jueves, 12 de enero de 2023

"Analizando el sentido de la esperanza " - Lisandro Prieto Femenía

El que tiene un por qué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo 
            F. Nietzsche

Todos hemos escuchado alguna vez una frase tornada en cliché que versa “la esperanza es lo último que se pierde”. Generalmente, aceptamos cordialmente el mensaje e incluso le damos nuestra aprobación, pero ¿sabemos por qué es lo último que realmente nos queda? En la presente oportunidad quisiéramos reflexionar en torno a este concepto de esperanza, entendiéndolo no como un placebo en tiempos de autoayuda y de circulación de frases estimulantes por redes sociales, sino como un elemento de nuestra existencia que es vital para dar sentido cabal a nuestras vidas finitas. 

Para comprender el origen del precitado refrán, debemos remitirnos momentáneamente a la mitología griega, en particular al mito de la caja de Pandora. Recordemos por un instante a Prometeo, el titán amigo de los mortales por haber robado el fuego a los dioses y entregárnoslo para su uso. Por supuesto tal regalo no fue gratuito, y el titán recibió el castigo divino mediante una figura femenina, creada especialmente para seducir a cualquier mortal: Efesto se encargó de moldear una figura perfectamente sugerente con arcilla; Atenea la cubrió elegantemente de finos y atractivos ropajes y Hermes le infundió la facilidad de seducir y manipular. Se trataba de Pandora quien, tras recibir vida mediante el soplo de Zeus, fue enviada a la tierra de los hombres con una caja misteriosa que no debía ser abierta. Eventualmente Prometeo, a pesar de estar al tanto de los posibles peligros que corría por haber deshonrado a los dioses, no puede evitar enamorarse perdidamente de la preciosa creación divina. Tras haberse unido con Prometeo, Pandora no pudo soportar su curiosidad y tomó la decisión de abrir la caja que Zeus convenientemente le había legado. De ella emergieron una serie de males que azotarían y atormentarían al mundo: hace su aparición en la existencia terrenal la maldad y la ambición. Al intentar cerrar la caja, la bella creación de los dioses percibió la presencia de un pequeño espécimen, un pájaro, que representaría lo que queda en el fondo del cubículo que contenía tantas desgracias: se trata de una representación alegórica de la esperanza.  

Tras culminar el ciclo propio del calendario gregoriano podemos apreciar que circula sin cesar un “buen estado de ánimo” sustentado en el deseo de renovación de las esperanzas para este año que comienza. Si bien es sin duda agradable el sentimiento de renovación, ¿qué cambia realmente? Al respecto del mito precedentemente enunciado, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche interpretó que la esperanza, lejos de ser un “bien” remanente entre tanta miseria, es en sí el peor de los males, puesto que no hace otra cosa que prolongar el estado de sufrimiento de los hombres. En este caso en particular, el pensador alemán estaría destruyendo la noción de “esperar” sin acción mediante, sin conocimiento intercesor y sin voluntad concreta de poder de cambio (su problema es contra la espera irracional que estira situaciones insoportables, evitables totalmente). 

Viktor Frankl (1905-1997) tomará de Nietzsche específicamente la reflexión que pondera el “por qué” que le otorgamos a nuestra existencia (el sentido) para hacer especial hincapié en el “cómo” (los avatares que atentan permanentemente contra el sostenimiento de dicho sentido). En su obra “El hombre en busca de sentido”, nos devela un aspecto fundamental de nuestra existencia: sólo hay esperanza cuando hay sentido. Una existencia sin sentido, nada espera, puesto que su expectación se ha diluido en la renuncia a la posibilidad de otorgar valor a su existencia. Y créame, querido amigo lector, cuando uno ha estado en un campo de concentración nazi, es muy difícil mantener con caudal la fuente de esperanza y sentido.  

Lo que Frankl nos legó con su obra y su vivencia personal como prisionero nos indica el camino para comprender esto que tan trivialmente nos deseamos los unos a los otros: aún en los tiempos más oscuros de nuestro transcurrir transitorio, siempre habrá en nosotros algo que absolutamente nadie nos podrá quitar, a saber, la plena y total libertad de decidir qué sentido le daremos a nuestra vida (y a nuestra muerte), sea cual fuere la circunstancia que nos toque atravesar. 

Como podemos apreciar, sin búsqueda de sentido y libertad genuina, no hay chance de tener verdadera esperanza. Esperar que las cosas mejoren, ya sea por sí solas o por nuestro esfuerzo, no es tener esperanza en absoluto. Se vive esperanzado cuando se sabe que a pesar de acontecer resultados totalmente opuestos a los esperados, nuestra existencia mantendrá un sentido por el cual vale la pena continuar luchando.  

Ahora bien, y siguiendo el razonamiento de Schopenhauer, ¿es posible tener esperanza sin contar con una plena consciencia de la realidad del mundo en el que estamos arrojados? ¿Es posible enfrentar el sufrimiento propio de la existencia finita cuando nos aferramos a distorsiones y distracciones intrascendentes? En fin, ¿se existe, plenamente, cuando uno vive en un estado de total distracción y aturdimiento? De ser así, ¿qué sentido le estaríamos dando a una vida cuya esperanza radica en el vacío permanente de la novedad? En palabras del mismo Frankl “el factor determinante es la decisión: la libertad de elegir siempre, incluso cuando nos limitan económica, física, moral o incluso judicialmente. Pero he aquí el desafío de la era de la post-verdad: no es necesario estar encadenado, enjaulado y/o torturado para vernos limitados en nuestra capacidad de acción libre, puesto que los grilletes y las mordazas que hoy se estilan, nos las colocamos nosotros mismos, por libre y placentera elección mediática de una renuncia voluntaria al pensar (y su consecuente renuncia voluntaria al actuar, puesto que un ser social que no piensa en clave de comunidad organizada, poco podrá realizar por sí y por los demás). 

Frankl nos dirá que para romper esos condicionamientos es crucial que dejemos de percibirnos como “algo”, sino como “alguien”. La diferencia radica en que “algo” (ente) puede ser completamente determinado a voluntad, mientras que “alguien” (ser) tiene apertura a una responsabilidad y libertad autónomas inquebrantable al punto que ni siquiera la desesperanza pueda doblegar. Esta pérdida de la esperanza no es más que el sufrimiento sin mediación de propósito o significado: sufrimiento a secas, muy común cuando el individuo no puede (aunque quiera y lo desee profundamente) ver o encontrar propósito alguno en la circunstancia en la que se encuentre. Frankl estaba convencido de la posibilidad de moldear el sufrimiento para tornarlo en “logros” o fenómenos significativos, aun cuando no existan pruebas o evidencias concretas que avisten la mínima chance de poder lograrlo. Convertir las tragedias en triunfos personales ha sido básicamente el predicamento de toda su vida y obra, y ello se debe básicamente a la convicción que él tenía de que lo único que tiene sentido en nuestra existencia es nuestro “para qué” vivir y no aquello “por lo qué” vivir.  

Ante lo expuesto es necesario entonces plantearnos por un segundo qué sentido tiene preguntarnos “¿por qué me sucede esto a mí?”, reflexión recurrente cada vez que la vida nos ha dado un cachetazo de esos que nos hacen temblar. Pues bien, amigos míos, ante semejante inquietud la contra respuesta es “¿por qué no habría de tocarme esto a mí?”, tamizada por el hecho de que debemos ser críticos ante el discurso existencialista nihilista que nos vendía la idea de que debemos aceptar y soportar con coraje heroico el supuesto absoluto sinsentido de nuestras vidas (Sartre) y pensar que tal vez lo que es sano aceptar es nuestra propia incapacidad de reconocer sentidos supremos que exceden a nuestro caprichoso deseo personal e individualista de existir de un modo determinado.  

Es cierto, nuestra capacidad de acción es finita y limitada, puesto que nunca estamos completamente libres de condicionamientos biológicos, psicológicos, económicos o sociológicos. Aun así, es fundamental que comprendamos que el poder de la esperanza radica en la libertad última y suprema, intransferible e imposible de quebrar, que no es otra que la libertad de elegir con qué actitud nos enfrentaremos ante tales panoramas que exceden a nuestra voluntad: cómo reaccionamos a la condiciones que no pueden ser cambiadas, depende de nosotros pura y exclusivamente por intermedio de la convicción de que si no podemos cambiar la situación, siempre tendremos el libre poder de construir nuestra entereza ante ella. Seguramente, es difícil, pero ¿acaso no vale la pena siquiera intentarlo? 


"La amistad en tiempos de Avatares"

No hay un amor más grande que el dar la vida por los amigos

Juan 15:13-17

En la presente oportunidad intentaremos reflexionar en torno al concepto de “amistad” desde una perspectiva filosófica que nos permita comprender cómo es posible el vínculo amistoso en una sociedad que ha abrazado fuertemente el individualismo rapaz y la pérdida (casi total) de atención que nos prestamos los unos a otros.

Los aportes de la filosofía podrían ser interesantes desde un punto de vista pedagógico, considerando que la formación de nuestros infantes sobre el asunto de la amistad podría estar atravesada por la búsqueda del claro discernimiento entre vínculos mutuamente beneficiosos y desinteresados y de aquellos que se dan únicamente por una finalidad utilitaria en conformidad a un fin pragmático concreto.

En ese sentido,  Aristóteles (384-322 a.C) nos legó una guía sencilla sobre este asunto, distinguiendo al menos tres tipos de relaciones sociales vinculadas a la amistad. En primer lugar, nos dice que la amistad utilitaria responde estrictamente a un interés particular o mutuo, y su duración y calidad dependerá de la consecución o no de los objetivos propuestos entre las partes. Es interesante explicitar este aspecto porque al momento de evaluar las amistades tenemos que tener en claro que el hecho de tener asuntos en común no nos obliga para nada a sostener prolongadamente un nexo con una persona. Eso sí, ambas partes deben tener claro que se trata de un acuerdo práctico con miras a la consecución de fines, de lo contrario podrían haber malentendidos.

En segundo lugar, Aristóteles nos menciona el tipo de amistad que nos causa placer, gozo, diversión o simple agrado mediante la compañía circunstancial de ciertas personas. En este caso puntual sucede casi lo mismo que en la amistad utilitaria: una vez terminada la experiencia satisfactoria, generalmente por el contexto y la madurez de las personas, se concluye la amistad como tal. Dijimos previamente “madurez” porque no a todas las personas nos sucede que nos divierte lo mismo durante toda la vida: habréis podido apreciar que hay personas que se ríen de los mismos chistes o disfrutan de la remembranza de las mismas anécdotas, sin importar la edad o el paso de los años, mientras que otros van mutando sus gustos con el tiempo. Más de uno de nosotros hemos tenido amistades en la adolescencia que nos han hecho pasar momentos maravillosos, pero al mirar atrás nos damos cuenta que fue una amistad circunscrita a un momento determinado de nuestras vidas.

Por último, nuestro filósofo nos indica que el modelo más importante de amistad es aquel que está guiado por la virtud y se va formando mediante un esfuerzo mutuo (recíproco) en vistas claras a la búsqueda de la excelencia (areté). En otras palabras, se trata de la construcción de una relación que nos hace ser mejores, en lo individual y en lo comunitario simultáneamente. Este tipo de vínculo sólo es posible mediante la honesta prudencia que permite que nos valoren de manera ecuánime como nosotros también apreciamos a los demás: es el milagro de sentir alegría genuina por el bienestar y éxito de otro ser que, a su vez, espera sentir lo mismo por mí.

Evidentemente, el concepto de amistad está estrictamente ligado al de felicidad en cuanto que contar con el privilegio de la buena amistad -que nada tiene que ver con la cantidad, sino con la calidad de las relaciones que se van entablando en la vida- apunta necesariamente a la búsqueda mancomunada de una vida plena (bien común, básicamente). Como habrán podido apreciar, esto de la amistad trasciende el simple contacto con una persona o más, sino que es la base de toda construcción comunitaria: una sociedad que no sabe construir amistad jamás podría entonces constituirse en “pueblo” o “nación” en tanto que el conjunto de los vínculos estarían destinados a regirse por un utilitarismo extremo que nos ha colocado en un punto en el cual absolutamente toda exigencia quiere convertirse en derecho al mismo tiempo que toda obligación es considerada un atropello reaccionario.

Al igual que todo aquello que vale la pena en la vida, la amistad es fruto de un proceso pedagógico que se debe cultivar desde la infancia, puesto que representa un aprendizaje fundamental para que nuestros hijos sean capaces de percibir en los otros parte de aquello que valoran de sí, pero también lo digno de valorar por fuera de su propio ego  y sean críticamente capaces de “clasificar” dichos vínculos al momento de enfrentar la realidad en compañía de esas relaciones sociales que se entablen criteriosamente a lo largo del tiempo.

Ahora bien, podemos mínimamente concordar en que  actualmente estamos atravesados por una virtualización de las relaciones sociales, mediadas particularmente por el individualismo promocionado intencionalmente que nos ha hecho creer que “el otro” es simplemente un depositario de nuestro relato y emociones, impidiendo al menos un esbozo de diálogo sensato en el cual “el uso” del oído de los demás se ha vuelto una obsesión insoportable: ¿no han notado que cada vez con más frecuencia la gente sólo habla de sí misma y de su circunstancia, mostrando un desagradable desinterés explícito por cualquier circunstancia que le resulte externa, aun tratándose de un vínculo amistoso o familiar?

¿Qué clase de amistad es posible sin diálogo? Como bien sabemos, el diálogo no es la simple y vana conversación circunstancial, es el conocimiento  a través de  un vínculo que requiere la participación activa y coherente de más de una persona. ¿Con cuántos individuos puedes tú tener éste tipo de comunicación? La obsesión de querer ser vistos y escuchados nos ha llevado a un límite patético en el cual es explícito y vergonzoso el desinterés profundo que demostramos por el aprendizaje mediante un diálogo constructivo con otro ser humano. Lo paradójico de ello es que en medio de semejante auto-atomización a la que nos hemos sometido voluntariamente, acudimos a “ayudas” externas que nos indiquen medianamente el camino o nos brinde herramientas de socialización: no es casual del boom editorial de piezas de autoayuda que se centran específicamente en tu persona individual pero que olvidan categóricamente algo fundamental, que es que el eje debería estar puesto en “el otro” con el cual yo también me constituyo. Evidentemente, este tipo de manual de instrucciones relleno de recetas mágicas destinadas a una masa amorfa de personas (perdiendo totalmente de vista las vicisitudes que nos hacen ser únicos) si bien no ha dado resultados para mejorar nuestra forma de relacionarnos, ha brindado una especie de consuelo y esperanza individualista que tiene la misma vida útil que un yogurt con frutas.

En tiempos no tan lejanos, los consejos venían dados de redes sociales de carne y hueso conformados por amigos presenciales, padres, hermanos y vecinos. La sociabilidad que habíamos conseguido, sin pantallas ni likes de por medio, garantizaba de cierta manera que uno tuviera amparo ante alguien cercano. Cuando el individualismo empezó a arrasar el terreno de esa sociabilidad comunitaria y las relaciones se fueron virtualizando, las personas comenzaron a perder el hermoso beneficio de disponer de la compañía de otro mortal con quien pudiésemos llorar, pedir un consejo, confesar una situación personal que nos aqueja o disfrutar de una compañía mutuamente virtuosa al mismo tiempo que comenzamos a buscar salvavidas externos: profesionales de la salud mental o consejos de desconocidos mediante libros de autoayuda.

No estaría mal recuperar el valor de la amistad mediante el diálogo fructífero y valedero, pero ello implica, como todo lo bueno y necesario, trabajar pedagógicamente con los jóvenes haciendo particular hincapié en que los vínculos sociales significativos demandan una inversión de tiempo y de suma atención en pos de una búsqueda permanente de la felicidad y no en la obsesión de la inmediatez de novedades que nos brinda el universo de los objetos reales y virtuales, los cuales se conquistan con el simple hecho de la compra, mientras que la amistad depende de factores estrictamente racionales, emocionales, afectivos, comunicativos e incluso vitales.

A diferencia del consumo emocional que responde a la innecesaria premisa consumista de cumplir con las experiencias impuestas por figuras mediáticas, la amistad responde a una apuesta por una construcción de sentido existencial que nos permite seguir adelante, en significativa compañía, cuando todo parece estar perdido. En tiempos en los cuales absolutamente todo pretende venderse como una construcción social arbitraria, la filosofía no alineada con discursos globalizantes nos invita a un doble movimiento: retornar al origen del significado de “amigo” como otro que se constituye conmigo vitalmente por un vínculo de aprendizaje mutuo y beneficioso, como también afilar el lápiz de la crítica el momento de reflexionar en torno a la crucial diferencia entre compañía real, amistad y virtualidad en tiempos en los cuales ya no es sencillo distinguir en “los otros” el avatar que se muestra de la persona que allí se esconde.