario Puig sostuvo que uno de los motivos por los cuales los seres humanos nos tropezamos una y otra vez sobre la misma piedra es básicamente por “falta de humildad”. Y caracteriza a la misma como una de las virtudes más importantes, porque nos lleva a vivir plenamente. La persona realmente humilde, sostiene, no es sólo modesta o apocada, sino que es alguien quien tiene “mentalidad de principiante”. Dicha mentalidad es propia de quienes teniendo un amplio reconocimiento por su saber y sus logros, escuchan a los demás como si fueran un alumno más (en el diálogo, con cualquiera, “están plenamente ahí”). Asimismo, añade, este tipo de personas no suelen buscar culpables cuando cometen errores, sino que lo que les interesa averiguar es lo que realmente ha sucedido para poder comprenderlo y subsanarlo. Se trataría, continúa, de una mentalidad estrictamente científica, interesada, curiosa y enjuiciadora. Cuando una persona es humilde y tropieza en el error, está dispuesta a reconocer que se ha equivocado y no va a perder el tiempo intentando ocultarse ni ante sí misma ni ante los demás ante lo sucedido. Esto sucede porque lo que el precitado pensador llama “persona humilde”, ante una situación de desconocimiento o error, realiza el acto de sensatez (sensatus; “dotado de buen juicio y percepción”) intelectual más puro y digno: se deja asesorar, pregunta, escucha atentamente, pide ayuda y se deja ayudar. De aquello pasamos entonces a pensar un problema que es consecuente con lo precedentemente señalado: el rol que cumple la soberbia, la antítesis de la sensatez. El soberbio (superbus; “el que está por encima”; “altanero”) pone toda su voluntad y sus fuerzas en la imposibilidad de aceptar las cosas como nos son dadas (o, dicho de otra manera, pretenden que las cosas sean solamente a su medida), procurando que la vida se amolde a sus caprichos. Al impedir el espacio de apertura propio de la sensatez y la humildad, los soberbios no tienen más alternativa que convertirse en necios (nescire, “negación del saber”). Ahora bien, es curioso cómo el vocablo latino que indica sensación de superioridad ante los demás se viste de gala con un traje que lo revela incondicionalmente, la mezquindad (del árabe miskin, “indigente”, “pequeño”). Como hemos podido apreciar, el acto cognoscitivo requiere de una apertura que implica una renuncia a la posibilidad del mito mezquino del conocimiento sólo por méritos propios y a la cerrazón de los necios de pensar que nadie puede enseñarme absolutamente nada. Mientras el sabio, que es sensato y humilde, escucha, el soberbio, que es necio y mezquino, vive en la convicción de que su insignificante porción distorsionada de “conocimiento” vale más que cualquier posibilidad de apertura al saber. No hay diálogo ni enseñanza posible, ni tampoco la ínfima cercanía a la aprehensión o construcción de conocimiento sin la apertura propia de aquellos que aún conociendo, reconocen desconocer mucho más de lo que saben. En sus Confesiones, Agustín de Hipona lo explicita magistralmente al señalar que“había amado la vanidad y buscado la mentira“[…] “en los fantasmas que yo había tomado por la verdad se hallaba la vanidad y la mentira” (l. IX, c.4, 9,357). Mientras que la humildad conduce al conocimiento y al trato sensato con los demás, la soberbia y la necedad conducen al fundamentalismo mezquino y violento que cree poder dispensar del aporte de “los otros” que puedan brindar “algo más” a la existencia. Mientras uno abraza a la apertura mediante la pregunta en el diálogo, el otro se cierra ante el silencio y la unicidad de perspectivas. Mientras uno descubre entre tropiezos, el otro genera tropiezos y clausura espacios de conocimiento y acción. Pero ésta no es una simple reflexión teórica, sino que sus implicancias en la vida social son considerables, más si tenemos en cuenta la relación directa que existe entre el conocer y el hacer. Quien mal conoce, mal actúa. Y más aún, quien actúa desacertadamente con soberbia, pocas chances tiene de enmendar lo realizado, puesto que no quiere aprender para enmendar, y sólo le queda profundizar aún más su desacierto. Y, si a esa ecuación se le añade una cuota de poder (en el ámbito que sea) hace su aparición en la escena la violencia, la compuerta que corta todo fluir de buen vivir posible. Lisandro Prieto Femenía Docente. Filósofo. Escritor lisiprieto@hotmail.com ; lisiprieto87@hotmail.com San Juan, Argentina What’sApp +54 9 264531668 Facebook: https://www.facebook.com/lisandro.prieto Instagram: Lisandro Prieto Femenía Twitter: @LichoPrieto