Dañina Banalidad
El problema del mal a los ojos del filosofar (no decimos “la”
filosofía, en este caso, porque el mal no es un problema para todas las
líneas de pensamiento) no puede (ni debe) resolverse bajo el espéculo (y
la excusa) del “misterio”, aquello por lo cual inexplicablemente
suceden las cosas. El aspecto más peligroso de la tentación racional de
atribuir las causas del mal a fuerzas externas a la humanidad recae,
entre otras cosas, en la posibilidad de justificar actos morales atroces
sin buscar la responsabilidad causante. Pero, también, como hemos visto
previamente, en la era de la técnica la naturalización del mal, su
extrema banalización, se funda justamente en el mismo argumento, a
saber, en el orden pre-establecido, regularidades y normatividades que,
con la hoz de la burocracia, permiten dañar desde un escalofriante
anonimato explícito.
El mal, y su consecuencia, el sufrimiento, opera en diversos
ámbitos de la vida, de la cotidianidad, se expresa con más claridad en
la clásica diferenciación entre el mal moral y el estrictamente físico.
Actuar deliberadamente contra el bien podría ser un atisbo bastante
borroso e inconsistente de aquello que todos interpretamos por “maldad”.
De hecho, podríamos incurrir en la pedantería del intelectualismo
moral, el cual sostiene que existe una relación causal entre “saber” y
“hacer el bien”. Nuestra historia se encuentra atiborrada de ejemplos
como contraparte: el saber no fundamenta, necesariamente, ningún bien.
Justamente, la interpretación de Arendt sobre Eichmann no hace más que
demostrarlo críticamente: el mal, el daño sistemático, enmarcado en una
lógica ordenada, coherente y efectiva, es deudor de una racionalidad, de
saberes puestos a su disposición. Se invierte el imperativo socrático:
no sólo con racionalidad se puede actuar mal, sino que, con razón, el
mal es estrictamente efectivo, meticulosamente aplicable, medible,
cuantificable, y, lo más cruel de nuestros días, dosificable y sutil.
Los análisis y posicionamientos maniqueos, a este respecto,
solamente contribuyen a la atribución de más banalidad al problema del
mal, en cuanto que toda postura que interpreta la realidad de manera
bivalente no hace más que alimentar todo tipo de fundamentalismo. De
nuestra parte, proponemos una mirada crítica, a saber, una búsqueda
incesante de criterio, interpretando analógicamente (evitando justamente
la propuesta de equívocos incesantes o unilateralidades literales).
También es cierto que la historia del pensamiento ha encubierto en
innumerables oportunidades al problema del mal bajo el velo del
absurdo, acusándolo de ser un tópico religioso indigno de ser pensado
por la filosofía. Nada más oportuno para la funcionalidad de la moral
reinante actual, a saber, hija de un individualismo sin precedentes
apañado por un sistema político y económico cuyo pilar es el
utilitarismo que levanta a diario, en todas las familias, la bandera del
“sálvese quien pueda”.
Justamente, el materialismo capitalista liberal es aquel que en la
era de la técnica (el hombre como cosa-a-la-mano) propicia una serie de
naturalizaciones y determinismos morales, conviviendo, paradójicamente,
con la a veces ilógica e incoherente ética discursiva de los
pluralismos y particularismos. En otras palabras, a la vez que se
pregona velar por la defensa de las diferencias y el respeto por la
diversidad, se somete cada vez más violentamente justamente a la
búsqueda de la identidad, la diferencia, el criterio y el pensamiento.
No es casual el sistemático abandono voluntario al pensar, denunciado
por Heidegger hace más de medio siglo. Este desapego del criterio forma
parte del desinterés y la mezquindad con las cuales se nutren los
sistemas productivos del capitalismo tardo-moderno.
La relación que hemos planteado entre el mal banal y el abandono
del pensar en la época de la técnica nos incita a preguntar acerca de la
posibilidad, o al menos un atisbo, de otro pensar, otro preguntar que
intente desprenderse del prejuicio trunco y vacuo que impone el
consumismo desesperado, e innecesario que nos convoca a una carrera de
acumulación de bienes materiales y simbólicos inculcándonos su moral,
una ética del desinterés por la existencia ajena que ha llevado a las
generaciones recientes a disfrutar más de un software de simuladores de
vida que la arcaica relación sensorial, emocional e interpersonal, un
deleite que vaya más allá del encuentro accidental y trivial, ya sea en
una mesa familiar, una oficina o un centro educativo.
FUENTE: http://www.diariolibre.info/secciones/noticias/nota.php?id=20167
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