viernes, 26 de agosto de 2022

“El humor como mecanismo de resistencia” – Lisandro Prieto Femenía 

“La potencia intelectual de un hombre se mide por la dosis de humor que es capaz de utilizar” 

Friedrich Nietzsche 

Hoy quisiéramos compartir una breve reflexión en torno al sentido del humor como aspecto del ser humano estrictamente digresor, transgresor y potentemente liberador, a saber, la capacidad de sentir y generar humor. Bien sabemos que la etimología de la palabra remite en latín a “humoris”, que significa humedad o propiedad líquida, también referida al torrente que atraviesa los poros de una superficie. Como podemos apreciar, ya desde su origen etimológico, la palabra nos está indicando que se trata de algo que se filtra inconteniblemente a pesar de cualquier tipo de resistencia física que intente retenerlo. 

En su obra “El mundo como voluntad y representación”, el filósofo alemán Arthur Schopenhauer (1788-1860) interpreta que la risa es fruto del humor que contempla amablemente las incoherencias e incongruencias de una existencia aparentemente absurda. En otras palabras, lo que nuestro autor nos quiere decir es que la única forma de hacer reír o de sentir el gozo de la risa es mediante la colocación de una cosa donde no debería ir. Dicha incongruencia entre el concepto y el objeto real provoca un sacudón propio del comportamiento normal de una mente que se encuentra casi permanentemente acomodando todo en la ficticia idea de equilibrio entre pensamiento y realidad. La gracia, entonces, nace de la falsedad de las premisas de nuestros silogismos mentales. Un ejemplo de ello lo describe el pensador Alejandro Dolina, quien sostiene que lo que torna “gracioso” la explosión de una pirotecnia no es su explosión en sí, sino el hecho de que esté prohibido en ciertos contextos: es muchísimo más entretenido explotar un petardo en un juzgado o un Colegio de Escribanos que en un estadio de fútbol. O, en términos refinados de Schopenhauer: 

“Los caballos tienen cuatro patas. 

Mi mesa de billar tiene cuatro patas. 

Mi mesa de billar es un caballo.” 

A todos nos ha sucedido a diario que estallamos en risa simplemente por la inclusión (ilógica) de una cosa en un concepto o contexto al cual no pertenece. Al parecer, nuestra mente tiene la tendencia de ordenar los objetos y conceptos mediante categorías que nos resultan familiares hasta que aparece un objeto que al no estar “donde debería” (absurdo) desencadena en la risa: el clásico ejemplo de ello es la incursión del perro del barrio en plena misa, haciendo alguna de sus funciones naturales junto al clérigo en el altar mientras el acólito intenta desesperada y mesuradamente detenerlo intentando, inútilmente, que nadie se dé cuenta. 

Ahora bien, ¿qué sucede cuando se vive en tiempos donde no está permitido trans-colocar los objetos de lugar? En otras palabras, ¿se puede hacer humor de cualquier cosa y en cualquier momento? Evidentemente no. Cada época va gestando sus reglas discursivas y sus decálogos de lo políticamente correcto, abriendo un margen de acción tanto a aquellos que viven de hacer reír a los demás como a los simples ciudadanos, los cuales deben ir actualizándose (y cada vez más seguido) como dispositivo móvil con capacidad de memoria limitada. 

Justamente por ello traemos a la discusión y a la reflexión el humor como elemento que intenta romper el orden establecido, no por maldad o rebeldía revolucionaria, sino ya como necesidad vital. En ese sentido, otro filósofo alemán (al parecer, los alemanes no gozan de fama de ser muy graciosos que digamos, pero son buenos teorizando sobre ello), Friedrich Nietzsche (1844-1900) se concentró en el impacto del humor y no tanto en su origen o definición. De acuerdo a sus posicionamientos teóricos, es comprensible que, en el marco de una existencia humana atravesada por todo tipo de padecimientos trágicos, la risa sería una especie de mecanismo de compensación para soportar lo que la vida conlleva en su tragedia constitutiva. En este caso, la risa es una herramienta, un arma, creada por el mismísimo hombre para no caer en el abismo del llanto y la tristeza. Si lo analizamos brevemente, podemos acordar que en un mundo que nos da más razones para llorar que para reír, reír es sin duda alguna el acto de resistencia más potente para contrarrestar el bombardeo incesante que atenta permanentemente contra la felicidad. 

¿Os queda alguna duda de que la alegría y el entusiasmo se castigan a diario? Lo que Nietzsche nos intenta legar un pensamiento potente: reírnos de la fealdad propia de la decadencia moral en la que estamos inmersos nos otorga un poder, que no es menor, puesto que lograr liberarse de las cadenas de un régimen que correo permanentemente la función catártica del arte y sus manifestaciones de dispensar gozo y vida es, sin duda, un acto de rebeldía sobre el cual todos deberíamos trabajar para convertirlo en hábito. 

 En otras palabras: moverse por la vida con alegría y entusiasmo verdadero representa una amenaza para todo un sistema de existencia estructurado para ofenderse al percibir un ápice de alegría en alguien. Siguiendo este hilo interpretativo, no es desatinado pensar que la alegría intimida profundamente, puesto que se trata de un gesto entusiasta que no se deja apagar por un mundo que permanentemente intenta reprimirlo. Hagan la prueba: muéstrense felices, alegres, entusiastas en cualquier contexto que no sea una celebración: inmediatamente alguien les hará saber que lo que vosotros hacéis es completamente “inadecuado”.  

Y si, es inadecuado porque es incongruente con “lo políticamente correcto” establecido y masificado. Otro ejemplo práctico de ello consiste en observar las situaciones cómicas que acontecen en un establecimiento velatorio. El contexto es, evidentemente, un lugar predispuesto para que una situación sombría ocurra de acuerdo a ciertas pautas que permiten y prohíben: llorar, sollozar y hasta desmayarse está permitido; contar un chiste verde y que todos se rían a carcajadas, en ese ambiente, se consideraría una grosería repudiable. Aun así, y verdaderamente desconozco cabalmente el motivo, nunca, pero nunca, falta el familiar o el amigo de toda la vida que cuenta un chiste y provoca una reacción en cadena de tos masiva por risa reprimida en esa sala oscura que produce un eco que no ayuda ¿Por qué sucede esto? 

Seguramente, y continuando con la interpretación de Nietzsche, el humor en ese caso es una herramienta para dominar aquello que produce miedo e incertidumbre. Y créanme, la muerte es uno de los fenómenos que causa mayor cantidad de miedo e incertidumbre. A pesar de ello, acudimos a este recurso para intentar comprender algo que se nos presenta incomprensible, terrorífico e irresoluble, para criticar, demoler y luego construir “otro sentido” de lo que se nos presenta como irremediable. 

¿Qué nos pasó, entonces, desde la pureza de nuestro “espíritu libre” propio de la niñez, hasta hoy? O dicho de otro modo ¿cómo fue que perdimos el entusiasmo de vivir y nos convertimos en estas máquinas de estrés permanente? No es sencillo responder esto en un breve artículo de reflexión, pero intentemos entrever por una mirilla un esbozo de respuesta. Sólo basta ver, escuchar, vivenciar y analizar lo que sucede con los niños: ¿cuándo escucharon a un niño de seis a diez años decir que cuando sea grande quiere ser abogado, contador o CEO de una compañía internacional de telecomunicaciones? ¿Alguno de vosotros, a los siete años soñaba con ser lo que hoy son?  

Quien pueda responder que sí, envío aquí mis más afectuosas felicitaciones. Para quienes no podemos responder afirmativamente, nos que el desafío de pensar nuestra existencia en clave de resistencia, no al estilo del pitufo gruñón, sino como aquí lo hemos intentado expresar: hoy en día ser feliz, verdadera y auténticamente feliz, es resistir a los embates intencionados de un modo de vida impuesto que apunta directamente a nuestros peores y depresores instintos justamente porque se sabe perfectamente que una persona entusiasta es temeraria. Seamos dignos de ser considerados “enemigos” en el “mercadillo” de la vida, en el cual una tableta de somníferos es mucho más barata que un buen paquete de café revitalizante.  

 



sábado, 13 de agosto de 2022

"El olvido como herramienta pedagógica de la injusticia naturalizada"- Lisandro Prieto Femenía

"No hay documento de civilización que no sea 

 al mismo tiempo documento de barbarie" 

Walter Benjamin 

 

La frase célebre que versa "quien olvida su historia está condenado a repetirla", atribuida a Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana ha sido citada, utilizada y versada en tantos contextos y por tantos personajes que parece haberse convertido en un cliché. Bien sabemos que la historia de nuestra humanidad cuenta en su haber con numerosísimos genocidios, pero si nos detenemos un instante en el infame Siglo XX los datos son vergonzosos: el genocidio armenio (1915-1923), en el que fueron aniquilados casi dos millones de armenios bajo la responsabilidad del Imperio Otomano; el “Holodomor” o genocidio ucraniano (1932-1933) efectuado por Stalin, supuestamente con la excusa de erradicar los movimientos nacionalistas ucranianos, eliminó de la faz de la tierra a seis millones de personas utilizando entre sus modalidades más crueles, la hambruna; el genocidio de Ruanda (1994) nos dejó un saldo de casi un millón de víctimas fatales y al menos medio millón de violaciones sexuales hacia mujeres; la “Masacre de Srebrenica” (1995) en la ex Yugoslavia en el marco de la Guerra de Bosnia, en la cual se mataron a ocho mil personas de etnias bosnia-musulmanas por parte de los paramilitares denominados “Escorpiones”, quienes actuaron con total impunidad en un territorio declarado previamente como “zona segura” por las Naciones Unidas. 

Ahora bien, tras varias Convenciones internacionales se ha considerado particularmente relevante a Auschwitz como referencia para la educación de la memoria posterior, pero ¿por qué el holocausto tiene ese carácter “único”, “singular”  o “diferente”? Como diría el espléndido pensador español Manuel Reyes Mate- uno de los pocos filósofos que no tira a Walter Benjamin de los pelos para de-construirlo sino que lo interpreta y nos lo enseña de manera magistral- es necesario explicarlo, puesto que no se trata de sostener que existen víctimas de "primera" categoría y de "segunda". La educación de-la y en-la memoria debe pretender comprender de qué se trata de un fenómeno que marca un antes y un después en nuestra historia. 

El holocausto judío, simbolizado en Auschwitz, es singular porque representó un nefasto proyecto que tenía como núcleo intencional el olvido y entre sus propósitos cruciales se encontraba la pretensión de no dejar nada, ni un solo rastro de lo que el nazismo consideró "el enemigo": exterminar al pueblo hebreo y la totalidad de su cultura milenaria. En una primera instancia, se debía efectuar el exterminio físico y material bajo la representación fáctica de la cremación y pulverización incluso de los resabios de huesos que suelen quedar (convertir en polvo todo tipo de rastro físico). En una segunda instancia, y a la sombra de las nubes del humo crematorio, complementariamente se pretendió erradicar la significación del pueblo judío y su aporte cultural a la humanidad. 

El nazismo se propuso radicalmente el proyecto de una humanidad que continuara su historia “como si” la historia del pueblo precedentemente enunciado no hubiera existido jamás. Semejante atrocidad, nos dirá Reyes, no tiene una única explicación sensata, pero sí deja bastantes lecciones en el camino: ese holocausto fue singular en su perversión pero fue, al mismo tiempo, ejemplar en su significación. Fue la primera vez, al menos que se tenga registro, que se conformó una especie de “laboratorio del mal” en el que aparecen explicadas muchas conductas, mecanismos y respuestas que en otros genocidios aparecen entre intersticios, diluidos o implícitos.  

Incluso desde un punto de vista estrictamente jurídico, se tuvo que crear la figura de “crímenes contra la humanidad” para darle nombre y entidad a ésto que nos daba la sensación de no haber no haber acontecido hasta ese momento. Darle nombre, categorizar una atrocidad, es una manera racional de tipificar de alguna manera el “proyecto de olvido” mediante una figura de la jurisprudencia, puesto que hasta ese momento en el derecho penal estudiaban los crímenes individualizados, personales, intransferibles o, en general, los crímenes de guerra. En este caso puntual, la atrocidad no está destinada a una persona, sino a un pueblo completo por parte de un Estado concreto.  

En nuestro castellano al concepto “humanidad” podemos entenderla en su significancia desde dos puntos de vista: por un lado significa “especie humana”, y en ese sentido el genocidio judío fue un atentado a la integridad de la especie y por el otro significa también una adjetivación positiva del proceso civilizatorio fruto de “los logros” humanos en relación a conquistas de derechos en pos de la libertad y la dignidad. Todo ello parece haber muerto en Auschwitz y no fue en detrimento solamente de los judíos, sino de la humanidad toda, puesto que perdimos la capacidad de compasión, de memoria en un proceso que al lograr muchos de sus objetivos nos dejó moralmente empobrecidos a todos los mortales y sentó bases y precedentes que aún hoy laten en varias agendas geopolíticas. 

Para acercarnos un poco más al objeto del conocimiento que aquí planteamos, es preciso señalar que el holocausto judío se trató de la manifestación explícita, estructurada, organizada, orquestada y ejecutada abiertamente de lo que Hannah Arendt denominó el “mal radical”, cuya única motivación es eliminar de la faz de la tierra todo rasgo humano de los individuos a los que se quiere aniquilar mediante un régimen que anula la espontaneidad de los sujetos para convertirlos en su obrar en simples reactores ante estímulos. 

Esa conversión es posible gracias a lo que  Arendt llamó “banalidad del mal”, concepto que no fue abrazado amablemente en un comienzo porque al malinterpretarlo, se lo consideró una especie de justificación racional de los crímenes nazis. Para que el mal radical instaure su maquinaria, es preciso el funcional “mal banal”, puesto que el odio como motor no alcanza, no es suficiente para adquirir la cantidad suficientes de adeptos y partidarios. Con este concepto se evidenció que la frontera entre el ciudadano común y el criminal es extremadamente fina, pues de lo contrario ¿cómo se explica que uno de los pueblos más cultos de la historia europea sea capaz de sostener y ejecutar semejante barbarie? Sí, estimados amigos lectores, lo que Arendt nos está diciendo es que en tiempos convulsos la gente común se puede tornar en herramienta servil a un régimen totalitario que mientras deja muertos en el camino, la vida civil continúa “en normalidad”, como si nada estuviese ocurriendo. En nuestros días ésto se hace patente desde el poder burocrático corporativo y sistematizado en el cual no circulan balazos, pero a veces la desatención y la demora de una firma en un papel, se lleva puestas varias vidas. 

Justamente, es la proximidad entre “lo normal” y lo “criminal” que acabamos de describir y su permanente promoción por parte de campañas mediáticas, educativas, culturales, políticas y sociales que favorecen todo tipo de beneficio en pos del abandono voluntario del pensar crítico, es lo que Reyes Mate advierte al indicarnos el peligro que representa tornarnos en “una humanidad empobrecida”, perpetuada e instaurada sutilmente incluso posteriormente y por fuera de los límites del campo de concentración de Auschwitz ¿Se entiende, ahora, por qué es tan importante educar desde los parámetros del “deber de memoria”?  

El nacimiento de la figura del “deber de memoria” no es una materia optativa en la escuela, sino que se trata de una exigencia de las víctimas, que al sobrevivir a los campos clamaron una solicitud a la humanidad que podría versar: “¡esto no se puede repetir!”. Educar en este marco implica sentar bases para la constitución de una especie de antídoto contra la barbarie, a saber, la memoria como herramienta de redención de los "vencidos" que nos interpela permanentemente a no repetir las calamidades cometidas por quienes supieron sostener prolongadamente el título de "los vencedores".  

En ese sentido, la educación debe estar enfocada en una sociedad que no se construya sobre la vanagloria del victimario sobre sus víctimas, y por ello es crucial la filosofía, desde el punto de vista estrictamente deontológico, puesto que una educación sustentada en la revisión de los valores que llevaron a la barbarie es capaz de sustituir y crear contrapuntos en la práxis política. Un ejemplo de ello es poner en discusión en el ámbito educativo el valor que se le asigna al "progreso" como fuente inagotable que resuelve todo a cualquier precio. Tal vez, una educación íntegra apuntará a generar consciencia sobre el hecho de que las condiciones de vida que tenemos no deben sacrificar de modo alguno la dignidad de nadie ni de la naturaleza en general. 

¿No sería fantástico poder educar a nuestros niños y jóvenes bajo la premisa crítica que revise si el progreso está al servicio de la humanidad o si la humanidad está subsumida a él?