En la presente oportunidad intentaremos abordar reflexivamente la
posibilidad de la autenticidad de la existencia humana en un contexto global
dominado estrictamente por la técnica y la globalización. Para ello, debemos
brindar un primer esbozo de aquello que se entiende por “auténtico”.
Generalmente se juzga que es aquello que es presentado como cierto y/o
verdadero justamente por las características propias que definen a algo o a
alguien. También es común interpretar algo como auténtico cuando es consecuente
consigo mismo, es decir, que es tal cual se ve o como calificación de
testimonio de identidad y marca fehaciente que certifica dicha autenticidad.
Asimismo, cuando hablamos de la “era” del dominio de la técnica nos referimos a
lo que Heidegger señalaba acerca del abandono de la pregunta por el ser y del
peligro que representa el hecho de rendirle culto al ente, al punto tal de
convertirse el ser humano en un útil, cosa o ser-a-la-mano. El no poder
“recobrarse” por encontrarnos extraviados en el mundo informe y público del
“se” (“se dice”-“se muestra”-“se aprecia”, etcétera) nos implica el surgimiento
de la autenticidad, que no es más que el poder ser uno mismo. En otras
palabras, se trataría del riesgo de convertirnos en esclavos de las “cosas” que
nosotros mismos producimos y tornarnos un “ser-a-la-mano” de otros.
La ceguera moderna ante el ser de lo ente y su consecuente fe en una idea
de progreso pudo haber instalado en las ilusiones de la humanidad la quimera de
pensar que tenemos el poder de dominar completamente las entidades del mundo. A
este respecto sólo queremos señalar pasajeramente que estamos presenciando
anonadados, desde todos los rincones del globo, cómo un volcán de La Palma y la
sublime facticidad de su poderío destrozan dicha ilusión. Pero respecto a la
absurda obsecuencia de voluntad de dominio del hombre sobre la naturaleza,
hablaremos en otra ocasión.
Ahora bien, no sólo ante cosas materiales la humanidad ha ido cediendo
progresivamente su espacio de libertad y autenticidad. Cuando el discurso
filosófico es propaganda de agendas globalistas que requieren de un marco
discursivo que las avale, el mismo se convierte en producto enlatado de
ideologías de no tan dudosa procedencia. La profunda masificación cultural
mediante colosales empresas de propagación y difusión de supuestos marcos
teóricos que dicen ser “de nuestro tiempo” no hacen más que caer en la
repetición publicitaria de intereses concretos que se muestran como
preponderantemente acuciantes, cuando en el fondo no son más que panfletos falaces
que venden perspectivas supuestamente pluralistas. Así pues, como podemos
apreciar, también en el caso del mundillo de los intelectuales se promueve el
servilismo y el abandono a toda pretensión de autenticidad, puesto que, como
solía señalar Lippmann, “donde todos pensamos igual, nadie piensa”.
En una entrevista realizada a la filósofa española Carmen Rovira en el año
2018[1]
señala con precisión aquello que previamente señalamos cuando afirmó que los
filósofos de hoy son cobardes, básicamente porque no se interesan en “dar la
cara” frente a un mundo que exige ser pensado rigurosamente. Rovira sostiene
que el pensamiento filosófico en nuestro tiempo a veces es motivo de burla
justamente porque provoca temor. ¿Temor a qué, se preguntará ud., señor lector?
Básicamente temor a la libertad que es capaz de expedir el ejercicio del
riguroso pensar filosófico que apunta a “descubrir” o comprender verdades que
comprometen el estado de normalidad de la existencia comunitaria. En otras
palabras, el pensamiento formativo filosófico implica en la sociedad la
constante necesidad de pensarse, para encontrar respuestas y soluciones a
aquello que nos es presentado como pensamiento único. La filosofía que no es de
mercaderes discursivos implica siempre, en mayor o menor medida, una mirada que
apunta al cambio. ¿Se comprende ahora el por qué de la campaña de total
desprestigio y de mercantilización discursiva?
Aun así, es necesario contar con el recaudo que nos ofrece Arendt en su
Capítulo III de “Ensayos de comprensión”, al afirmar que no ve necesaria la
primacía del “ser-si-mismo” sobre el “ser-uno-más”. Coincidimos plenamente,
puesto que la pretensión de una supuesta superioridad de uno sobre otro conduce
inexorablemente a clasismos y elitismos excluyentes. Pero la salvedad que hay
que añadir aquí es la siguiente: se puede ser “uno-mas” en cuanto miembro
activo de una comunidad y ser, simultáneamente, “uno mismo” en cuanto sujeto
individual pensante. El problema surge cuando se es “uno-mas” y se renuncia a
la posibilidad de ser el ser que se pregunta por su ser. Conocemos
perfectamente las consecuencias políticas, sociales, económicas, judiciales y
humanistas de dicha degradación: pasamos a ser un útil “entre otros” que son
“uno-más”.
Dicho esto, llegamos a la provisoria conclusión de que querer comprender es
siempre un acto revolucionario. No es posible ni es concebible pensar en la
autenticidad de nuestra existencia si somos rehenes de bienes, servicios,
productos y discursos hegemónicos incuestionables. El peligro que advertía
Heidegger hace más de medio siglo se nos hace hoy patente cuando notamos que
tenemos temor al pretender pensar, cuando nos da miedo preguntar y, sobre todo,
cuando vivimos en estado permanente de suspensión del juicio por prevención
ante la eventual cancelación.
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