"Hay que volver a la muchedumbre, su contacto endurece y pule, la soledad ablanda y pudre."
viernes, 27 de mayo de 2022
"Escarbando en la angustia que da sentido a la existencia"- Lisandro Prieto Femenía.
lunes, 16 de mayo de 2022
"Exponiendo la quantitas que destroza la qualitas de nuestra educación"- Lisandro Prieto Femenía
viernes, 29 de abril de 2022
“Comprendiendo la cobardía del difamar” – Lisandro Prieto Femenía
viernes, 22 de abril de 2022
«Pensando la desidia desde el aburrimiento intencionado»- Lisandro Prieto Femenía.
martes, 12 de abril de 2022
La estupidez le ha ganado la batalla a la sensatez?
En
un célebre artículo del New York American titulado "El triunfo de la
estupidez", el filósofo británico Bertand Russell nos legó un pensamiento
que hasta nuestros días nos da qué pensar que versa así: "el problema de
la humanidad es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes
están llenos de dudas". En una ocasión previa hemos hecho mención
explícita de la típica bravuconería de los soberbios e ignorantes con poder,
pero en el día de hoy quisiéramos reflexionar en torno al desafío que nos
propuso Russell, a saber, que estamos completamente convencidos que quienes
toman las decisiones que marcan nuestro rumbo a lo largo de la vida
(gobernantes, dirigentes, secretarios, subsecretarios, asesores, y cuanto cargo
burocrático se les ocurra) hacen gala apoteósica de su inutilidad e
incongruencia, mientras que vemos las grandes mentes descubridoras, creativas y
desafiantes bajo el yugo del silencio de una servidumbre voluntaria que parece
aclamar desmedidamente la mediocridad intelectual.
En
palabras del gran Aristófanes, podríamos reafirmar que su máxima "la juventud pasa, la inmadurez se
supera, la ignorancia se cura con educación y la embriaguez con sobriedad, pero
la estupidez dura para siempre". ¿Por qué tiene tanto poder y preeminencia
la estupidez? Pues bien, intentemos deshilachar este problema. El vocablo
"estúpido" proviene del latín "stupidus"
y del verbo "stupere"
que significan "estar aturdido" o "paralizado". Estupenda
descripción inicial: el estúpido, como buen aturdido, no tiene chance alguna de
escuchar atentamente a absolutamente nadie, puesto que su postura respecto a la
comunidad que tiene que soportarlo es completamente egoísta y cerrada
(egocéntrica e individualista). Ya la palabra nos da un gran indicio de
comprensión: estar mareado, aturdido e inmovilizado es la postura excepcional
para describir a una persona que, pudiendo aprender algo de otros, decide creer
en el mito del autoconocimiento absoluto y descartar cualquier atisbo de
colaboración intelectual por cualquiera que lo rodee.
Es imprescindible aclarar en este punto que en
el pasado se le decía "estúpidos" a toda persona que tuviera algún
tipo de discapacidad o dificultad de aprendizaje. Por suerte, en nuestros días
ya no está permitido referirse a esas personas de esa manera, dejándonos el
mote disponible exclusivamente a quienes realmente les corresponde: aquellos
que pudiendo no ser imbéciles, optan serlo por decisión propia y convicción
personal.
Ahora bien, es interesante que tratemos de
comprender por qué los estúpidos, a pesar de su inestabilidad fundante, se
sienten tan seguros de sí mismos y por qué reciben tanto crédito por parte de
la sociedad. En este punto tenemos que recurrir al gran Sócrates (470 a.C – 399
a.C), a quien se le atribuye la frase “sólo sé que no sé nada”, la cual se
deriva de la interpretación de un pasaje de la obra platónica “Apología de
Sócrates”. Querefonte, amigo del enjuiciado filósofo precitado, asiste al
oráculo de Delfos para averiguar si cabe alguna posibilidad de que exista
alguien más sabio que Sócrates. Al recibir el resultado que la pitonisa de
Apolo deja entrever indicando justamente que no hay nadie más sabio que
Sócrates, éste, incrédulo, puesto que pensaba que no sabía nada, decide
implementar un experimento social: consultaría a todos los especialistas que
disponían de cierto reconocimiento, fama y calificativo de sabio, cada uno en
su rama, para verificar aquello que el oráculo había sentenciado.
Lamentablemente, el resultado de su investigación le terminó dando la razón a
la profecía: todos los “sabios” entrevistados estaban bastante flojos de
papeles y no podían dar fe de lo que decían saber en profundidad. La moraleja
de este relato radica en que el más sabio lo es justamente porque es capaz de
reconocer su ignorancia. A ello hay que añadir un detalle que no es menor: esa
“ignorancia” tiene que ver con el reconocimiento de una realidad digna de ser
conocida, pero inabarcablemente inmensa por un solo pensante, revela el desafío
concreto de la vida sabia: jamás se deja de aprender.
En las antípodas de dicho desafío, el perfil
clásico del bravucón estúpido se caracteriza básicamente por hacer gala de lo
poco que conoce y de la nula necesidad que tiene de aprender un poco más. Visto
así, suena horrible ¿verdad? Ahora bien, en el plano de la praxis es
apabullante y escalofriante ver cómo en nuestra sociedad (y esto es un problema
global) se ha naturalizado la banalidad que propicia la estupidez de la
petulancia ignorante que no sólo retrasa en términos epistémicos, sino que
entorpece seriamente, en términos políticos porque, hay que decirlo, contamos
entre nuestros máximos exponentes y altos representantes de la estupidez
aquellos que suelen tener un bolígrafo cuya firma condiciona nuestra existencia
mediante decisiones cruciales.
Siendo estrictamente fiel a la etimología
precitada del término “estupidez”, el gran Ortega y Gasset inventó un
neologismo espectacular para poder comprender la actitud prototípica de la
abulia que produce el abrazar la ignorancia con tanto amor. Precisamente llamó
“hemiplejía moral” al estado intelectual simbólico en el que se encuentran las
personas que se auto-determinan bajo el marco de una ideología específica (él
menciona, por su época, a la “izquierda” y la “derecha”, pero hoy tenemos otras
variantes que cumplirían el mismo rol). Ese estado de parálisis impediría
acceder a un pensamiento complejo, extenso, sensato por la limitación evidente
que devela el centrar la interpretación de la vida con las gríngolas que sirven
de “protector” que se suele colocar en los ojos a los caballos para que sólo
puedan mirar un punto fijo y no se distraigan con el entorno.
Salir de la caverna es siempre una invitación
válida y un desafío acuciante. Quitarse las anteojeras para mirar a los
costados fue, es y debería seguir siendo, el único motor que intente impulsar
la educación para la libertad. Como hemos podido apreciar en las líneas
precedentes, no será fácil (nunca lo fue) escapar del yugo del imperio de la
estupidez. Aún así, a no desanimarnos: siempre estamos a tiempo de dar el
primer paso, que no es más que dejar de aceptar sin dudar nada de nadie, y
mucho menos, de parte de estúpidos.
jueves, 31 de marzo de 2022
“Exhibiendo la violencia de la cancelación contra la comedia” – Lisandro Prieto Femenía
viernes, 18 de marzo de 2022
Desmontando la romantización de la indignidad – Lisandro Prieto Femenía
jueves, 10 de marzo de 2022
“Cómo evitar ser espectador del reality guerra” – Lisandro Prieto Femenía
lunes, 10 de enero de 2022
“Currando la felicidad” – Lisandro Prieto Femenía
martes, 28 de diciembre de 2021
"No mires arriba! Las consecuencias patéticas de la equívoca post-verdad" - Lisandro Prieto Femenía
En la presente
nota intentaremos ofrecer una reflexión en torno a un absurdo garrafal que
atraviesa nuestra cotidianidad desde tantos puntos de vista que es
ridículamente tosco siquiera escuchar en nuestro tiempo algo que tenga que ver
con un anclaje empírico con una realidad tácita que nos interpela
completamente. Mediante un breve análisis de la película dirigida por Adam
McKay pretenderemos mostrar los lamentables alcances que tiene la agenda posmo
progre sobre el transcurrir de nuestra existencia en el mundo.
La obra nos
muestra de manera magistral un suceso natural apocalíptico: un meteorito del
tamaño de un monte gigante se estallará con la tierra en el lapso de seis
meses. Los científicos que descubren las primeras imágenes se desesperan por
informar la situación a las autoridades institucionales correspondientes para
poder tomar las mejores medidas de protección posibles en la democracia más
ponderada e inflada de la faz de la Tierra. Lejos de recibir la atención que
corresponde a dicho hecho desastroso, se encuentran con un sinfín de
inconvenientes: políticos que están pensando exclusivamente en su imagen de
encuestas, medios de comunicación banales que trivializan completamente el
asunto, ataques constantes de hordas de millares de imberbes con voz en las
redes sociales, etc.
No voy a espoilear
el film, no se preocupen, lo precedentemente señalado sucede solo en los
primeros minutos de la película. Y ahí nos vamos a detener. Con ello, tenemos
suficiente tela para cortar. Resulta que si bien se trata de una representación
cinematográfica de un hecho hipotético, la obra "No mires arriba!"
nos delata y nos desnuda frente a una terrible realidad: el equivocismo nos va
a llevar directamente a nuestra extinción. Pero, ¿qué es eso de equivocismo?
En la disciplina
filosófica denominada "hermenéutica", y, en particular, en la
"hermenéutica analógica" desarrollada por el filósofo mexicano
Mauricio Beuchot, se considera "equívoca" a la postura filosófica que
considera que toda interpretación es válida y que dicha multiplicidad de
perspectivas debe ser considerada con todo grado de veracidad posible. Terrible
absurdo, si consideramos que si bien es cierto que muchos podemos interpretar
de diversa manera ciertos hechos, existe, más allá de la subjetividad interpretante,
un hecho que es digno de ser pensado tal como es. Pues bien, como hemos
mencionado en previas ocasiones, la post-verdad, fruto del post-modernismo que
sostiene edificios completos de mentiras bajo los cimientos hipócritas de un
falso pluralismo tolerante, nos ha conducido a un tiempo en el que si bien no
se nos viene ningún meteorito encima, tenemos una pandemia global casi sin
precedentes sobre la cual todavía, incluso en el seno de la misma comunidad
científica, se sostiene la posibilidad de que sea un mero boicot conspiranoide
para quitarnos la libertad de asistir al cine.
Los datos han
sido contrastados. La comunidad científica global lo ha podido constatar,
analizar, poner en duda, e incluso teorizar al respecto. El virus existe, ese
es el hecho. Pues, aunque a Ud. le parezca una locura, desde ciudadanos de a
pie, padres de familia, gobernadores e incluso presidentes de naciones, han
tenido la osadía de intentar convencernos de que todo esto no es más que una
mentira. Se imaginarán mi asombro, puesto que negar la existencia de la
pandemia, tras el deceso de más de 5 (cinco) millones de seres humanos de todo
el mundo, es tan bizarro y grave como negar las víctimas de cualquier
holocausto causado por la malicia de los regímenes totalitarios de nuestra historia.
No aún siendo
suficiente argumento los decesos y su corroboración mediante las
correspondientes actas de defunción, tras el surgimiento de un medio para
paliar, frenar y contener las muertes, al surgir la vacuna para combatir el
hostigamiento virulento del bicho, gran parte de la humanidad (también,
ciudadanos de a pie, gobernantes, etc.) ha decidido creer, sin siquiera un
argumento científico bien justificado, que dicha inoculación puede ser fatal,
dicen algunos delirantes, inocua, dicen otros, o totalmente peligrosa, según
esa gran mayoría de equivocistas. ¿Se da cuenta, amigo lector, a dónde apunto?
Veámoslo desde
un punto de vista aún más ridículo: la misma gente que sostiene que la Edad
Media es una era de oscurantismo y de alergia por el conocimiento, es la que
sostiene que la pandemia es un invento político, que el virus tal vez no existe
y que las vacunas son innecesarias. Y ud. me dirá "¿qué importa lo que
piense ese puñado de delirantes?". A lo que yo, tristemente, tendré que
responder: "no, no es simplemente un puñado de delirantes, se trata de una
gran mayoría que se comporta en contraposición a lo que la situación sanitaria
global requiere para que dejemos de morir". Y aquí hacemos un breve
paréntesis, para echar un poco de luz ilustrativa sobre nuestro argumento:
imaginemos qué sentía una madre hace más de 30 años cuando su hijo padecía
poliomielitis. Al surgir la vacuna, le pregunto a Ud. querido lector, ¿cree que esa madre preguntó si dicha vacuna
la fabricaba Pfizer, AtraZeneca o Moderna? ¿Considera Ud. que dicho
descubrimiento fue motivo de controversias y campañas antivacunas, incluso
promovidas por personal de la salud? Pues no. Esa madre fue corriendo a vacunar
a todos sus hijos, y los Estados nacionales la instalaron en la cartilla de
vacunación obligatoria, logrando tras una campaña iniciada en 1985 que todos
los países concordaran en las estrategias de aplicación de la vacuna
masivamente y consiguiendo que, para el año 1991, el último caso detectado
fuera, definitivamente, el último.
Retornando al
eje filosófico del artículo, es preciso señalar que el reinado del equivocismo
es tan nocivo como el imperio del univocismo. Ni todo lo que se dice es cierto,
ni nada de lo que se dice es cierto. Hay un punto medio, denominado
"prudencia" (phrónesis) que nos permite tener juicio, y ello es tener
criterio, para lo cual es indispensable no caer en la moda negacionista del
método científico (el cual logró acrecentar la esperanza de vida de 28 años a
78 años). Sin duda que en el transcurrir de los hechos han ocurrido sucesos y
han salido al mercado productos que han dinamitado la economía de muchos
sectores y han elevado de la unos otros pocos, es innegable. Pero entre la
conspiración terraplanista y la imagen satelital, están nuestros ojos, mirando
hacia arriba, aprendiendo los conocimientos debidamente certificados,
contrastados y permanentemente revisados.
Hoy tenemos a
nuestro "meteorito" frente a nuestras bruces, lo podemos ver. Pudimos
sentir el dolor de la pérdida de una cantidad lamentable de familiares que se
nos fueron. Podemos apreciar cómo tras las aplicaciones, no hemos caído en una
terapia intensiva. Podemos salir a tomar una caña tras dichas inoculaciones con
la tranquilidad de saber que el virus puede atacarnos pero no ya tan simplemente
matarnos. Los números están a disposición, y no de una sola institución que
monopolice las estadísticas, sino de una incontable cantidad de seres humanos
que le están dedicando la vida al seguimiento, tratamiento e intento de
solución a este problema que, venga ya, hay que decirlo, ha cambiado para
siempre nuestra forma de transcurrir nuestra cotidianidad en el mundo. La
verdad está ahí, se hace sentir. No es relato, es sintomática y violenta. El mensaje
"miremos arriba" es lo mismo que siempre hemos sostenido desde
nuestro marco teórico de la filosofía, a saber: "no abandones el pensar,
no naturalices una muerte fruto de la irracionalidad y la injusticia".
lunes, 20 de diciembre de 2021
“Nativitas: predestinación o nuevo comienzo”
miércoles, 15 de diciembre de 2021
“Intentando comprender el mal” – Lisandro Prieto Femenía
Es sustancialmente imposible abarcar en un artículo de opinión el problema
del mal. Aún así, en la presente ocasión nos interesa presentar al menos
algunas aristas de este asunto, que no ha sido indiferente para la historia del
pensamiento, desde Epicuro (341 A.C) hasta nuestros días. Y tomaremos justamente al filósofo griego como punto de partida
porque fue el primero en brindarnos una formulación del problema dejando de
lado cualquier justificación del mismo que aluda a tirar la pelota a la cancha
de los dioses: el mal es nuestra responsabilidad.
Una cosa es la palabra, y otra muy distinta el concepto. El vocablo “mal”,
en latín “măle”, apócope de “malo”- “malus”, en griego “mélas”, “mélanos” significante
de una raíz sánscrita de “mala”, haciendo referencia a la adjetivación de
“negro” en el sentido de “sucio”, utilizado, por ejemplo, en la terminología
médica para designar al “melanocarcinoma”, también conocido como tumor. Por su
parte, el concepto del mal tiene tantas significaciones históricas como
corrientes de pensamiento existentes, aunque es preciso indicar algunas
continuidades en la polisemia precedentemente enunciada.
Resulta difícil encarar el origen del problema del mal intentando quitar
del medio la injerencia que se le ha dado a Dios sobre este asunto. La paradoja
que nos presenta Epicuro consiste en pensar que: o Dios es un ser perverso que
nos castiga creando la entidad maligna, pudiendo evitarla, o bien que la
divinidad queda exenta de nuestra participación al mal y a las consecuencias
que acarrea ser libres en este mundo. Otro ejemplo de dicha paradoja es
presentado también en el Antiguo Testamento, específicamente en el Libro de Job
y la descripción de todas las desgracias por las que tuvo que atravesar su
existencia, siendo la misma una puesta a prueba constante a la fe. Y usted
querido lector se preguntará: ¿qué diablos tiene que ver la fe con el problema
del mal?
Justamente, para intentar responder a esa pregunta, asistiremos a la ayuda
de un pensador bastante enemistado con cualquier tipo de esperanza que provenga
de la fe, nuestro gran y simpático amigo Arthur Shopenhauer, quien sostenía que
el mal no tiene otro origen más que nosotros mismos, puesto que es parte
constituyente de nuestra naturaleza, al igual que otras pasiones como la
violencia, el deseo o el amor. Arthur, con buen atino, nos señala que nuestra
alma alberga de manera suficiente estos aspectos contradictorios, pero sobre
todo el aspecto maligno, al cual lo considera desde un punto de vista positivo
(puesto que “nos hace sentir”).
¿Qué nos hace sentir el mal? Dependiendo la mente que lo piense,
seguramente, obtendremos una multiplicidad de posibles respuestas. Pero
podríamos simplificar aquí que el mal nos produce un sobrecogimiento propio de
cualquier fenómeno que nos resulte incomprensible: ¿Es comprensible que una
madre mutile, torture, quiebre y asesine a su propio hijo de 5 años de edad?
¿Es comprensible la aniquilación de una aldea completa en algún rincón arenoso
de nuestro planeta mediante un bombardeo de munición pesada guiado por un
drone? ¿Es comprensible que un ser humano adulto corrompa y abuse sexualmente
de un niño? ¿Es comprensible un taller clandestino de textiles donde las
costureras usan pañales porque no tienen permitido siquiera asistir al baño?
¿Es comprensible que, existiendo absolutamente todos los medios posibles para
evitarlo, aún hoy, muera gente de hambre en este mundo? Como podemos apreciar,
no. No es comprensible. Lo que sí es, siempre, indignante.
Tal vez, como señaló Epicuro y reforzó Schopenhauer, el error ha consistido
en pensar que aquello que acabamos de definir incomprensible forma parte de una
esfera externa a la razón humana. Y, como hemos señalado en múltiples
ocasiones, el mal siempre es racional. Los campos de exterminio no son
construidos por pasiones, sino por gobernantes, ingenieros, funcionarios, capataces
y albañiles, con nombre y apellido: el mal siempre tiene un autor y
generalmente está acompañado por sus respectivos seguidores, que suelen ser las
personas registradas en el padrón electoral.
Como habéis podido apreciar, el mal desde este punto de vista, nada tiene
que ver con la simbología demoníaca o con la personificación material de una
fuerza metafísica. Al decir que se trata de una condición inherente a la esencia
de lo propiamente humano, estamos declarando lisa y llanamente nuestra
responsabilidad al respecto. La posibilidad de hacer daño, de provocar males en
otros, no nos viene dada por infusión de un genio maligno, sino que nace de
nuestras capacidades más propias. Incluso, hay que añadir, adoptando posturas
pasivas e indiferentes ante la injusticia (forma del mal más frecuente) estamos
siendo siervos obedientes del accionar violento de autoría de otros (recordemos
levemente la sentencia de Luther King: “me duele más el silencio de los buenos
que el accionar de los malvados”).
Ahora bien, es imprescindible pensar el mal desde su completitud, y la
misma está dada por su antagónico, aquel que solemos llamar “bien”. Según
Agustín de Hipona, el mal no es más que ausencia de bien. Lejos de tener
entidad propia, el mal aparece cuando el bien se retrae, así como la oscuridad
es ausencia de luz y el odio privación de amor. En la lógica de la teología
agustiniana, lo que se quiere demostrar es que el sumo bien, representado por
Dios, se dona y se entrega a criaturas que libremente participan de él de
manera libre y proporcional.
Por su parte, Hannah Arendt, lectora atenta de Agustín, nos legará una
reflexión sobre ese mal sin raíz esencial propia, considerándolo desde su
banalidad, su superficialidad, tomando como modelo a Eichmann, un nazi
condenado por un tribunal israelí por su participación en el exterminio judío
por parte del régimen de Adolf Hitler. La representación de este mal banal se
sustentó en la descripción de un sujeto que había renunciado al principio de
libertad al justificar sus actos con argumentos como “era mi deber”, “como
soldado, tenía que acatar órdenes”, y similares apreciaciones dignas de un ser
indigno. Lo que Arendt nos quiere mostrar es que el mal es portado y
participado por millares de personas tanto en contextos de guerra (en estado de
excepción) como en democracia (en Estado de Derecho), de manera gratuita e
innecesaria. Esa liviandad con la cual ciudadanos comunes son artífices,
testigos y participantes de la maldad fáctica, es tan aterrador como su
concepto de “mal radical”, que se refiere puntualmente a las acciones concretas,
planificadas y ejecutadas con meticulosidad por parte de regímenes totalitarios
que implícita o explícitamente gestan agendas de exterminio y depreciación de
todo rasgo que pueda considerarse humano sobre otros pueblos, etnias o
comunidades concretas. Podemos avizorar con claridad que los dos tipos de males
descritos por Arendt son totalmente conciliables, puesto que uno pretende
aniquilar cualquier capacidad individual de las personas, mientras que el otro
es el mal efectuado por las personas que han abrazado renunciar a su condición
libre (en otras palabras, ciudadanos que avalan atrocidades por la cobardía
propia de no querer decir “no” jamás).
Todo lo previamente explicitado no es un planteamiento meramente
intelectual o académico. Se trata de un esbozo de esfuerzo de comprensión para
un fenómeno que si bien está totalmente naturalizado, a muchos nos duele
cotidianamente. La banalización de la criminalización, el hambre, la guerra y
la injusticia nos ha pretendido crear un cuero moral demasiado duro que nos quiere
hacer impermeables a la compasión y a la acción. La frivolidad y la inacción,
en ese sentido, han sido siempre el alimento preferido del autoritarismo y
cualquier forma de maldad.
Somos
conscientes que se nos escapan de las manos un millar de aspectos fundamentales
propios del análisis apropiado del problema del mal. Y seguramente, ésta es tan
sólo una de las ocasiones de las cuales tendremos para continuar pensándolo.
Pero al menos hemos dado un pequeño paso en dirección a la comprensión: todo mal
efectuado por una persona, sea banal o radical, es racional. Las pasiones
juegan un rol importante, del cual no nos hemos ocupado en este escrito, pero
es necesario que separemos la justificación del mal mediante las emociones y
dispongamos del razonamiento necesario para comprender esto que nos atraviesa
en la cotidianidad. Los filósofos que hemos expuesto hoy coinciden en este
punto: generalmente hay mal cuando hay renuncia a la libertad; se sirve al mal
cuando se abandona el pensar; se es partícipe del mal, cuando hay compromiso
por el individualismo y el desinterés. En otras palabras, querido amigo lector:
la mayoría de las atrocidades que acontecieron, acontecen y acontecerán, son,
en gran medida evitables. No hay un destino fijado, ni tampoco somos marionetas
de seres que habitan en el Olimpo. La pelota está en nuestro campo, ¿en qué posición
jugaremos esta partida? Piénsalo.
miércoles, 1 de diciembre de 2021
Analizando el origen de una mentira útil: la post-verdad
El prefijo post-o pos- hace referencia a “lo que viene después de”, en este caso en particular, el pensamiento posterior a la modernidad. Quien introduce el concepto de “post-modernidad” con popularidad en el campo académico-intelectual fue el filósofo francés J.F. Lyotard (1924-1998), en su obra “La condición postmoderna” (1979) en la cual intenta, mediante el pretexto de realizar un análisis del saber en los países económicamente desarrollados, desplegar una reflexión en torno a los quiebres que se han producido en torno a la cosmovisión moderna hasta la contemporaneidad. Asimismo, en su obra denominada “La postmodernidad explicada a lo niños” (1986), en respuesta a una serie de cartas y críticas recibidas por la lectura de “La condición postmoderna”, Lyotard expondrá su “Misiva sobre la historia universal” para brindar su versión de una filosofía de la historia, en base a la famosa metáfora de “la muerte de los metarrelatos” (o los “grandes relatos”), léase también la idea como la caída de los grandes ídolos –ismos- de la historia. ¿A qué relatos se refiere el francés?
Brevemente intentaremos repasar la perspectiva del francés. En primer lugar, se refiere particularmente al relato del cristianismo, también conocido como la doctrina religiosa y espiritual fundada por Jesús de Nazaret, en la cual el Hijo de Dios padece una serie de tormentos en pos de la redención de los pecados de la humanidad. El “relato” se sustentaría, según Lyotard, en la promesa de salvación y redención por el sacrificio ofrecido por Dios para brindar la posibilidad del acceso al reino de los cielos. En segundo lugar, el marxismo, relato ofrecido por Marx y Engels que promete un nivel de plenitud comunitaria mediante la revolución proletaria que conseguiría el fin de las luchas de clases. En tercer lugar, nos encontramos con el relato moderno del iluminismo, que se funda en el racionalismo imperante que entrona a la razón como deidad que nos conduciría indeclinablemente a un mundo racional y a un progreso, consecuencia de ello, inexorable e indetenible. Consecuentemente y finalmente, hace aparición el cuarto relato, la promesa de prosperidad globalizada del capitalismo.
Como habrán podido apreciar, a pesar de las sustanciales diferencias entre los ismos precedentemente señalados, según Lyotard tienen algo en común: todos ofrecían una visión teleológica de la historia (siempre se apunta a una finalidad concreta e inevitable) y a una correspondiente promesa. Ahora bien, es preciso detenernos un segundo aquí y preguntar: ¿qué legitiman estos relatos? ¿A qué apuntan esas promesas que ofrecen? Vamos por parte.
En primera instancia, el cristianismo estaría legitimando una historia de la humanidad paralela pero vinculada intrínsecamente con una historia divina que ofrece la salvación mediante el perdón de todos los pecados. El iluminismo pretendía legitimar la primacía de la razón en pos de un progreso constante, lo cual permitiría por consecuencia lógica al próximo, el capitalismo que buscaría legitimar la economía global de libre mercado que promete bienestar generalizado mientras que el marxismo buscaba fundamentar una especie de plenitud comunitaria en una sociedad que no tenga clases.
Ahora bien, si dispensamos de las brújulas que dispensan dichos ismos, ¿qué queda? Aparentemente podemos leer esta ficción fundante de la total decadencia epistemológica, científica, política y cultural de dos modos, arbitrariamente seleccionada: en uno de ello, se estaría dando espacio a los micro-relatos o al “no-relato”. El proceso interminable de fragmentación de interpretaciones de hechos de la historia conformarían a la historia misma, y no ya la idea de un relato único bajo el cual se acomodarían los estadios epocales. Es aquí, en la consideración y en el respeto por aquellos microrrelatos donde entra a jugar su papel fundamental el liberalismo político y económico, preponderantemente anglosajón. ¿Por qué? Porque justamente la idea de “mercado” en el neoliberalismo es la idea de pluralidad por excelencia, al igual que la social democracia capitalista que se muestra (y se vende) como una forma de vida que priorizaría el amparo a dichas minorías que portan, asimismo, sus propios relatos en un todo supuestamente organizado armoniosamente bajo dispositivos de consensualismos que detentan la autoridad de lo políticamente correcto.
Y ahora es momento de ir al hueso: si el abuso del recurso a la deconstrucción nos ha posicionado ante un mundo en el cual nada es verdadero pero todo es interpretable (paradoja contradictoria, puesto que para interpretar algo, es necesario que ese algo exista) y relativo, ¿qué es cierto? Pregunta violenta si las hay, puesto que asistimos a un tiempo histórico en el cual pretender decir o saber la verdad es considerado un acto literal de violencia. La ofensa se sobrepone a la demostración y las emociones se priorizan a la razón. Si nada es cierto, y todo es relativo, ¿qué queda? ¿Cómo podemos transformar una historia si la misma es un relato de un caos de supuestas multiplicidades? Estimado lector, es comprensible el agobio ante semejante planteamiento, y si bien es cierto que en un breve artículo de opinión no lo podríamos desarrollar cabalmente, he aquí un esbozo de pensamiento que se ofrece con la intención de brindar un poco de claridad y sensatez: nos han engañado.
El engaño ha consistido en instaurar regímenes discursivos (que son estrictamente políticos) en los cuales se instala un doble juego paradojalmente macabro: se destruye cualquier pretensión de verdad, veracidad o facticidad negando toda posibilidad de asertividad a cualquier tipo de conocimiento que pretenda establecer reglas teóricas sustentadas en hechos empíricos; se deconstruyen las concepciones que antes aglutinaban de cierta manera algunos rumbos en común y se instaura el reino de un falso pluralismo disgregador que si bien pregona respeto por lo diverso impone a fuerza de espada una verdad única y un régimen posible.
¿Qué hay entonces? ¿Qué nos queda? En respuesta a ello, podríamos contrarrestar que hay hechos, y hay interpretaciones de los hechos (no todo es literal, ni todo es relativo). Hay verdades evidentes, fenómenos demostrables por sí mismos, y acontecimientos difíciles de dilucidar. Hay argumentos fundamentados anclados a hechos y hay también opiniones sesgadas y prejuiciosas que desprecian cualquier anclaje al sentido común.
El coraje de pensar nos permitirá vislumbrar que los liberadores de las cadenas dogmáticas del pensamiento moderno no son más que serviles mercaderes adaptados al globalismo propio de un capitalismo salvaje cuya función, lejos de ser la emancipar y educar para libertad, es la de ser funcionales a agendas políticas de disgregación comunitaria en supuesto favor de un pluralismo que en el fondo es bastante demagógico y totalitarista. No desespere, la filosofía de la buena siempre estará a la mano para desenmascarar a dichos farsantes diletantes y nos seguirá susurrando al oído: donde todos piensan igual, nadie piensa.