martes, 28 de diciembre de 2021

"No mires arriba! Las consecuencias patéticas de la equívoca post-verdad" - Lisandro Prieto Femenía

En la presente nota intentaremos ofrecer una reflexión en torno a un absurdo garrafal que atraviesa nuestra cotidianidad desde tantos puntos de vista que es ridículamente tosco siquiera escuchar en nuestro tiempo algo que tenga que ver con un anclaje empírico con una realidad tácita que nos interpela completamente. Mediante un breve análisis de la película dirigida por Adam McKay pretenderemos mostrar los lamentables alcances que tiene la agenda posmo progre sobre el transcurrir de nuestra existencia en el mundo.

La obra nos muestra de manera magistral un suceso natural apocalíptico: un meteorito del tamaño de un monte gigante se estallará con la tierra en el lapso de seis meses. Los científicos que descubren las primeras imágenes se desesperan por informar la situación a las autoridades institucionales correspondientes para poder tomar las mejores medidas de protección posibles en la democracia más ponderada e inflada de la faz de la Tierra. Lejos de recibir la atención que corresponde a dicho hecho desastroso, se encuentran con un sinfín de inconvenientes: políticos que están pensando exclusivamente en su imagen de encuestas, medios de comunicación banales que trivializan completamente el asunto, ataques constantes de hordas de millares de imberbes con voz en las redes sociales, etc.

No voy a espoilear el film, no se preocupen, lo precedentemente señalado sucede solo en los primeros minutos de la película. Y ahí nos vamos a detener. Con ello, tenemos suficiente tela para cortar. Resulta que si bien se trata de una representación cinematográfica de un hecho hipotético, la obra "No mires arriba!" nos delata y nos desnuda frente a una terrible realidad: el equivocismo nos va a llevar directamente a nuestra extinción. Pero, ¿qué es eso de equivocismo?

En la disciplina filosófica denominada "hermenéutica", y, en particular, en la "hermenéutica analógica" desarrollada por el filósofo mexicano Mauricio Beuchot, se considera "equívoca" a la postura filosófica que considera que toda interpretación es válida y que dicha multiplicidad de perspectivas debe ser considerada con todo grado de veracidad posible. Terrible absurdo, si consideramos que si bien es cierto que muchos podemos interpretar de diversa manera ciertos hechos, existe, más allá de la subjetividad interpretante, un hecho que es digno de ser pensado tal como es. Pues bien, como hemos mencionado en previas ocasiones, la post-verdad, fruto del post-modernismo que sostiene edificios completos de mentiras bajo los cimientos hipócritas de un falso pluralismo tolerante, nos ha conducido a un tiempo en el que si bien no se nos viene ningún meteorito encima, tenemos una pandemia global casi sin precedentes sobre la cual todavía, incluso en el seno de la misma comunidad científica, se sostiene la posibilidad de que sea un mero boicot conspiranoide para quitarnos la libertad de asistir al cine.

Los datos han sido contrastados. La comunidad científica global lo ha podido constatar, analizar, poner en duda, e incluso teorizar al respecto. El virus existe, ese es el hecho. Pues, aunque a Ud. le parezca una locura, desde ciudadanos de a pie, padres de familia, gobernadores e incluso presidentes de naciones, han tenido la osadía de intentar convencernos de que todo esto no es más que una mentira. Se imaginarán mi asombro, puesto que negar la existencia de la pandemia, tras el deceso de más de 5 (cinco) millones de seres humanos de todo el mundo, es tan bizarro y grave como negar las víctimas de cualquier holocausto causado por la malicia de los regímenes totalitarios de nuestra historia.

No aún siendo suficiente argumento los decesos y su corroboración mediante las correspondientes actas de defunción, tras el surgimiento de un medio para paliar, frenar y contener las muertes, al surgir la vacuna para combatir el hostigamiento virulento del bicho, gran parte de la humanidad (también, ciudadanos de a pie, gobernantes, etc.) ha decidido creer, sin siquiera un argumento científico bien justificado, que dicha inoculación puede ser fatal, dicen algunos delirantes, inocua, dicen otros, o totalmente peligrosa, según esa gran mayoría de equivocistas. ¿Se da cuenta, amigo lector, a dónde apunto?

Veámoslo desde un punto de vista aún más ridículo: la misma gente que sostiene que la Edad Media es una era de oscurantismo y de alergia por el conocimiento, es la que sostiene que la pandemia es un invento político, que el virus tal vez no existe y que las vacunas son innecesarias. Y ud. me dirá "¿qué importa lo que piense ese puñado de delirantes?". A lo que yo, tristemente, tendré que responder: "no, no es simplemente un puñado de delirantes, se trata de una gran mayoría que se comporta en contraposición a lo que la situación sanitaria global requiere para que dejemos de morir". Y aquí hacemos un breve paréntesis, para echar un poco de luz ilustrativa sobre nuestro argumento: imaginemos qué sentía una madre hace más de 30 años cuando su hijo padecía poliomielitis. Al surgir la vacuna, le pregunto a Ud. querido lector,  ¿cree que esa madre preguntó si dicha vacuna la fabricaba Pfizer, AtraZeneca o Moderna? ¿Considera Ud. que dicho descubrimiento fue motivo de controversias y campañas antivacunas, incluso promovidas por personal de la salud? Pues no. Esa madre fue corriendo a vacunar a todos sus hijos, y los Estados nacionales la instalaron en la cartilla de vacunación obligatoria, logrando tras una campaña iniciada en 1985 que todos los países concordaran en las estrategias de aplicación de la vacuna masivamente y consiguiendo que, para el año 1991, el último caso detectado fuera, definitivamente, el último.

Retornando al eje filosófico del artículo, es preciso señalar que el reinado del equivocismo es tan nocivo como el imperio del univocismo. Ni todo lo que se dice es cierto, ni nada de lo que se dice es cierto. Hay un punto medio, denominado "prudencia" (phrónesis) que nos permite tener juicio, y ello es tener criterio, para lo cual es indispensable no caer en la moda negacionista del método científico (el cual logró acrecentar la esperanza de vida de 28 años a 78 años). Sin duda que en el transcurrir de los hechos han ocurrido sucesos y han salido al mercado productos que han dinamitado la economía de muchos sectores y han elevado de la unos otros pocos, es innegable. Pero entre la conspiración terraplanista y la imagen satelital, están nuestros ojos, mirando hacia arriba, aprendiendo los conocimientos debidamente certificados, contrastados y permanentemente revisados.

Hoy tenemos a nuestro "meteorito" frente a nuestras bruces, lo podemos ver. Pudimos sentir el dolor de la pérdida de una cantidad lamentable de familiares que se nos fueron. Podemos apreciar cómo tras las aplicaciones, no hemos caído en una terapia intensiva. Podemos salir a tomar una caña tras dichas inoculaciones con la tranquilidad de saber que el virus puede atacarnos pero no ya tan simplemente matarnos. Los números están a disposición, y no de una sola institución que monopolice las estadísticas, sino de una incontable cantidad de seres humanos que le están dedicando la vida al seguimiento, tratamiento e intento de solución a este problema que, venga ya, hay que decirlo, ha cambiado para siempre nuestra forma de transcurrir nuestra cotidianidad en el mundo. La verdad está ahí, se hace sentir. No es relato, es sintomática y violenta. El mensaje "miremos arriba" es lo mismo que siempre hemos sostenido desde nuestro marco teórico de la filosofía, a saber: "no abandones el pensar, no naturalices una muerte fruto de la irracionalidad y la injusticia".

 

lunes, 20 de diciembre de 2021

“Nativitas: predestinación o nuevo comienzo”

En la presente oportunidad intentaremos reflexionar en torno al concepto de natividad, en contraposición de la visión determinista de la irrevocable predestinación y su consecuente visión pesimista y nihilista, simbolizada antaño con alegorías y hoy tangible en una cotidianidad pretendidamente vaciada de sentido. 

Tomaremos, en primer lugar, dos íconos de la mitología griega como modelos arquetípicos de la interpretación de la existencia propiamente humana: Sísifo y Dionisos. Por si no lo recuerdan, el relato de los castigos de Sísifo revela al Rey de Corinto cargando una roca enorme sobre sus hombros cuesta arriba en una empinada montaña. Una vez cumplida la meta de hacer cima en la misma, la roca caía hacia la base del monte y Sísifo debía retornar, eternamente, a reiniciar la carga insufrible. En su obra “El mito de Sísifo” (1942), Albert Camus nos legó una interpretación de la precitada alegoría haciendo hincapié en el carácter absurdo de una vida insignificante, plagada de esfuerzos dolorosos que finalmente tornan ser inútiles e inconducentes ¿Esperanzador no? Pues bien, si nos ponemos a pensar un momento, lo que torna la existencia absurda es el quietismo, hermano mayor de un conformismo doloroso abrazado masivamente por masas completas adormecidas y desesperanzadas permanentemente bajo la ilusión que instala la imposibilidad de cambio alguno en nuestra finita existencia. 

Por otra parte, apreciemos brevemente la significancia de la epifanía de Dionisos, dios de la mitología griega que representa el éxtasis, la embriaguez, los excesos, el renacimiento del ciclo vital natural (la primavera), el caos y la expresión sublime de las emociones sin represión alguna. En la cultura griega arcaica, su celebración significaba inexorablemente un renacer completo de la naturaleza y una oportunidad única de revitalización que renueva los brotes de la vid análogamente como lo hace con la esperanza de un pueblo entero.

Con el cristianismo occidente reformuló e intentó equilibrar las perspectivas precedentemente explicitadas, invocando un sentido único a la natividad (del latín “nativitas”- nacimiento). Desde el hito del nacimiento de Cristo se instaló en nuestra cultura un entusiasmo ligado a la promesa que infiere la llegada de una vida a este mundo. Lejos de ser un simple acto biológico, nacer pasa a ser una apuesta de esperanza hacia la incertidumbre de un futuro preeminentemente incierto: es una promesa. 

De más está decir que aquellos que hemos deseado y podido ser padres, cuando lo hemos logrado atravesamos por un tsunami de sensaciones desconcertantes, preocupantes, agobiantes anuladas completamente por la inexplicable alegría que produce traer vida al mundo, que es, en otras palabras, un gesto sublime por querer dar sentido a una existencia que constantemente nos desgarra a desesperanzas. No es casual que coincidamos casi unánimemente entre los mortales medianamente normales que la pérdida de un hijo es, sin duda alguna, la experiencia más desagradable y desgarradora por la que podemos atravesar en nuestra vida…..

Así como celebramos anualmente la natividad de un Cristo, también festejamos la nuestra, la de nuestros hijos, padres, hermanos, amigos y parejas. Mientras que nuestro cumpleaños es motivo de festejo durante el día que toque, la natividad simboliza, similarmente a lo previamente detallado en el caso de Dionisos, un rebrote vital, una excusa para replantear el sentido de nuestras vidas mediante el poderosísimo símbolo de un Dios que vino a nacer para transformar radicalmente la visión absurda y dolorosa que nos dejó Sísifo en su eterno castigo como forma de vida. Se trata, sin duda alguna, de un hito que nos impele a pensar nuestra esencia espiritual individual en una celebración que debe realizarse, no casualmente, de manera colectiva puesto que la participación de la ilusión de un nuevo comienzo es imposible de realizar en solitario (a pesar de lo que digan los gurúes posmodernos de autoayuda).

En este sentido es interesante el aporte que nos lega Anselm Grün en su obra  “Navidad, celebración de un nuevo comienzo” (2005). El benedictino nos recuerda que la celebración de la natividad provoca en nosotros un sentimiento de profunda desilusión: simboliza, por una parte, el ideal de la posibilidad de comenzar nuevamente y, por la otra, la cruda realidad, a saber, la tristeza propia de una era que hace gala de la desintegración total del tejido social. Pero conjuntamente a la nostalgia y angustia mencionada, se hace presente, año tras año, la posibilidad de interpretar nuestra vida con nuevas cualidades propias del sentimiento nativo: no estamos, como Sísifo, cargando la roca de nuestro pasado, de nuestra herencia cultural, de nuestros castigos y acuciantes circunstanciales. El mensaje que nos regala Grün básicamente versa que Dios mismo comienza de nuevo contigo, ya que se integra como niño en tu realidad mediante la epifanía que representa la navidad o, en otras palabras, incluso para los no creyentes, siempre es posible nacer de nuevo.

Qué mejor ícono representativo para expresar tal mensaje que la personificación de la esperanza por un nacimiento por parte de una pareja de refugiados que huyen de su tierra para poder dar a luz, en condiciones sanitarias deplorables a quien ellos consideraron la luz del mundo, para siempre. Si nos detenemos a pensar por un instante sobre este ícono, el pesebre, podemos comprender el mensaje profundo de la invitación que implícitamente trae consigo la natividad: aún hoy, en épocas de pandemia, hambrunas y guerras, la gente insiste en traer vida al mundo. Locura para algunos, sentido para otros. Lo cierto es que nuestro persistente razonamiento y proclamación acerca de que nadie está de más en este mundo se sustenta y justifica en el marco sacro que instala la navidad: toda vida nueva es digna de promesa, y por ello vale la pena ser cuidada.

Lo sé, hoy no es “cool” plantear semejante cosa. Lo sé, vivimos en tiempos del mito de la superpoblación global, los antivacunas y el terraplanismo y la explícita tanatopolítica. Aún así, lo ancestral siempre es vigente mientras que la moda siempre es pasajera. El esclavismo al estilo Sísifo de una vida marcada por el consumo desmesurado de bienes y servicios totalmente innecesarios que sólo se presentan con la ilusión de pretender llenar con útiles obsoletos una existencia preciosamente única y finita nos deja en solitario frente al abismo del absurdo. La natividad, en pocas palabras, hace presente la manifestación colectiva de un sentimiento profundo de esperanza que nos grita entre susurros “otro futuro es posible”.


miércoles, 15 de diciembre de 2021

“Intentando comprender el mal” – Lisandro Prieto Femenía

Es sustancialmente imposible abarcar en un artículo de opinión el problema del mal. Aún así, en la presente ocasión nos interesa presentar al menos algunas aristas de este asunto, que no ha sido indiferente para la historia del pensamiento, desde Epicuro (341 A.C)  hasta nuestros días. Y tomaremos justamente  al filósofo griego como punto de partida porque fue el primero en brindarnos una formulación del problema dejando de lado cualquier justificación del mismo que aluda a tirar la pelota a la cancha de los dioses: el mal es nuestra responsabilidad.

Una cosa es la palabra, y otra muy distinta el concepto. El vocablo “mal”, en latín “măle”, apócope de “malo”- “malus”, en griego “mélas”, “mélanos” significante de una raíz sánscrita de “mala”, haciendo referencia a la adjetivación de “negro” en el sentido de “sucio”, utilizado, por ejemplo, en la terminología médica para designar al “melanocarcinoma”, también conocido como tumor. Por su parte, el concepto del mal tiene tantas significaciones históricas como corrientes de pensamiento existentes, aunque es preciso indicar algunas continuidades en la polisemia precedentemente enunciada.

Resulta difícil encarar el origen del problema del mal intentando quitar del medio la injerencia que se le ha dado a Dios sobre este asunto. La paradoja que nos presenta Epicuro consiste en pensar que: o Dios es un ser perverso que nos castiga creando la entidad maligna, pudiendo evitarla, o bien que la divinidad queda exenta de nuestra participación al mal y a las consecuencias que acarrea ser libres en este mundo. Otro ejemplo de dicha paradoja es presentado también en el Antiguo Testamento, específicamente en el Libro de Job y la descripción de todas las desgracias por las que tuvo que atravesar su existencia, siendo la misma una puesta a prueba constante a la fe. Y usted querido lector se preguntará: ¿qué diablos tiene que ver la fe con el problema del mal?

Justamente, para intentar responder a esa pregunta, asistiremos a la ayuda de un pensador bastante enemistado con cualquier tipo de esperanza que provenga de la fe, nuestro gran y simpático amigo Arthur Shopenhauer, quien sostenía que el mal no tiene otro origen más que nosotros mismos, puesto que es parte constituyente de nuestra naturaleza, al igual que otras pasiones como la violencia, el deseo o el amor. Arthur, con buen atino, nos señala que nuestra alma alberga de manera suficiente estos aspectos contradictorios, pero sobre todo el aspecto maligno, al cual lo considera desde un punto de vista positivo (puesto que “nos hace sentir”).

¿Qué nos hace sentir el mal? Dependiendo la mente que lo piense, seguramente, obtendremos una multiplicidad de posibles respuestas. Pero podríamos simplificar aquí que el mal nos produce un sobrecogimiento propio de cualquier fenómeno que nos resulte incomprensible: ¿Es comprensible que una madre mutile, torture, quiebre y asesine a su propio hijo de 5 años de edad? ¿Es comprensible la aniquilación de una aldea completa en algún rincón arenoso de nuestro planeta mediante un bombardeo de munición pesada guiado por un drone? ¿Es comprensible que un ser humano adulto corrompa y abuse sexualmente de un niño? ¿Es comprensible un taller clandestino de textiles donde las costureras usan pañales porque no tienen permitido siquiera asistir al baño? ¿Es comprensible que, existiendo absolutamente todos los medios posibles para evitarlo, aún hoy, muera gente de hambre en este mundo? Como podemos apreciar, no. No es comprensible. Lo que sí es, siempre, indignante.

Tal vez, como señaló Epicuro y reforzó Schopenhauer, el error ha consistido en pensar que aquello que acabamos de definir incomprensible forma parte de una esfera externa a la razón humana. Y, como hemos señalado en múltiples ocasiones, el mal siempre es racional. Los campos de exterminio no son construidos por pasiones, sino por gobernantes, ingenieros, funcionarios, capataces y albañiles, con nombre y apellido: el mal siempre tiene un autor y generalmente está acompañado por sus respectivos seguidores, que suelen ser las personas registradas en el padrón electoral.

Como habéis podido apreciar, el mal desde este punto de vista, nada tiene que ver con la simbología demoníaca o con la personificación material de una fuerza metafísica. Al decir que se trata de una condición inherente a la esencia de lo propiamente humano, estamos declarando lisa y llanamente nuestra responsabilidad al respecto. La posibilidad de hacer daño, de provocar males en otros, no nos viene dada por infusión de un genio maligno, sino que nace de nuestras capacidades más propias. Incluso, hay que añadir, adoptando posturas pasivas e indiferentes ante la injusticia (forma del mal más frecuente) estamos siendo siervos obedientes del accionar violento de autoría de otros (recordemos levemente la sentencia de Luther King: “me duele más el silencio de los buenos que el accionar de los malvados”).

Ahora bien, es imprescindible pensar el mal desde su completitud, y la misma está dada por su antagónico, aquel que solemos llamar “bien”. Según Agustín de Hipona, el mal no es más que ausencia de bien. Lejos de tener entidad propia, el mal aparece cuando el bien se retrae, así como la oscuridad es ausencia de luz y el odio privación de amor. En la lógica de la teología agustiniana, lo que se quiere demostrar es que el sumo bien, representado por Dios, se dona y se entrega a criaturas que libremente participan de él de manera libre y proporcional.

Por su parte, Hannah Arendt, lectora atenta de Agustín, nos legará una reflexión sobre ese mal sin raíz esencial propia, considerándolo desde su banalidad, su superficialidad, tomando como modelo a Eichmann, un nazi condenado por un tribunal israelí por su participación en el exterminio judío por parte del régimen de Adolf Hitler. La representación de este mal banal se sustentó en la descripción de un sujeto que había renunciado al principio de libertad al justificar sus actos con argumentos como “era mi deber”, “como soldado, tenía que acatar órdenes”, y similares apreciaciones dignas de un ser indigno. Lo que Arendt nos quiere mostrar es que el mal es portado y participado por millares de personas tanto en contextos de guerra (en estado de excepción) como en democracia (en Estado de Derecho), de manera gratuita e innecesaria. Esa liviandad con la cual ciudadanos comunes son artífices, testigos y participantes de la maldad fáctica, es tan aterrador como su concepto de “mal radical”, que se refiere puntualmente a las acciones concretas, planificadas y ejecutadas con meticulosidad por parte de regímenes totalitarios que implícita o explícitamente gestan agendas de exterminio y depreciación de todo rasgo que pueda considerarse humano sobre otros pueblos, etnias o comunidades concretas. Podemos avizorar con claridad que los dos tipos de males descritos por Arendt son totalmente conciliables, puesto que uno pretende aniquilar cualquier capacidad individual de las personas, mientras que el otro es el mal efectuado por las personas que han abrazado renunciar a su condición libre (en otras palabras, ciudadanos que avalan atrocidades por la cobardía propia de no querer decir “no” jamás).

Todo lo previamente explicitado no es un planteamiento meramente intelectual o académico. Se trata de un esbozo de esfuerzo de comprensión para un fenómeno que si bien está totalmente naturalizado, a muchos nos duele cotidianamente. La banalización de la criminalización, el hambre, la guerra y la injusticia nos ha pretendido crear un cuero moral demasiado duro que nos quiere hacer impermeables a la compasión y a la acción. La frivolidad y la inacción, en ese sentido, han sido siempre el alimento preferido del autoritarismo y cualquier forma de maldad.

Somos conscientes que se nos escapan de las manos un millar de aspectos fundamentales propios del análisis apropiado del problema del mal. Y seguramente, ésta es tan sólo una de las ocasiones de las cuales tendremos para continuar pensándolo. Pero al menos hemos dado un pequeño paso en dirección a la comprensión: todo mal efectuado por una persona, sea banal o radical, es racional. Las pasiones juegan un rol importante, del cual no nos hemos ocupado en este escrito, pero es necesario que separemos la justificación del mal mediante las emociones y dispongamos del razonamiento necesario para comprender esto que nos atraviesa en la cotidianidad. Los filósofos que hemos expuesto hoy coinciden en este punto: generalmente hay mal cuando hay renuncia a la libertad; se sirve al mal cuando se abandona el pensar; se es partícipe del mal, cuando hay compromiso por el individualismo y el desinterés. En otras palabras, querido amigo lector: la mayoría de las atrocidades que acontecieron, acontecen y acontecerán, son, en gran medida evitables. No hay un destino fijado, ni tampoco somos marionetas de seres que habitan en el Olimpo. La pelota está en nuestro campo, ¿en qué posición jugaremos esta partida? Piénsalo.

 

 

 

miércoles, 1 de diciembre de 2021

Analizando el origen de una mentira útil: la post-verdad

Seguramente habéis escuchado en los años recientes de manera recurrente reflexiones bastante licuadas de contenido en torno a la “era de la posverdad”. Pero ¿qué es eso de la post-verdad? Pues bien, si Ud. cree que nada de lo que se le dice vía institucional, académica, mediática o política es cierto, Ud. ha comprendido cabalmente el término. Pero hagamos un poco de espeleología sobre el término y genealogía sobre sus orígenes, puesto que nada viene de la nada. 

El prefijo post-o pos- hace referencia a “lo que viene después de”, en este caso en particular, el pensamiento posterior a la modernidad. Quien introduce el concepto de “post-modernidad” con popularidad en el campo académico-intelectual fue el filósofo francés J.F. Lyotard (1924-1998), en su obra “La condición postmoderna” (1979) en la cual intenta, mediante el pretexto de realizar un análisis del saber en los países económicamente desarrollados, desplegar una reflexión en torno a los quiebres que se han producido en torno a la cosmovisión moderna hasta la contemporaneidad. Asimismo, en su obra denominada “La postmodernidad explicada a lo niños”  (1986), en respuesta a una serie de cartas y críticas recibidas por la lectura de “La condición postmoderna”, Lyotard expondrá su “Misiva sobre la historia universal” para brindar su versión de una filosofía de la historia, en base a la famosa metáfora de “la muerte de los metarrelatos” (o los “grandes relatos”), léase también la idea como la caída de los grandes ídolos –ismos- de la historia.  ¿A qué relatos se refiere el francés?  

Brevemente intentaremos repasar la perspectiva del francés. En primer lugar, se refiere particularmente al relato del cristianismo, también conocido como la doctrina religiosa y espiritual fundada por Jesús de Nazaret, en la cual el Hijo de Dios padece una serie de tormentos en pos de la redención de los pecados de la humanidad. El “relato” se sustentaría, según Lyotard, en la promesa de salvación y redención por el sacrificio ofrecido por Dios para brindar la posibilidad del acceso al reino de los cielos. En segundo lugar, el marxismo, relato ofrecido por Marx y Engels que promete un nivel de plenitud comunitaria mediante la revolución proletaria que conseguiría el fin de las luchas de clases. En tercer lugar, nos encontramos con el relato moderno del iluminismo, que se funda en el racionalismo imperante que entrona a la razón como deidad que nos conduciría indeclinablemente a un mundo racional y a un progreso, consecuencia de ello, inexorable e indetenible. Consecuentemente y finalmente, hace aparición el cuarto relato, la promesa de prosperidad globalizada del capitalismo.  

Como habrán podido apreciar, a pesar de las sustanciales diferencias entre los ismos precedentemente señalados, según Lyotard tienen algo en común: todos ofrecían una visión teleológica de la historia (siempre se apunta a una finalidad concreta e inevitable) y a una correspondiente promesa. Ahora bien, es preciso detenernos un segundo aquí y preguntar: ¿qué legitiman estos relatos? ¿A qué apuntan esas promesas que ofrecen? Vamos por parte. 

 En primera instancia, el cristianismo estaría legitimando una historia de la humanidad paralela pero vinculada intrínsecamente con una historia divina que ofrece la salvación mediante el perdón de todos los pecados. El iluminismo pretendía legitimar la primacía de la razón en pos de un progreso constante, lo cual permitiría por consecuencia lógica al próximo, el capitalismo que buscaría legitimar la economía global de libre mercado que promete bienestar generalizado mientras que el marxismo buscaba fundamentar una especie de plenitud comunitaria en una sociedad que no tenga clases.  

Ahora bien, si dispensamos de las brújulas que dispensan dichos ismos, ¿qué queda? Aparentemente podemos leer esta ficción fundante de la total decadencia epistemológica, científica, política y cultural de dos modos, arbitrariamente seleccionada: en uno de ello, se estaría dando espacio a los micro-relatos o al “no-relato”. El proceso interminable de fragmentación de interpretaciones de hechos de la historia conformarían a la historia misma, y no ya la idea de un relato único bajo el cual se acomodarían los estadios epocales. Es aquí, en la consideración y en el respeto por aquellos microrrelatos donde entra a jugar su papel fundamental el liberalismo político y económico, preponderantemente anglosajón. ¿Por qué? Porque justamente la idea de “mercado” en el neoliberalismo es la idea de pluralidad por excelencia, al igual que la social democracia capitalista que se muestra (y se vende) como una forma de vida que priorizaría el amparo a dichas minorías que portan, asimismo, sus propios relatos en un todo supuestamente organizado armoniosamente bajo dispositivos de consensualismos que detentan la autoridad de lo políticamente correcto. 

Y ahora es momento de ir al hueso: si el abuso del recurso a la deconstrucción nos ha posicionado ante un mundo en el cual nada es verdadero pero todo es interpretable (paradoja contradictoria, puesto que para interpretar algo, es necesario que ese algo exista) y relativo, ¿qué es cierto? Pregunta violenta si las hay, puesto que asistimos a un tiempo histórico en el cual pretender decir o saber la verdad es considerado un acto literal de violencia. La ofensa se sobrepone a la demostración y las emociones se priorizan a la razón. Si nada es cierto, y todo es relativo, ¿qué queda? ¿Cómo podemos transformar una historia si la misma es un relato de un caos de supuestas multiplicidades? Estimado lector, es comprensible el agobio ante semejante planteamiento, y si bien es cierto que en un breve artículo de opinión no lo podríamos desarrollar cabalmente, he aquí un esbozo de pensamiento que se ofrece con la intención de brindar un poco de claridad y sensatez: nos han engañado.  

El engaño ha consistido en instaurar regímenes discursivos (que son estrictamente políticos) en los cuales se instala un doble juego paradojalmente macabro: se destruye cualquier pretensión de verdad, veracidad o facticidad negando toda posibilidad de asertividad a cualquier tipo de conocimiento que pretenda establecer reglas teóricas sustentadas en hechos empíricos; se deconstruyen las concepciones que antes aglutinaban de cierta manera algunos rumbos en común y se instaura el reino de un falso pluralismo disgregador que si bien pregona respeto por lo diverso impone a fuerza de espada una verdad única y un régimen posible. 

¿Qué hay entonces? ¿Qué nos queda? En respuesta a ello, podríamos contrarrestar que hay hechos, y hay interpretaciones de los hechos (no todo es literal, ni todo es relativo). Hay verdades evidentes, fenómenos demostrables por sí mismos, y acontecimientos difíciles de dilucidar. Hay argumentos fundamentados anclados a hechos y hay también opiniones sesgadas y prejuiciosas que desprecian cualquier anclaje al sentido común.  

El coraje de pensar nos permitirá vislumbrar que los liberadores de las cadenas dogmáticas del pensamiento moderno no son  más que serviles mercaderes adaptados al globalismo propio de un capitalismo salvaje cuya función, lejos de ser la emancipar y educar para libertad, es la de ser funcionales a agendas políticas de disgregación comunitaria en supuesto favor de un pluralismo que en el fondo es bastante demagógico y totalitarista. No desespere, la filosofía de la buena siempre estará a la mano para desenmascarar a dichos farsantes diletantes y nos seguirá susurrando al oído: donde todos piensan igual, nadie piensa. 

 



lunes, 22 de noviembre de 2021

“Atomizados y subyugados: desnaturalizando el «divide y reinarás»”.

Bien conocida y utilizada en demasía es la expresión “divide y reinarás” (en latín “divide et impera”; en griego “Diaírei kaì basíleue”), pero hoy quisiéramos pensar cómo un lema militar de la antigüedad se convirtió en política de Estado a nivel global, provocando consecuencias sociales y/o comunitarias devastadoras por doquier.  

Generalmente  se atribuye la autoría del precitado proverbio a Filipo de Macedonia (382-336 AC), padre de Alejandro Magno, como también al general Julio César (100 AC- 44 AC). Se trataba de una estratagema militar bastante eficiente que consistía en sobornar o endulzar a los altos rangos de las tribus enemigas del imperio para que se disocien de otras tribus (también enemigas) y así menguar la cantidad de guerreros opositores que pudieran ofrecer resistencia. Como vemos, es una estrategia de atomización de enemigos con el fin de debilitar las líneas del frente enemigo, permitiendo de esta manera doblegar varias cohortes con un ejército menor.  

El trabajo de inteligencia, espionaje y de soborno fueron siempre fundamentales para cumplir con la referenciada estrategia, ya que estamos hablando de un  proceso sistemático de debilitamiento del enemigo desde el interior de su propia estructura. Llegado el momento de la confrontación, los guerreros contrarios llegan en pésimas condiciones, en menor número y casi sin entusiasmo a combatir contra un enemigo que hace tiempo les estuvo serruchando silenciosamente el piso. 

Actualmente asistimos a un tiempo en el cual la estratagema militar precedentemente señalada es básicamente la agenda de gobierno en la mayoría de los países del globo. Por supuesto no se trata de la vulgar y rústica metodología que emplearon los macedonios o los romanos en la antigüedad, pero la intención y finalidad es exactamente la misma, sólo ha cambiado aquello que consideramos “enemigo” y se han sofisticado las formas. El rival ya no sería específicamente el extranjero (aunque, en algunos casos, se han creado discordias ficticias con etnias y nacionalidades foráneas para distraer a la ciudadanía en guerras de falsa bandera), sino que, como indicaba Arendt, se trata de un “enemigo pretendidamente invisible” (respecto al autoritarismo propio del poder manejado por la burocracia). En sus palabras: "la dominación burocrática, la dominación a través del anonimato de las oficinas, no es menos despótica porque nadie la ejerza. Al contrario, es todavía más temible pues no hay nadie que pueda hablar con este Nadie, ni protestar ante él". [¿Qué es la política? (Buenos Aires, Paidós, p.50)].Vosotros mismos podéis corroborar esto que Arendt menciona: sólo basta que usted, estimado lector, tenga un problema de índole burocrático con el Estado o con un servicio privado y requiera de atención para solucionarlo: la invisibilidad hará su epifanía al instante.  

Consideremos por un instante que el proceso de atomización actual es una cascada que comienza separando las comunidades del Estado, al ciudadano de su vecindad, pueblo o comarca, los padres de las madres, los hijos de sus padres e incluso al individuo en el seno de la persona misma. No estamos hablando de otra cosa más que del proceso de atomización propuesto por el modelo liberal moderno, preponderantemente anglosajón, el cual toma impulso considerable a raíz del proceso de independización de las naciones que formaban parte de Hispanoamérica. En pocas palabras, podríamos enunciar la concatenación del proceso disolutivo en las siguientes etapas: separación del imperio aglutinante (preponderantemente cristiano-católico), institución de Estados-nación independientes políticamente pero dependientes económicamente de los capitales anglosajones; instauración de regímenes funcionales a los intereses del nuevo imperio dominante; pérdida de la identidad mediante el globalismo liberal y la economía de libre mercado (que lejos de ofrecer crecimiento y soberanía, instala una coerción geopolítica en los países mal llamados “emergentes”), separación de la institución religiosa del Estado (privatización de la espiritualidad); promoción de agendas minoritarias que apuntan al detrimento de la familia y al aislamiento del individuo en pequeños sectores elitistas motivados por intereses muy particulares, casi individuales; etc. El resultado: naciones subyugadas, ancladas en el subdesarrollo y con una comunidad dispersada, separada, aislada, movida por intereses individualistas financiados por capitales foráneos, pérdida de la identidad nacional y la fundación de una estructura política ficticiamente bipartidista que corta la torta y reparte lo sensible a su pleno antojo. 

La naturalización de la inactividad total en el marco de la participación política, bajo el pretexto de unas castas políticas intangibles que sostienen un status quo pretendidamente inmutable e inalcanzable, para posteriormente instalar en la sociedad de manera sistemática un dispositivo de discordia permanente, posibilita una distracción constante en la ciudadanía. En dicho marco, con una población abobada tras el bombardeo mediático considerable en torno a disputas ficticias e intrascendentes, pero siempre visibles, los minúsculos grupos de poder que sostienen las patéticas grietas pueden descansar sobre la seguridad de no contar con oposición real alguna. En otras palabras: las grietas siempre sirven a pocos, y nos destruye a todos. 

La figura del enemigo como hostis, presentada por Carl Schmitt (1888-1985), se subvierte: no es el que viene de afuera para irrumpir aquí dentro, sino que la figura queda representada por un sector previamente seleccionado y promocionado en detrimento de otro, supuestamente contrario e incluso mostrado como contradictorio. En el fondo, dichas dicotomías puestas en los escaparates de los medios, no son tal cosa, sino más bien todo lo contrario: al son del conflicto virtual, de una población que se desgarra así misma en el seno de un territorio común, los representantes de los bandos celebran acuerdos y reparten su botín en conformidad a intereses individuales cuyas consecuencias son pagadas, incluso con sangre, por una mayoría que generalmente participa de la pantomima por acción interesada, por omisión ponderada o por simple y llano fundamentalismo propio de la cultura del abandono del pensar. 

No es casual que las democracias liberales cocinadas al fulgor del capitalismo salvaje se hayan resquebrajado sistemáticamente, hasta el punto álgido de tornarse en regímenes cada vez más desinteresados por las necesidades de los pueblos pero, a su vez, con una capacidad de acción (poder real) intencionalmente responsable de la concentración de dicho poder en sectores cada vez más reducidos y particulares. Tampoco es casual, a causa de lo precedentemente señalado, el descrédito masivo y monumental que manifiestan las sociedades respecto a la efímera y casi invisible participación e intervención concreta por parte de los poderes legislativo y judicial, los cuales se muestran accesorios al poder de turno de una figura presidencial que dista bastante del ideal democrático-participativo y se acerca cada vez más a la figura del monarca que tanto detestan los sectores más posmo progresistas.  

Para concluir, no quisiéramos quedarnos en la simple descripción del proceso disolutivo (intencional) del tejido social. No basta con intentar mostrar lo evidente. Al “divide y reinarás” se lo puede intervenir críticamente, siempre, puesto que siempre que hay dominación, naturalmente hay resistencia a la misma. Salustio (86 AC- 34 AC), el gran historiador romano nos legó un célebre proverbio que versa “las cosas pequeñas florecen en la concordia” (“concordia res parvae crescunt”), también conocido como “la unión hace a la fuerza”, reinterpretado por el poeta alemán Hieronymus Osius (1530-1575) al legarnos que «así como la concordia potencia los asuntos humanos, una vida pendenciera priva a las personas de su fuerza». Es evidente que a pesar del paso de los siglos, la estratagema de atomizar para subyugar se ha encontrado presente, con diversas manifestaciones a lo largo de la historia. Pero también es cierto que en tiempos despóticos la humanidad recurre a su característica esencial de resistir al embate de la disgregación intencional y contrapone su más noble potencialidad en cuanto animal político que somos: “nadie se salva sólo”. 





sábado, 13 de noviembre de 2021

Pensar la finitud para no vivir como muertos vivos

Pero hoy quisiéramos profundizar un poco más sobre el asunto existencial que le da sentido al razonamiento sobre dicha autenticidad, que lo precede y al mismo tiempo lo trasciende, a saber, la muerte, también conocida como la imposibilidad de todas las posibilidades.

Recordemos que el ser-ahí ('dasein', nosotros), ese ser arrojado a un mar de posibilidades inciertas, que no tiene más remedio que ser,  que es único en cuanto que no hay otro ser que se pregunte por su ser excepto él, una vez que es consciente que proviene de la nada y que su destino está estrictamente marcado por la temporalidad, naturalmente se angustia.

Ahora bien, dicha angustia ('angst'), lejos de ser un impedimento que va en detrimento de la existencia, podríamos interpretarlo como signo o revelación justamente de nuestra auténtica condición como seres existentes conscientes plenamente de la finitud que nos toca de manera esencial. 

Ante ello, generalmente, el ser humano no tiene la tendencia a problematizar su ser permanentemente ni mucho menos  intentar comprenderlo de manera cabal y/o contemplarlo evitando  escapar de la banalidad y la trivialidad, sino más bien que pretendemos olvidar dicho signo fáctico de la temporalidad que nos es dada (que nos lleva procesualmente a la muerte), correr nuestra mirada, distraernos frivolizando la existencia al no asumirla cabalmente.

Pensarnos en nuestro ser nos demanda una cierta búsqueda de comprensión de nuestro propio destino, la cual parece ser imposible en el marco de una vida atravesada por distracciones voluntarias, banales y mediocres que tan sólo sirven de placebo para tapar el sol con un dedo.

"La nada que queda del 'antes' y la nada del 'después' que no nos pertenecen en absoluto. ¿Angustiante verdad?"

Sabemos perfectamente que asumir la temporalidad sin permitir la intervención de las precitadas distracciones, es tremendamente difícil, puesto que no vivimos aislados en cuevas de montaña, sino prácticamente al amparo del rol social que nos toca jugar, es decir, de aquello que se espera de nosotros (lo que hagamos, digamos o pensemos).

La autenticidad que mencionamos previamente puede perderse fácilmente, y no es descabellado que así suceda, ya que nuestro propio modo de ser nos implica en la asunción radical de nuestra finitud: Aceptar la posibilidad de no poder dar cumplimiento a todas las posibilidades que podrían desplegarse ante nosotros, tomar decisiones que acarrean correr el riesgo de equivocarnos, o bien arrepentirnos y culparnos por aquellas elecciones que en el pasado abrazamos, no son más que síntomas de coexistir, de manera angustiante, con nuestra mortalidad.

De sabernos infinitos, eternos, nada nos provocaría lamentación o angustia alguna. Si nos angustiamos es justamente por nuestra condición mortal que revela la posibilidad de sentir culpa por un pasado irrecuperable, como también la sensación de abismo que provoca la cruda facticidad de una muerte que aguarda en un futuro incierto.

En ese sentido, nos dará a entender Heidegger, sólo nosotros somos propiamente finitos, en el sentido de que, por ejemplo, los animales no mueren sino que cesan. Al contrario, nosotros no pensamos la muerte como un mero cesar, pero ¿por qué no? Porque la muerte es la posibilidad vivida de que no haya más posibilidades para nosotros; es la posibilidad de que mi mismo ser sea imposible. Nuestra vida sería, entonces, un 'entre' extremos: La nada que queda del 'antes' y la nada del 'después' que no nos pertenecen en absoluto. ¿Angustiante verdad?

El análisis que nos ofreció Heidegger pretende acercarnos esta reflexión: nuestro ser puede interpretarse como una tensión entre pasado, presente y futuro que nos constituye. En otras palabras, somos literalmente temporalidad.

"Hay algo peor que la consciencia de la finitud y la angustia que produce saber que vamos a morir eventualmente y fácticamente algún día, y es la posibilidad de haber vivido una vida vacía, llena de nada"

No es casual que nuestro filósofo considere al tiempo como horizonte de comprensión del ser, el cual es acontecimiento o advenimiento y no tanto presencia permanente. Existir pensando el tiempo sin evasiones clásicas de una vida trivial nos podría dar al menos la chance, considera Heidegger, de apropiarnos de un destino propio, con sentido, auténtico. 

¿A qué va todo ésto? ¿Dónde se supone se encuentra el consuelo? Pues amigo lector, la filosofía no es ni por cerca autoayuda, ni mucho menos pretende cumplir con funciones analgésicas ante los dolores propios de la existencia. Más si les puedo asegurar una cosa: Hay algo peor que la consciencia de la finitud y la angustia que produce saber que vamos a morir eventualmente y fácticamente algún día, y es la posibilidad de haber vivido una vida vacía, llena de nada.

Quien vive intensamente el regalo de la temporalidad, intentando comprender y dar sentido al acaecer de la existencia no es un ser-a-la-mano, un ser-útil ni mucho menos un ser que vivió sin siquiera haber tenido noción alguna de lo que ello implica.

El horror no debería producirse por pensar la muerte en sí misma como imposibilidad de toda posibilidad, sino por no haber considerado jamás posibilidad alguna de existencia que haya valido la pena haber sido vivida. En otras palabras, se trata de pensar nuestro ser desde la muerte para no vivir como muertos en vida.

jueves, 4 de noviembre de 2021

¿Te animas a ser tú, por siempre?

“¿Te animas a ser tú, por siempre?” – Lisandro Prieto Femenía

En la presente ocasión intentaremos abordar un asunto filosófico atemporal, pero que nos interpela justamente en lo más propio de nuestro ser, nuestra finitud. Bien sabemos que somos el único ser que se pregunta por su ser y que nuestra existencia está marcada por una infinidad de posibilidades de existencia, más sólo una única posibilidad es, a su vez, la que puede aniquilar todas las demás, a saber, la muerte. Ante este acontecimiento, el más fáctico y concreto, pensamos el transcurrir de la vida, nuestra vida. Pero hoy sólo nos centraremos en la percepción que tenemos de nuestro propio acontecer vital.

En un fragmento de la adaptación cinematográfica  (2007) de la novela “El día que Nietzsche lloró” (Irvin D. Yalom; 1992) el personaje Nietzsche le regala al trastornado Dr. Bauer un pensamiento: “¿Qué sucedería si un demonio te dijera que esta vida, como la vives ahora, como la viviste en el pasado, deberías vivirla otra vez e incontables cantidad de veces más? No obtendrías nada nuevo: cada dolor, cada alegría, cada detalle o cosa importante, ser repetiría en tu vida. La misma sucesión, la misma secuencia, una y otra vez, como el reloj de arena del tiempo. Imagina la infinitud. Considera la posibilidad de que cada acción que elijas, la elijes para toda la eternidad.  Entonces toda la vida sin vivir quedaría dentro tuyo, sin vivir, para siempre”. Por supuesto que el pensamiento ofrecido por el filósofo a Joseph Bauer  le resultó extremadamente espantoso. ¿Por qué?

Básicamente porque la propuesta del eterno retorno de lo mismo apela a un vitalismo que abraza la vida como indica la locución latina “amor fati” (amor al destino; amor a la tierra), que no es más que una aceptación rotunda de la existencia fáctica con todo lo que ella acarrea: felicidad, dolor, decepción, enfermedad, privación, salud, tristeza, duelo, etc. En palabras del mismo Nietzsche: “mi fórmula para expresar la grandeza en el hombre se reduce al deseo de que nada sea distinto respecto a lo que es o ha sido; ni en el pasado, ni en el futuro ni en la eternidad. No solo hablo de soportar lo necesario, sino de no disimularlo o incluso de amarlo con creces” ¿Resulta factible comprender la idea de aceptación de mi existencia tal como se ha ido dando y como yo la he ido realizando? ¿Aceptarías vivir esta vida una y mil veces más? Pues ahí radica el meollo de la reflexión ofrecida: de amar la vida, de tener ese sentimiento de aceptación de la misma y de contar con la fortaleza de asumirla como tal, pues no deberías tener problema alguno en asumir la posibilidad de vivirla repetidamente de manera indefinida. Arduo ¿no?

Respecto a la precitada cuestión de la asunción de la vida,  Miguel de Unamuno, en su monumental obra “Del sentimiento trágico de la vida”, nos dirá que debemos pensar en la existencia del hombre de carne y hueso, no la abstracción filosófica y despersonalizada que etiqueta al humano existente como animal político o racional, sino aquel ser que, sabiendo que va a morir, quiere persistir en su ser (idea adoptada del conato de Spinoza): “[…] es decir, que tú, yo y Spinoza queremos no morirnos nunca y que este nuestro anhelo de nunca morirnos es nuestra esencia actual[…]”. En estos dos sencillos términos, a saber, sobrevivir y buscar ser inmortal, Unamuno condensa un atisbo de definición de nuestra esencia. Pero va más allá, puesto que no debemos confundir permanecer y ser por siempre. Miguel, de manera similar a Nietzsche, también nos interpela a que abracemos nuestra propia existencia con noble aceptación de lo propiamente vital:   “[…] más y cada vez más; quiero ser yo y, sin dejar de serlo, ser además los otros, adentrarme la totalidad de las cosas visibles e invisibles, extenderme a lo ilimitado del espacio y prolongarme a lo inacabable del tiempo. De no serlo todo y por siempre, es como si no fuera, y por lo menos ser todo yo, y serlo para siempre jamás. Y ser todo yo, es ser todos los demás. ¡O todo o nada![…]”.  

Y vamos más allá todavía. No conforme con la posibilidad de la muerte, el hombre concreto que nos presenta Don Miguel no quiere jamás dejar de ser él mismo. Morir para pasar a ser otra cosa, lejos de ser suficiente o reconfortante, es más bien motivo de pavura: «No quiero morirme, no; no quiero, ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí, y por esto me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia.». La reflexión seguirá girando en torno a la dignidad que conferimos a nuestra propia existencia en cuanto que aún pudiendo vivir en condiciones que consideremos no óptimas, podamos tener el valor que aceptarnos y encarar nuestra vida con esta guía: haga lo que haga, me suceda lo que me  suceda, ésta es mi vida y así estoy dispuesto no sólo a transcurrirla, sino también a desear que así sea, para mí, por siempre. Repetimos la interpelación: difícil, ¿no? 

Semejante dilucidación no depende del orgullo o de la épica con la cual los insensatos bravucones típicamente pedantes se autoperciben, sino más bien de la decisión sobria de existir sin el resentimiento constante que produce la sensación frustrante y persistente de haber querido ser o hacer otra cosa que no somos. En este sentido la filosofía no es un tipo de saber abstracto y teórico, se torna un modo de vida práctico y vital, cotidiano y pretendidamente eterno. A la manera como el estoicismo nos ha propuesto literalmente una forma de vida que esquive las pasiones negativas, el existencialismo vitalista de Nietzsche y Unamuno nos invita pensar en una eternidad (en un caso, imaginaria, en otro, pretendida) que se gesta en un presente fáctico y escurridizo en el cual no debe dase espacio alguno al resentimiento y las lamentaciones que tornan “lo que fui ayer allí, lo que soy aquí y ahora” en un insufrible y permanente “lo que no fui ayer, lo que no estoy pudiendo ser hoy, y lo que jamás seré luego”. 

El tormento de Bauer al darse cuenta que su vida es voluntariamente miserable y que podría serlo así por siempre, reveló su camino hacia la felicidad: mientras estés vivo, realmente vivo, estás a tiempo de dejar de ser eso que jamás quisiste ser. Mientras vivas a la manera de la aceptación de tu existencia (no hay que confundir esto con conformismo en absoluto), no hay razón para no querer vivirla, así, sin lamentaciones limitantes, por siempre.

 

 

 


viernes, 29 de octubre de 2021

Desnaturalizando la servidumbre voluntaria – Lisandro Prieto Femenía

editorial de Jesús

En una emblemática y conocidísima editorial de su programa, el periodista y escritor español Jesús Quintero nos regaló un mensaje exquisito que hoy vamos a analizar respecto a un asunto inquietante para muchos, pero intrascendente para una gran mayoría, a saber, el tipo de existencia que responde a la servidumbre voluntaria. Nos advierte  Quintero: “Siembre ha habido analfabetos, pero la incultura y la ignorancia siempre se habían vivido como una vergüenza. Nunca como ahora, la gente había presumido de no haberse leído un p#@* libro en su jo#*@* vida, de no importarle nada que pueda oler levemente a cultura o que exija una inteligencia mínimamente superior a la del primate. Los analfabetos de hoy son los peores, porque en la mayoría de los casos han tenido acceso a la educación: saben leer y escribir, pero no ejercen. Cada día son más, y cada día el mercado los cuida más y piensa más en ellos. La televisión cada vez se hace más a su medida. Las parrillas de los distintos canales compiten ofreciendo programas pensados para una gente que no lee, que no entiende, que pasa de la cultura, que quiere que la diviertan o que la distraigan aunque sea con los crímenes más brutales o con los más sucios trapos de portera.  El mundo entero se está  creando a la medida de esta nueva mayoría, amigos. Todo es superficial, frívolo, elemental, primario, para que ellos puedan entenderlo y digerirlo. Esos son socialmente la nueva clase dominante aunque, siempre será la clase dominada, precisamente por su analfabetismo y su incultura, la que impone su falta de gusto y sus morbosas reglas. Y así nos va… a los que no nos conformamos con tan poco, a los que aspiramos a un poco más de profundidad, un poquito más hombre, un poquito más…”  

Muchos de los actualmente existentes hemos tenido la oportunidad de experimentar en nuestra vida la experiencia de un bisabuelo o abuelo que a veces o, en el mejor de los casos, a duras penas, pudo terminar su educación primaria o elemental. Se trataba de un mundo que no exigía doctorados para acceder al empleo y/o al emprendimiento de cualquier tipo de empresa. Y sí, como bien indica Jesús, uno notaba en ellos que el no saber leer o escribir, lejos de ser motivo de orgullo, producía una sensación de carencia que conllevaba a cierto tipo de vergüenza, básicamente porque en ese mundo y en ese tiempo, “no saber” o “no poder” era literalmente una limitación en absoluto ponderada. Claro ejemplo de ello es la consideración que se tenía sobre los docentes en ese entonces: se trataba de un ciudadano ilustre, totalmente digno de respeto y admiración por parte de su sociedad, el cual disponía de un capital cultural que le permitía ocupar un lugar social (de prestigio, no económico) privilegiado, justamente porque en los docentes devenía la responsabilidad de educar a los hijos y nietos de esa generación mayoritariamente analfabeta.  

Pues bien, nos dice Quintero, de ese mundo al actual, hubo una transvaloración diametralmente opuesta que le quitó el velo de la vergüenza a ese “no saber” y lo convirtió, literalmente, en un talento. Sí, en un talento. Y no es necesario dar ejemplos concretos, puesto que todos los que puedan estar leyendo este artículo conocen perfectamente el tipo de contenidos virales, masivos y deseados que circulan por las redes sociales y el prime-time de la TV. En la casi totalidad de dichos contenidos, el modelo no es el profesor que mencionábamos precedentemente, no es la brújula moral que busca equilibrar la coherencia entre pensar, decir y hacer, sino más bien todo lo contrario. Cuanto más vulgar, trivial, banal e insensible es el contenido que se ofrece, mas poder de consumo recibe. Esto no es casual ni accidental: los productos “culturales” más vendidos son aquellos que tienden a la entretención sin implicación interpretativa o crítica alguna y se presentan benevolentemente como medios para “desenchufarnos” de una existencia agobiante. 

El hecho de contar con poblaciones formalmente “educadas”, con acceso a la educación y con un mercado laboral que hace imprimir certificaciones académicas a la manera que la casa de la moneda imprime billetes y, al mismo tiempo, asistir a un tiempo en el cual se celebra abiertamente el abandono el pensar crítico, es lo que Quinteros señala cuando nos indica que “saben leer y escribir, pero no ejercen”. Este asunto es particularmente grave dado que nos encontramos en un tiempo catastróficamente paradójico: nunca en la historia la humanidad tuvo tantas facilidades y medios para acceder al conocimiento como hoy y, sin embargo, nunca se ha registrado que dicha población capacitada renuncie tan cabalmente a cualquier atisbo de actitud crítica ante “lo dado”. Podemos apreciar cómo se pasó de la ilusión de la educación (y el arte) como medio emancipador o de ruptura al status quo, de movilidad social, a su opuesto trágico: la educación y la cultura como accesorio, medios de consumo para la adquisición de capital cultural que acredita puntaje y no necesariamente saber. 

En ese sentido, consideramos interesante el aporte que nos brindaron Adorno y Horkheimer en torno al tratamiento de la “industria cultural” como el dispositivo de poder que instala un mercado de mercancías culturales que le arrasan a la obra de arte su capacidad de ruptura, que no es nada más ni nada menos que su potencia para develar críticamente aquello con lo cual la sociedad no está conforme. Como también oportunamente lo señaló Benjamin al referirse a la pérdida del aura de la obra de arte, confluyen aquí en considerar que dicha industria reemplaza lo crítico por lo entretenido, a los fines prácticos de mantener el malestar apaciguado, disfrazando dichos productos en medios para “desenchufarnos”. A fin de cuentas, como pudimos apreciar en la maravillosa obra de hermanos Wachowski (“The Matrix”), en la quimera de una supuesta liberación de los pesares se encuentra la clave de nuestra esclavitud. 

Justamente por ello es fundamental recordar, aunque sea por un instante, aquello que nos advertía Étienne de La Boétie (1530-1563) en su inmortal “Discurso sobre la servidumbre voluntaria” al expresar que “la libertad, un bien tan grande y deseable” una vez que se pierde, “todos los males sobrevienen, y aún los bienes que quedan después pierden por completo su gusto y saber corrompidos por la servidumbre”. ¿Cómo renunciar al bombardeo mediático y cultural-mercantil al que somos sometidos cotidianamente? No es para nada sencillo responder a dicha pregunta en un breve artículo de opinión, pero si de algo nos sirve el aporte de La Boétie, podemos ofrecer un atisbo de dilucidación: así también los tiranos, cuanto más roban, más exigen, más arruinan y destruyen, más se les da y más se les sirve, tanto más se mortifican y se hacen continuamente más robustos y vigorosos para aniquilarlo y destruirlo todo, pero si no se les da nada y no se les obedece, sin combatirlos ni golpearlos quedan desnudos y desechos y no son ya nada…” . En resumidas cuentas, a veces no obedecer ciegamente, es suficiente como para considerarlo un comienzo para nada despreciable que nos invita a darnos cuenta que es posible otro camino, el de permitirnos detenernos un segundo a dudar y cuestionar a la vorágine de consumo innecesario que nos implica tiempo, energía e incluso cierta pérdida de nuestra capacidad crítica reflexiva.  

Consecuentemente, el contemporáneo filósofo surcoreano Byung-Chul Han nos demuestra en su discurso en torno a la autoexplotación voluntaria que en la precitada lógica de la industria cultural el nivel de alienación es tal que ni siquiera somos conscientes que estamos siendo explotados. Y eso no es todo, puesto que agrega que en la banalidad de creer (o comprar el paquete de idea) que “nos estamos realizando”, no hacemos más que explotarnos a nosotros mismos. Coincidiendo con La Boétie (a pesar de los 6 siglos que los separan) Byung-Chul Han nos remarca que el nivel de sofisticación del neoliberalismo es tal que ni siquiera podemos apuntar la mira a un enemigo visible, lo cual nos convierte a nosotros mismos en nuestros propios regentes domadores y promotores del servilismo voluntario, acarreando con ello las consecuencias que paga nuestro cuerpo y nuestro entorno social más íntimo. 

Como hemos podido apreciar, los medios para atender al kantiano “sapere aude” (atrévete a saber; ten el valor de usar tu propia razón) los tenemos al alcance de la mano, generalmente a través de dispositivos de pocas pulgadas que sostiene la palma de una mano. Pero eso no es suficiente si no comenzamos a sentir la necesidad de superar la superficialidad banal con la que se nos muestra una realidad inexistente pero entretenida. Ese clamor de “un poquito má hombre!” debe dejar de ser un tabú de una minoría que no encuentra su lugar en el escenario caótico y divertido que subyuga toda posibilidad de alzar la frente y preguntar ¿es esto suficiente?, ¿qué nos estamos perdiendo por aceptar servilmente la naturalización de la vulgaridad?, ¿qué vida hay más allá de los límites del reinado de la trivialidad entretenida? 


viernes, 22 de octubre de 2021

Empatía envuelta en celofán de 8 bits

“Empatía envuelta en celofán de 8 bits” – Lisandro Prieto Femenía

Según la Real Academia Española,  el término “empatía” (del griego “empátheia”: “em”, “en”, “dentro”; “pathos”, “afección”, “sentimiento”, incluso “dolor”) puede significar la capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos, o bien, en términos generales, es un sentimiento de identificación con algo o alguien. A diferencia de la “simpatía”, que expresa mayormente una participación estrictamente subjetiva dirigida al afecto o afinidad espontánea que puede experimentarse inmediatamente por tal o cual cosa o persona, en la empatía juega un rol decisivo la razón que busca una objetividad mediante la comprensión crítica de una situación concreta. En otras palabras, ser empático no es espontáneo, sino que se consigue mediante el pensar reflexivo y el hábito del uso de la razón.

En este sentido, es pertinente recordar la  máxima que versa “homo sum, humani nihil a me alienum puto” (“soy hombre, nada de lo humano me resulta ajeno”) enunciada por  Publio Terencio Africano (194 A.C – 159 AC) en su comedia denominada Heauton timorumenos” (“El que se atormenta a sí mismo”, “El enemigo de sí mismo” o “El verdugo de sí mismo”). Otra posibilidad de lectura e interpretación del precitado proverbio podría ser “soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño”, ya que, como dijimos previamente, la empatía nos permite identificarnos con otro que si bien es distinto, yo puedo sentir su pathos como propio y no como ajeno y ello podemos ejemplificarlo cuando experimentamos que el dolor de otro nos duele en su análoga intensidad.

Como podemos apreciar, no es fácil lograr “ponerse en los zapatos del otro”, puesto que implica un grado de comprensión considerable que nos permita tener un esbozo claro del sentir de otro que es como yo, en algunos aspectos, pero es estrictamente “otro” en su particularidad, la cual es digna de ser entendida para contar con una noción cabal de su sentir en un momento determinado. 

Ahora bien, en plena era de las redes sociales y telecomunicaciones masivas resulta que las vidrieras digitales que muestran nuestras vidas mediante fotos, videos y una cantidad limitada de caracteres nos revelan una aporía contradictoria interesante: todos pueden ver tu dolor y reaccionar virtualmente a tu situación (pueden aparentar un sentimiento mediante un emoticón, una reacción tridimensional concreta o un comentario pretendidamente sentido) y, simultáneamente, no sentir absolutamente nada por nadie sin que se note explícitamente. 

Pero vamos más allá de la reacción simplista y ficticia en una red social ante la publicación de un suceso personal e íntimo de una persona. Supongamos por un instante que un usuario de cualquier plataforma social solicita abiertamente ayuda porque se encuentra en una situación extremadamente acuciante. Los invito a realizar el experimento social: notarán que de sus 250 contactos de “amigos” de dicha red, con suerte 10 reaccionarán, 30 compartirán la publicación (para cumplir con la pantomima de la empatía de la divulgación), posiblemente 5 comentarán, de los cuales, por milagro divino, tal vez, 1 ayudará. Evidentemente no se trata de una regla general y los números pueden variar, pero si hacéis la prueba, se darán cuenta del punto en el que nos enfocamos.

Es preciso agregar a lo previamente enunciado que es masivamente conocido el dato de que las reacciones virtuales provocan reacciones neuronales similares a las que acontecen cuando recibimos una recompensa en la vida real. Sentir placer al recibir un like y frustración al no recibir ninguno, son los resultados psicológicos científicamente probados al analizar el comportamiento de los usuarios de los anaqueles virtuales. Leído de esta manera, podría interpretarse como una trivialidad típica de nuestro tiempo, pero bien sabemos que no es tan banal, puesto que la cantidad de tiempo que pasamos participando de la exposición mediática es considerable y la importancia que se le da al sistema de rechazos o recompensas de la misma es cada vez mayor.

Podríamos divisar con facilidad las consecuencias afectivas que nos está legando la era del panóptico virtual al notar que las personas, en particular la juventud, cursa en este momento por una existencia emocionalmente insensible que impide radicalmente tener real empatía por alguien que está atravesando por una situación concreta (ya sea de dolor o placer), fruto de la conformación de una ciudadanía cada vez más individualista que mientras pide a gritos ser vista y reaccionada, no tiene la menor intención de hacer absolutamente nada por nadie.

Ante todo lo dicho aquí, es crucial que podamos preguntarnos ¿son las redes sociales el medio para expresar verdadera y sentida empatía? Y, correlativamente, ¿es el medio adecuado para revelar ante centenares de personas un acontecimiento íntimo y privado que me produce una emoción profunda, ya sea ésta de dolor o felicidad? ¿Es realmente necesario exponer en tal vidriera digital todo cuanto acontece en nuestra cotidianidad? ¿Es real la empatía que se expresa mediante una reacción virtual? ¿Puede un emoji de 8 bits expresar sensatamente nuestra empatía? ¿Qué se pierde en el medio? 

No es simple responder taxativamente a estas preguntas, pero si es suficiente alzar la cabeza encorvada hacia el móvil para detectar padres y madres que no ven transcurrir la infancia de sus hijos, parejas que cenan sin siquiera mirarse a los ojos o al menos intentar entablar un diálogo digno, turistas que sienten la compulsión de ver por primera vez en su vida un sublime monumento histórico o una maravilla de la naturaleza, a través de pantallas de 5 pulgadas, hijos adultos que se pierden la última llama de lucidez de sus padres ancianos, en fin, hombres a los que lo humano sí les resulta ajeno. 

Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan - Argentina

What'sApp: +54 9 2645316668
Twitter: @LichoPrieto

martes, 5 de octubre de 2021

“Humildad y sensatez: contra la bravuconería de los soberbios”

En la presente ocasión nos gustaría reflexionar en torno al concepto de humildad y su injerencia no sólo en el campo del conocimiento, sino también en la relación que se establece entre las formas del conocer y del vivir en comunidad. El vocablo proviene del latín humilitas (hummus, “tierra”; itas “cualidad de ser”) y entre sus posibles interpretaciones podríamos señalar que se trata de una de las características más esenciales del ser humano con los pies bien puestos sobre la tierra. En una de las disertaciones presentadas por BBVA, el Dr. Mario Puig sostuvo que uno de los motivos por los cuales los seres humanos nos tropezamos una y otra vez sobre la misma piedra es básicamente por “falta de humildad”. Y caracteriza a la misma como una de las virtudes más importantes, porque nos lleva a vivir plenamente. La persona realmente humilde, sostiene, no es sólo modesta o apocada, sino que es alguien quien tiene “mentalidad de principiante”. Dicha mentalidad es propia de quienes teniendo un amplio reconocimiento por su saber y sus logros, escuchan a los demás como si fueran un alumno más (en el diálogo, con cualquiera, “están plenamente ahí”). Asimismo, añade, este tipo de personas no suelen buscar culpables cuando cometen errores, sino que lo que les interesa averiguar es lo que realmente ha sucedido para poder comprenderlo y subsanarlo. Se trataría, continúa, de una mentalidad estrictamente científica, interesada, curiosa y enjuiciadora. Cuando una persona es humilde y tropieza en el error, está dispuesta a reconocer que se ha equivocado y no va a perder el tiempo intentando ocultarse ni ante sí misma ni ante los demás ante lo sucedido. Esto sucede porque lo que el precitado pensador llama “persona humilde”, ante una situación de desconocimiento o error, realiza el acto de sensatez (sensatus; “dotado de buen juicio y percepción”) intelectual más puro y digno: se deja asesorar, pregunta, escucha atentamente, pide ayuda y se deja ayudar. De aquello pasamos entonces a pensar un problema que es consecuente con lo precedentemente señalado: el rol que cumple la soberbia, la antítesis de la sensatez. El soberbio (superbus; “el que está por encima”; “altanero”) pone toda su voluntad y sus fuerzas en la imposibilidad de aceptar las cosas como nos son dadas (o, dicho de otra manera, pretenden que las cosas sean solamente a su medida), procurando que la vida se amolde a sus caprichos. Al impedir el espacio de apertura propio de la sensatez y la humildad, los soberbios no tienen más alternativa que convertirse en necios (nescire, “negación del saber”). Ahora bien, es curioso cómo el vocablo latino que indica sensación de superioridad ante los demás se viste de gala con un traje que lo revela incondicionalmente, la mezquindad (del árabe miskin, “indigente”, “pequeño”). Como hemos podido apreciar, el acto cognoscitivo requiere de una apertura que implica una renuncia a la posibilidad del mito mezquino del conocimiento sólo por méritos propios y a la cerrazón de los necios de pensar que nadie puede enseñarme absolutamente nada. Mientras el sabio, que es sensato y humilde, escucha, el soberbio, que es necio y mezquino, vive en la convicción de que su insignificante porción distorsionada de “conocimiento” vale más que cualquier posibilidad de apertura al saber. No hay diálogo ni enseñanza posible, ni tampoco la ínfima cercanía a la aprehensión o construcción de conocimiento sin la apertura propia de aquellos que aún conociendo, reconocen desconocer mucho más de lo que saben. En sus Confesiones, Agustín de Hipona lo explicita magistralmente al señalar que“había amado la vanidad y buscado la mentira“[…] “en los fantasmas que yo había tomado por la verdad se hallaba la vanidad y la mentira” (l. IX, c.4, 9,357). Mientras que la humildad conduce al conocimiento y al trato sensato con los demás, la soberbia y la necedad conducen al fundamentalismo mezquino y violento que cree poder dispensar del aporte de “los otros” que puedan brindar “algo más” a la existencia. Mientras uno abraza a la apertura mediante la pregunta en el diálogo, el otro se cierra ante el silencio y la unicidad de perspectivas. Mientras uno descubre entre tropiezos, el otro genera tropiezos y clausura espacios de conocimiento y acción. Pero ésta no es una simple reflexión teórica, sino que sus implicancias en la vida social son considerables, más si tenemos en cuenta la relación directa que existe entre el conocer y el hacer. Quien mal conoce, mal actúa. Y más aún, quien actúa desacertadamente con soberbia, pocas chances tiene de enmendar lo realizado, puesto que no quiere aprender para enmendar, y sólo le queda profundizar aún más su desacierto. Y, si a esa ecuación se le añade una cuota de poder (en el ámbito que sea) hace su aparición en la escena la violencia, la compuerta que corta todo fluir de buen vivir posible. Lisandro Prieto Femenía Docente. Filósofo. Escritor lisiprieto@hotmail.com ; lisiprieto87@hotmail.com San Juan, Argentina What’sApp +54 9 264531668 Facebook: https://www.facebook.com/lisandro.prieto Instagram: Lisandro Prieto Femenía Twitter: @LichoPrieto

jueves, 30 de septiembre de 2021

Ser auténticos en un mundo inauténtico

En la presente oportunidad intentaremos abordar reflexivamente la posibilidad de la autenticidad de la existencia humana en un contexto global dominado estrictamente por la técnica y la globalización. Para ello, debemos brindar un primer esbozo de aquello que se entiende por “auténtico”. Generalmente se juzga que es aquello que es presentado como cierto y/o verdadero justamente por las características propias que definen a algo o a alguien. También es común interpretar algo como auténtico cuando es consecuente consigo mismo, es decir, que es tal cual se ve o como calificación de testimonio de identidad y marca fehaciente que certifica dicha autenticidad. Asimismo, cuando hablamos de la “era” del dominio de la técnica nos referimos a lo que Heidegger señalaba acerca del abandono de la pregunta por el ser y del peligro que representa el hecho de rendirle culto al ente, al punto tal de convertirse el ser humano en un útil, cosa o ser-a-la-mano. El no poder “recobrarse” por encontrarnos extraviados en el mundo informe y público del “se” (“se dice”-“se muestra”-“se aprecia”, etcétera) nos implica el surgimiento de la autenticidad, que no es más que el poder ser uno mismo. En otras palabras, se trataría del riesgo de convertirnos en esclavos de las “cosas” que nosotros mismos producimos y tornarnos un “ser-a-la-mano” de otros.

La ceguera moderna ante el ser de lo ente y su consecuente fe en una idea de progreso pudo haber instalado en las ilusiones de la humanidad la quimera de pensar que tenemos el poder de dominar completamente las entidades del mundo. A este respecto sólo queremos señalar pasajeramente que estamos presenciando anonadados, desde todos los rincones del globo, cómo un volcán de La Palma y la sublime facticidad de su poderío destrozan dicha ilusión. Pero respecto a la absurda obsecuencia de voluntad de dominio del hombre sobre la naturaleza, hablaremos en otra ocasión.

Ahora bien, no sólo ante cosas materiales la humanidad ha ido cediendo progresivamente su espacio de libertad y autenticidad. Cuando el discurso filosófico es propaganda de agendas globalistas que requieren de un marco discursivo que las avale, el mismo se convierte en producto enlatado de ideologías de no tan dudosa procedencia. La profunda masificación cultural mediante colosales empresas de propagación y difusión de supuestos marcos teóricos que dicen ser “de nuestro tiempo” no hacen más que caer en la repetición publicitaria de intereses concretos que se muestran como preponderantemente acuciantes, cuando en el fondo no son más que panfletos falaces que venden perspectivas supuestamente pluralistas. Así pues, como podemos apreciar, también en el caso del mundillo de los intelectuales se promueve el servilismo y el abandono a toda pretensión de autenticidad, puesto que, como solía señalar Lippmann, “donde todos pensamos igual, nadie piensa”.

En una entrevista realizada a la filósofa española Carmen Rovira en el año 2018[1] señala con precisión aquello que previamente señalamos cuando afirmó que los filósofos de hoy son cobardes, básicamente porque no se interesan en “dar la cara” frente a un mundo que exige ser pensado rigurosamente. Rovira sostiene que el pensamiento filosófico en nuestro tiempo a veces es motivo de burla justamente porque provoca temor. ¿Temor a qué, se preguntará ud., señor lector? Básicamente temor a la libertad que es capaz de expedir el ejercicio del riguroso pensar filosófico que apunta a “descubrir” o comprender verdades que comprometen el estado de normalidad de la existencia comunitaria. En otras palabras, el pensamiento formativo filosófico implica en la sociedad la constante necesidad de pensarse, para encontrar respuestas y soluciones a aquello que nos es presentado como pensamiento único. La filosofía que no es de mercaderes discursivos implica siempre, en mayor o menor medida, una mirada que apunta al cambio. ¿Se comprende ahora el por qué de la campaña de total desprestigio y de mercantilización discursiva?

Aun así, es necesario contar con el recaudo que nos ofrece Arendt en su Capítulo III de “Ensayos de comprensión”, al afirmar que no ve necesaria la primacía del “ser-si-mismo” sobre el “ser-uno-más”. Coincidimos plenamente, puesto que la pretensión de una supuesta superioridad de uno sobre otro conduce inexorablemente a clasismos y elitismos excluyentes. Pero la salvedad que hay que añadir aquí es la siguiente: se puede ser “uno-mas” en cuanto miembro activo de una comunidad y ser, simultáneamente, “uno mismo” en cuanto sujeto individual pensante. El problema surge cuando se es “uno-mas” y se renuncia a la posibilidad de ser el ser que se pregunta por su ser. Conocemos perfectamente las consecuencias políticas, sociales, económicas, judiciales y humanistas de dicha degradación: pasamos a ser un útil “entre otros” que son “uno-más”.

Dicho esto, llegamos a la provisoria conclusión de que querer comprender es siempre un acto revolucionario. No es posible ni es concebible pensar en la autenticidad de nuestra existencia si somos rehenes de bienes, servicios, productos y discursos hegemónicos incuestionables. El peligro que advertía Heidegger hace más de medio siglo se nos hace hoy patente cuando notamos que tenemos temor al pretender pensar, cuando nos da miedo preguntar y, sobre todo, cuando vivimos en estado permanente de suspensión del juicio por prevención ante la eventual cancelación.

 

 

 

 



[1] http://revistamaquina.net/el-filosofo-debe-asumir-una-postura-ante-su-tiempo/