viernes, 27 de mayo de 2022

"Escarbando en la angustia que da sentido a la existencia"- Lisandro Prieto Femenía.

“A unos, los excitaba Ares; a los otros, Atenea, la de los brillantes ojos, y a entrambos pueblos, el Terror, la Fuga y la Discordia” (Fobos, Deimos y Enio). 
Homero, La Ilíada (Canto IV, verso 440) 

En previas ocasiones hemos tenido la oportunidad de reflexionar y mencionar la importancia del concepto de angustia en la filosofía existencial de Martin Heidegger, refiriéndonos particularmente al rol que la misma ocupa en la analítica existenciaria del único ser que se pregunta por su ser. En pocas palabras, se podría decir que la angustia que nos planteaba Heidegger es propiamente “un miedo sin objeto” determinado puesto que es la sensación de completa indeterminación que propicia la vida inauténtica de la masa, que es esa vorágine cotidiana que nos bombardea mediáticamente con un solo fin: propiciar el abandono voluntario del pensar reflexivo. 

 

En primer lugar, es preciso diferenciar la angustia de la fobia, puesto que la figura de Fobos, en la mitología griega, suele confundirse con el concepto filosófico que aquí quisiéramos, someramente, explorar. Pues bien, Fobos es hijo de Ares, representación de la guerra, y Afrodita, la belleza y el deseo, y su personificación suele representar al miedo propio que se infunde mediante el espanto a los soldados que iban al frente de batalla. Su epifanía siempre provocaba la huída despavorida, el horror paralizante ante la explícita contemplación de un peligro casi imposible de evadir. Los romanos, posteriormente, lo representarán bajo el nombre de Timor, vocablo del que procede "temor", el cual siempre estaba asociado a Deimos, entendido como dolor y/o angustia que trastoca a la psiquis de manera determinante, en conjunto con su "hermana", Enio, asimilada a la aniquilación propia de las masacres de guerra. 

 

Pues bien amigos, como hemos sostenido una y mil veces, pensar es peligroso y causa angustia. Y pensar-se, de acuerdo a lo precedentemente explicitado, produce generalmente esa angustiosa cercanía a la nada. Y la vecindad a la nada nos provoca esa sensación de vértigo ante el abismo en nuestro ser, porque nos expone a la posibilidad de la dimensión patente de carencia de sentido de “lo dado”, posicionándonos en un no lugar provisorio con y frente a otros, nuestros otros, la entidad que nos cobija a diario. 

 

La característica que hace distinguir a la angustia del miedo es que ella no tiene un motivo único que la provoque, mientras que el segundo dispone de disposiciones, situaciones, objetos y realidades que directamente lo disparan. Por ello el miedo siempre tiene cierta explicación, pero, por el contrario, cuando queremos explicar por qué estamos angustiados no podemos verbalizarlo cabalmente ni demostrarlo empíricamente: es temor de todo y de nada, a la vez. Ahora bien, y tratando de seguir el hilo lógico de la argumentación existencial heideggeriana, esa “sensación”, lejos de ser una condena o un padecimiento estrictamente negativo, es signo claro de que se está transitando por la senda del pensar. Generalmente, las personas que no se angustian por nada, es porque no les importa básicamente nada. La preocupación, y posterior ocupación y cuidado ante la angustia que revela la nada es claro síntoma de estar existiendo auténticamente puesto que tras esa instancia existencial uno puede dilucidar el universo de posibilidades de existir que provee el tener consciencia de ser en el mundo, aunque sea en estado de arrojo, y vivir con dignidad y sentido sabiendo perfectamente que sólo hay una posibilidad que aniquila todas las demás posibilidades: la muerte. 

 

Y Ud. lector, a esta altura se estará preguntando si realmente vale la pena angustiarse por el análisis reflexivo y la búsqueda de sentido de nuestra existencia. Tal vez también estará pensando que hay otros motivos por los cuales uno se angustia, que no tienen nada que ver con los oleajes existenciales y filosóficos precedentemente detallados. Pues sí, es cierto, hay más, siempre hay más, así de compleja y extensa puede ser la existencia cuando uno intenta pensarla. Es indudable que sufrimos, cada cual por lo suyo, porque nos pasan cosas que nos impactan, nos golpean, nos sorprenden y nos deja perplejos: uno no espera jamás la muerte de un hijo, la pérdida del trabajo o la aniquilación de la posibilidad de un amor que pudo ser y no fue, entre tantas cosas. Pues bien, el sufrimiento se encuentra presente patentemente en lo más propio de nuestro transcurrir existencial que se da en un tiempo finito, colmado de posibilidades sublimes y atroces a la vez (éxito y desgracia se turnarán caóticamente, a veces, a destiempo y a contrapelo de nuestros deseos y esfuerzos). 

Justamente es Kierkegaard quien nos enseñará que es el mar de posibilidades de existencia del hombre el causante de nuestra angustia, puesto que su inmensidad no se correlaciona con nuestra finitud. Según su caracterización, somos una mezcla entre bestia y ángel ya que coexiste en nosotros lo divino y lo estrictamente mundano, lo cual genera una tensión muy fuerte ya que la infinitud propia como posibilidad se topa con la facticidad de la muerte. Ahora, nuestro encuentro con dicha angustia, lejos de ser un sentimiento corrosivo, es más bien una oportunidad catártica que nos permite imaginar múltiples posibilidades ante la crudeza de una realidad que se muestra como definitiva. Al parecer, según Kierkegaard, el don de la angustia nos entrena para enfrentar con dignidad los embates de una existencia que esconde tras de sí un sinnúmero de potenciales embates desagradables que son posibles, pero aún no reales. Podría decirse que nuestro filósofo danés nos da la pauta de concebir a la angustia como un sentimiento que nos prepara, entrena, y por qué no, nos educa en la finitud misma. 

 

El gran Maestro Eckhart por su parte, nos dirá (desde otra óptica que no es la existencialista del Siglo XX) que sufrimos justamente porque somos "un punto entre el tiempo y la eternidad". En este caso, la angustia se produce por la sensación limítrofe producida entre sentirse parte de un eco eterno (que con Eckhart se trataría del estar incluidos en la unidad de la divinidad, con lo Uno) y la sensación de futilidad propia de una existencia carente de cualquier atisbo de permanencia. Ahora bien, tanto unos como otros, parados en veredas filosóficas aparentemente distantes, no parecen estar tan en desacuerdo conforme a la postura que podemos tomar frente al mismo hecho angustioso existencial. En este caso, el Maestro nos indicará que el camino es el del desasimiento, a saber, el desapego o desprendimiento del deseo por las cosas intrascendentes mundanas. Quien pretenda seguir esa vía, "no busca la tranquilidad, porque ninguna intranquilidad lo puede perturbar [...] Esta actitud no se puede aprender mediante el escape (la huída), es decir, que exteriormente huya de las cosas y vaya al desierto; por el contrario, se deberá aprender a tener un desierto interior dondequiera y con quienquiera que esté".  

 

Nos quedará pendiente para otra reflexión el tema del desierto y toda su significancia. Por el momento, nos limitaremos a enfocarnos en el aspecto que dicho escenario representa: el pensar, el pensarnos que nos angustia, es siempre una búsqueda de trascendencia. Dicho por uno o por otro, el camino es bastante similar en cuanto al considerar al pensamiento desde la lejanía necesaria que propicia la reflexión, en contraposición al estilo de vida propio del maniquí que se siente en la necesidad de ser mostrado en el anaquel virtual de la notoriedad evanescente a la que nos interpela el panóptico productivo y consumista propio de la vida postmoderna y decadente.  El "desierto" nos simboliza la emoción estrictamente subjetiva e intransferible a lo colectivo, puesto que la angustia es justamente algo que se puede vivenciar en la más cabal soledad que nos permite aislarnos del ruido innecesario y nos conecta con lo más privado e íntimo de nosotros mismos: nuestra percepción de los límites propios de la finitud. 

             

Generalmente tratamos de derivar nuestras reflexiones a cuestiones que atienden particularmente a nuestro rol en una comunidad o en una sociedad determinada, cuál podría ser nuestro aporte en cuanto seres pensantes, activamente dispuestos a participar críticamente en aquello que nos aqueja y que requiere de atención de la razón lúcida. Pero como habrán podido apreciar, queridos amigos, lo de hoy va por otro lado. El planteo y la disputa filosófica aquí se da entre uno y uno mismo pensándose a sí mismo como existente con sentido. 

 

Para finalizar, queremos retomar el pensamiento de Kierkegaard, que decide definir a la  angustia como "la posibilidad misma de la libertad". Esa "posibilidad" que habilita la angustia abre la chance de un futuro condicionado no sólo por la facticidad del tiempo y de los hechos, sino también por la intervención de nuestra propia voluntad, mediada por su correspondiente libertad, para tomar las riendas sobre el asunto existencial de nuestro actuar.  Por ello siempre es fundamental comprender que la posibilidad de pensarnos (no relatarnos; no retratarnos) es parte crucial del proyecto consistente en  asumir que a pesar de la finitud, la muerte, la enfermedad, la desgracia, el fracaso, el temor a la maldad y a la injusticia, vale la pena seguir viviendo. 





lunes, 16 de mayo de 2022

"Exponiendo la quantitas que destroza la qualitas de nuestra educación"- Lisandro Prieto Femenía 

"Culpar a otros de nuestras desdichas es una muestra de ignorancia;  

culparnos a nosotros mismos constituye el principio del saber;  

abstenerse de atribuir culpa a otros o a nosotros mismos,  

es muestra de perfecta sabiduría

Epicteto 

Hoy queremos acercarles una reflexión en torno a los tiempos propios del verdadero conocimiento. En múltiples oportunidades hemos dicho que se puede hablar de conocimiento cabal cuando surge la comprensión, que es esa epifanía representada en la imposibilidad de olvidar algo porque fue bien aprendido (y consecuentemente, bien enseñado). En un texto titulado "Aurora", específicamente en su Prefacio, Nietzsche nos indica una pauta ejemplar al señalar la necesidad de aprender lentamente diciéndonos: "Este Prólogo llega tarde, aunque no demasiado tarde; ¿qué más da, a fin de cuentas, cinco o seis años? Un libro y un problema como éstos no tienen prisa; además, tanto mi libro como yo somos amigos de la lentitud. No en vano he sido filólogo (...) «filólogo» designa a quien domina tanto el arte de leer con lentitud que acaba escribiendo también con lentitud. No escribir más que lo que pueda desesperar a quienes se apresuran, es algo a lo que no sólo me he acostumbrado, sino que me gusta, por un placer quizá no exento de malicia. La filología es un arte respetable, que exige a quienes la admiran que se mantengan al margen, que se tomen tiempo, que se vuelvan silenciosos y pausados; un arte de orfebrería, una pericia propia de un orfebre de la palabra, un arte que exige un trabajo sutil y delicado, en el que no se consigue nada si no se actúa con lentitud." 

Tal como lo sugiere Nuccio Ordine, las precitadas palabras deberían estar grabadas en piedra sólida en la puerta de cada una de las escuelas del mundo, como claro signo de claridad contra la prisa destructora de todo proceso complejo de comprensión. La paradoja aquí planteada es la siguiente: formamos profesionales en una carrera contra el tiempo, puesto que el tiempo es dinero, y perdemos en el camino la posibilidad de dar calidad a aquello que los cartones dicen acreditar: saber. Como todo lo bueno en la vida, para formar personas pensantes, creativas, resolutivas, inspiradoras, es preciso un proceso pedagógico y cognitivo sin presiones ni prisas. Ahora bien, si prestamos un poco de atención a las exigencias a las que son sometidos profesores de todo el mundo para conseguir resultados utilitaristas, cumplir con promedios de aprobación y de rendimiento académico, notamos que evidentemente hay un conflicto que denota una contradicción pragmática peligrosa y engañosa: aprender o certificar que se aprobó una asignatura curricular.  

La lógica del beneficio de la velocidad, precedentemente enunciada, está arruinando literalmente el espíritu de la escuela, la universidad, en fin, la enseñanza toda. Así como con exceso de emisión monetaria sin respaldo se logra la devaluación de una moneda, con la educación sucede algo similar: emitir cientos de miles de certificaciones que dicen acreditar saber año tras año, para incrustar a la fuerza en un mercado laboral salvaje a miles de jóvenes profesionales, sin experiencia laboral alguna y con contenidos aprehendidos tironeados de los pelos por el tiempo que demandan los créditos, sin duda alguna devalúa y genera una "inflación" educativa cuyo daño ya se está percibiendo en todo el mundo. En teoría, un docente no debería empeñar todos sus esfuerzos en acumular puntajes en Juntas de Clasificación, en contar con becarios y tesistas para alimentar su currículum y sus posibilidades de ascenso (al estilo empresarial), en asistir a eventos académicos innecesarios caracterizados por la pompa más que por la experiencia propia de compartir conocimientos fructíferos, etcétera. La preocupación primordial de cualquier profesor podría estar puesta en la preparación de una buena clase, lectura y relectura de materiales para ofrecer a los alumnos, empeño y dedicación en pos de la búsqueda de la comprensión por parte de los aprendientes. Y tal vez ésto no sucede, no porque no existan docentes comprometidos, probos y excelentes, sino básicamente porque la atención, el reconocimiento y el financiamiento siempre están puestos en lo accesorio previamente señalado y no en lo simplemente esencial.  

Dejemos de lado, por un momento, el aspecto tristísimo de encontrarnos con licenciados que no pueden dar fe de aquello que se asegura haber comprendido mediante la aprobación de créditos académicos y certificaciones curriculares; con médicos que cometen errores totalmente evitables; contadores y administradores de empresas y finanzas que desconocen completamente la matriz básica del funcionamiento de una economía simple; abogados que carecen totalmente del principio de realidad o lógica propia de la jurisprudencia o el docente que debe enseñar a leer y escribir a los pequeños y su ortografía, gramática, vocabulario y sintaxis dan pavor. Lo que hoy queremos analizar no es eso, no creemos estar en condiciones o estar a la altura necesaria para darle su correcto tratamiento.  

Sí nos interesa plantear un problema: ¿cómo se escapa de la lógica utilitarista, mercantilista de la educación para ahondar en otro modelo, otra forma, más sensata y necesaria, a fin de producir, mediante un sistema educativo coherente, seres libres, pensantes, prósperos y felices? Imaginemos por un segundo en la posibilidad de que nuestros sistemas educativos abandonen algún día la estricta economicidad con la que se proponen "educar" y se dediquen a formar a los alumnos seriamente y sin la prisa que se centra más en la cantidad que en la calidad. Pensemos por un instante un mundo en el cual el esfuerzo que ponemos en nuestro proceso formativo se proyecte en un sinnúmero de personas que trabajan de algo que aman, porque estudiaron algo que les gusta y que disfrutan apasionadamente. Y aquí los amantes de la filosofía, las letras y las artes tenemos un problema agobiante y persistente: la imposición de la utilidad que niega toda posibilidad de eficacia a carreras denominadas inútiles para un mundo totalmente mercantilizado y mecanizado que lejos de querer contar con ciudadanos libres, pensantes, críticos y disruptivos necesita de clientes obedientes, acríticos, apolíticos y fáciles de sensibilizar. 

¿Se dan cuenta, amigos lectores, el nexo existente entre educación y libertad que acabamos de exponer? Pero ahora bajemos de nuevo a éste mundo, nuestro mundo, en el cual educar es invertir, pero no de la manera benévola que vosotros seguramente estaréis pensando. Ordine nos lo explicita de manera contundente, al indicar que los sistemas de evaluación y las reglas a las que los profesores de todos los Niveles y Modalidades del Sistema Educativo, a nivel mundial, están dictados por tres grandes Agencias Internacionales: el Banco Mundial, la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico y la Organización Mundial del Comercio. Quienes financian los rendimientos educativos saben perfectamente que la rentabilidad no se encuentra en la formación de hombres y mujeres libres y críticos, en la promoción variada de la cultura, el arte, las letras y el pensamiento, sino en la reproducción sistemática en masa de futuros y potenciales consumidores apacibles. Contrariamente a ello, todos pensamos, y queremos pensar, que en realidad las instituciones educativas nos deberían formar ciudadanos que no asocien los grandes valores de la vida con el valor monetario de adquisición de bienes y servicios. 

Y aquí pasamos, para concluir esta breve reflexión, a mi problema ético filosófico favorito: el puente entre la educación y la felicidad. En reiteradas oportunidades hemos expresado que es imposible ser feliz desde la esclavitud, y siguiendo el hilo lógico de lo precedentemente expuesto, es evidente que la única herramienta noble y eficaz para encauzarnos en la búsqueda de dicha libertad es, no me queda duda, la educación (no la sistematizada al estilo de pollos de granja engordando al mismo tiempo, sino la que apunte siempre a la comprensión). 

Contrariamente a la tan promocionada ética del exitismo consumista, Aristóteles nos indicaba que las riquezas, el honor y las alabanzas públicas son parafernalias comparadas con la felicidad que se puede experimentar mediante una vida virtuosa que consiste en una constante búsqueda de comprensión que posibilita vivir dignamente. Mantener la búsqueda permanente de la felicidad mediante la formación continua y la promoción del pensamiento crítico y creativo, lejos de ser un ideal atemporal podría ser planteado como una meta y un derecho humano básico a resguardar, puesto que una persona que aprende para ser libre es un ciudadano que tiene más chances de sentirse y de ser parte de una comunidad a la cual le debe su parte, y con orgullo podrá brindar dicho aporte puesto que para ello abocó tantos años de estudio y esfuerzo con un sentido que excede y trasciende el mero mercado laboral y apunta a conformar una sociedad en la cual el bien común puede transformarse en una realidad cotidiana y no en un cliché moral nostálgico de un tiempo que pudo ser y nunca fue.  



viernes, 29 de abril de 2022

“Comprendiendo la cobardía del difamar” – Lisandro Prieto Femenía

El ser humano cuenta con un listado interminable de talentos espectaculares y de miserias aborrecibles. Tanto talentos como actos despreciables, han estado presentes en todos los tiempos de nuestra historia, y la verdad es que no hay nada nuevo bajo el sol del Siglo XXI. Pero hoy quisiéramos expresarnos en torno a la actitud denigratoria por excelencia denominada “difamación”, la cual parece haberse subvertido en nuestro tiempo de manera magistral: de ser un acto cobarde y artero, ahora es un gran talento naturalizado e incluso patrocinado por una cultura de negación total al principio básico de la justicia, a saber, la presunción de inocencia. 

Siempre existieron los difamadores, es imposible negarlo. En nuestra bella historia de la filosofía contamos con un caso fundante ejemplar que data del año 399 A.C, a saber, el juicio y condena de Sócrates, figura primordial de la configuración de la filosofía occidental. Al maestro se lo acusaba de corromper a los jóvenes y de negar la existencia de los dioses. En el texto denominado “Apología de Sócrates”, presentado por Platón, su discípulo predilecto, se describe minuciosamente el proceso por el que atraviesa el denunciado, el cual dialogando con sus alumnos procede meticulosamente y argumentativamente a desmontar la verdad oculta detrás de la pantomima judicial: se lo estaba castigando, básicamente, por haber criticado fuertemente un sector específico de la sociedad ateniense. En otras palabras, lo invitan a morir, o a exiliarse, por pensar. 

Han pasado dos mil cuatrocientos veintidós (2422) años desde aquel patético episodio injusto, y debemos considerar que salvo algunos condimentos y estructuras, la humanidad poco ha podido avanzar en el ideal de la justicia apoyada por un modelo racional que busque cierta objetividad ante el caos y el reinado de la sinrazón que nos caracteriza como seres tremendamente inmorales y obcecados. Cuando decíamos previamente que la difamación- del latín “diffamare” (“dis”: esparcir, difuminar, separar; “fama”: noticia, rumor)- se ha naturalizado y se ha convertido en herramienta judicial suficiente, nos referíamos exclusivamente al sentido de aceptación plena del rumor dado y esparcido por quien sea (medios de comunicación, sociedades, organizaciones, Estados, empresas, etc.) para causar daño intencional irreparable sobre otros. Dicha figura supo tener, en tiempos pre-post-modernos algún tipo de condena, puesto que el agravio y la falsa acusación o diseminación de mentiras sobre alguien puede, literalmente, arruinarle la vida y empujarlo a la muerte. 

Pues bien, los tiempos no han cambiado tanto, pero ciertas prácticas se van sofisticando. La prueba empírica de corroboración de un hecho se ha convertido en una vieja reliquia mirada con desdén, y hemos procedido a considerar como cierto solamente el testimonio verbal sustentado básicamente por la diseminación del rumor, el cual desde su raíz etimológica ya indica en su raíz al “ruido”, deformación del sonido original que, al ser propagado, se convierte para muchos en una realidad indiscutible. Si a ello le sumamos que en la actualidad cada ser humano adolescente y adulto cuenta con un dispositivo móvil mediante el cual puede compartir indiscriminadamente una cantidad incontable de información falsa, la fórmula de la difamación instantánea y masiva se hace moneda corriente, implicando con ello la banalidad egoísta de contribuir a la aniquilación de la reputación de un sinnúmero de personas que prácticamente no tienen derecho a réplica, paradójicamente, en un mundo que dispone de cientos de medios masivos de participación que mucho permiten decir y en el fondo, nada dicen (es, como nos señalaba el gran Umberto Eco, el imperio de los patanes con voz y voto en absolutamente todo). 

No es casual que Sócrates, gran opositor a la sofística de su época, haya sido condenado. Como bien sabemos, al maestro de Platón sólo le interesaba la verdad, la cual fue su obsesión hasta su último respiro. Pero en la época mencionada estaba en auge otro tipo de educación (y su correspondiente práxis política), sustentada por la argumentación retórica que lejos de querer revelar una realidad o descubrir una verdad, se satisfacía con convencer mediante argumentos convincentes de cualquier cosa a la población, a cualquier costo, ¿les suena conocido? Enfrentarse con los impostores le costó la vida, puesto que, como siempre hemos sostenido, el acto de pensar y de expresar dicho pensamiento implica siempre un peligro. 

El mismísimo Papa Francisco en el año 2016 se pronunció al respecto de las consecuencias nocivas del rumor, al cual calificó de “acto terrorista”. Podrá Ud., querido lector, pensar que es una exageración por parte del Sumo Pontífice, pero intentemos comprender los alcances del calificativo que le otorga a esta actitud cobarde y malévola. Si prestamos atención a la raíz indoeuropea el prefijo "reu'', a saber, "rugir'', "murmurar' nos da una pauta esclarecedora: el rumor siempre se presenta por lo bajo, subyaciendo a la personificación de la persona que lo esparce y se ramifica a gran velocidad, gracias a la ayuda del tan amado por los mediocres “se dice que…” hasta que, al momento de ascender de las profundidades del anonimato, ya está en boca de todos y es considerado una verdad inapelable. ¿No es acaso, eso, un acto de terrorismo? Si prestamos atención a los mismos, nos enteramos de ellos cuando ya están consumados, cuando ya han hecho daño, cuando ya han cumplido su misión destructiva. Previamente, forman parte de un estadio de planificación, secreto y escrupuloso cuidado. 

La difamación es una clara expresión de terrorismo porque en cierto sentido mata. No se trata de una exageración, sino que es literal el daño mortífero que causa al cumplir con el objetivo de poder sostener un cúmulo de falsedades en un mundo que naturaliza la mentira, y ello inexorablemente puede tener consecuencias sumamente peligrosas para la humanidad. Es obvio que un rumor no es un proyectil que quita una vida, pero sí puede ser el sustento de una decisión arbitraria que deje sin empleo a una persona, o que ensucie injustamente el honor y buen nombre de cualquier ciudadano, sin que ello tenga consecuencia legal o moral alguna. En este sentido, “morir” no es simplemente perder los latidos del corazón, sino ser apartado completamente cual escoria del ámbito social, de la familia, los amigos, el trabajo y la vida en comunidad. El daño casi irreparable de la difamación de ja una marca casi imposible de borrar que acompaña al acusado o al difamado por el resto de su vida, puesto que quienes recepcionan y comparten habladurías, difícilmente tengan la empatía de intentar cambiar su juicio, aún cuando haya sido demostrada la falsedad de los dichos. 

Como siempre sostenemos, no pretendemos cambiar el mundo desde un humilde editorial de reflexión, pero no podemos dejar de intentar invitar a los lectores a pensar sobre este asunto tan delicado y acuciante para todos: el problema de fondo de lo precedentemente explicitado es la verdad. Sin verdad alguna, reina inevitablemente el absolutismo del relativismo que, lejos de ser simplemente una postura acomodada desde lo epistémico, funda dispositivos de poder que ejercen sobre todos nosotros las más injustas consecuencias al son de la aprobación masiva de una ciudadanía que abandona progresivamente toda pretensión de conocimiento verdadero y objetivo. En otras palabras, la mentira naturalizada de la difamación y la falsa denuncia instala regímenes autoritarios (en el seno de Estados “democráticos”) en los cuales incluso el propagador de mentiras puede ser víctima de su propia medicina, tornando la existencia en una coerción constante que nos empuja al abismo del silencio paralizador.  



viernes, 22 de abril de 2022

«Pensando la desidia desde el aburrimiento intencionado»- Lisandro Prieto Femenía.

Comúnmente entendemos por «desidia» a la actitud que denota carencia de voluntad o descuido por inatención al momento de realizar una actividad. Su raíz etimológica, el verbo latino «desidere» da nacimiento a esta actitud, pero también, paradójicamente, a su antónimo «deseo», motor del accionar en muchos casos. Hoy nos centraremos particularmente al primer significado, el que en su traducción del latín denota literalmente «abandonar el asiento», «dejar el puesto» ya que consideramos que es ésta la ilustración fidedigna y personificada del status quo establecido en el estado que se encuentra la tan vapuleada democracia actual.

En ocasiones previas hemos mencionado que el «mal banal», propio del poder burocrático que reemplaza las balas y granadas de la guerra por una sucesión interminable de trámites y sutilezas administrativas que literalmente quiebran la voluntad de cualquier simple mortal. Pero el concepto que traemos hoy sobre la mesa de discusión nos interpela a todos, estemos de un lado u otro del escritorio, puesto que si bien se suele hablar de «desidia» para adjetivar la actitud de personas que son tremendamente flojas y equívocas en su trabajo y, en particular, para referirse al accionar de funcionarios públicos, también debemos aplicarlo para su contraparte, a saber, quienes vemos claramente la ineficiencia y el voluntario mal actuar, y lo naturalizamos, miramos para un costado o proferimos derrotismos como «así son las cosas, nada puedo yo hacer».

Sería estupendo y entretenido poder escribir solamente de la total falta de compromiso que denota el accionar político a nivel global, o sobre la grotesca y violenta carencia de eficiencia e interés por el bien común de nuestros funcionarios, los cuales parecen haber llegado a su silla por un halo del destino, pero no, salieron de la misma sociedad suya y mía. Como siempre sostenemos, los políticos no provienen del «planeta político» y mucho menos de una col, o como decimos en Argentina, repollo, sino que hacen epifanía en su único acto carente de desidia: el querer participar y estar en lugares de poder cuando la gran mayoría de sus conciudadanos han abandonado el deseo de siquiera pensarse capaces de hacerlo (tras la renuncia voluntaria de participación, siempre se cede un espacio a otro que está totalmente dispuesto a ocuparlo).

Pero no. Dedicarle líneas a los listillos ocasionales, a los bandidos oportunistas que les tocó estar circunstancialmente con la lapicera, no es nuestra intención, puesto que intentaremos comprender la relación dialéctica que se produce entre el desinterés ciudadano y la total ineficiencia gubernamental, puesto que una cosa alimenta a la otra inexorablemente. Para ello tomaremos, en primer lugar, una reflexión que nos hace llegar el gran poeta maldito Baudelaire, al indicarnos que es el aburrimiento el responsable de la consumación total de la voluntad y el interés humano por actuar decentemente y en pos de un sentido vital, y lo expresa magistralmente:

«Mas, entre los chacales, las panteras, los linces,

Los simios, las serpientes, escorpiones y buitres,

Los aulladores monstruos, silbantes y rampantes,

En la, de nuestros vicios, infernal mezcolanza.

¡Hay uno más malvado, más lóbrego e inmundo!

Sin que haga feas muecas ni lance toscos gritos

Convertiría, con gusto, a la tierra en escombro

Y, en medio de un bostezo, devoraría al Orbe;

¡Es el Tedio! – Anegado de un llanto involuntario,

Imagina cadalsos, mientras fuma su yerba.

Lector, tú bien conoces al delicado monstruo,

-¡Hipócrita lector- mi prójimo-, mi hermano!

Lo que el poeta nos expresa es trágicamente real y sencillo: la actitud de desidia que se carga miles de vidas a diario (matando por omisión de interés) es fruto del «aburrimiento» propio del nihilismo de la indistinción, al cual en este caso debemos interpretar como la actitud de indiferencia total respecto al mundo al que uno forma parte, caracterizado en el tan promocionado prototipo de persona a la cual le interesa poco y nada la vida, la muerte y la remota existencia de cualquier ser fuera de su propio ser (publicitariamente, es el sujeto por excelencia, el posmo consumidor progresista).

Como podemos apreciar, no se trata simplemente de una actitud de desgano fruto de un cansancio totalmente comprensible, sino de un abandono voluntario a cualquier tipo de interpretación estimativa del mundo y de la vida. Que a nuestros jóvenes y adolescentes des de exactamente lo mismo cualquier y toda cosa, es muestra clara de ello: nada puede movilizar a nadie puesto que se ha logrado vaciar de contenido toda pretensión desiderativa que intente dar sentido a la existencia, lo cual no puede sino provocar una profunda y lamentable (tangible, claramente) desvinculación entre las personas y el mundo del que forman parte.

El origen de la inutilidad naturalizada, es decir, de la desidia, es ese aburrimiento que denunciaba Baudelaire, el cual no responde en absoluto al significado literal de su etimología («ab-borrere», «temer o tener horror de…»), sino más bien lo contrario, puesto que se trata de una actitud vital que ante el borrado total de un horizonte de sentido, se presta románticamente a una postura petulantemente violenta, que no es nada más y nada menos que el desinterés por lo común por sentirse «más allá» de todo sentido. Puede sonar cool, pero créanme, es una postura patética, egoísta y tremendamente peligrosa.

Concluimos la presente escueta reflexión indicando que no se debe confundir el aburrimiento en el sentido precedentemente explicitado con el escepticismo o con la desconfianza de «lo dado». El personaje desidioso es particularmente perezoso no sólo en la acción misma, sino también en el sentimiento diletante de considerar que incluso la emisión de juicio alguno es totalmente inútil e intrascendente. De ello podemos dar cuenta todos los mortales que nos hemos cansado de escuchar en el transcurso de nuestra vida justificaciones vacuas del silencio y la inacción militante: «no te metas»; «no opines»; «no publiques»; «no digas lo que piensas»; «no te expongas»; «no participes»; «no juzgues»; «no critiques», son todas ellas, básicamente, una censura permanente y vigente a una vida reflexiva que pide a gritos participación y pensamiento a la vez que recibe palo y censura por ello. Pues bien, el camino de la filosofía no diletante siempre será ese: nadar contra la corriente del sinsentido propio del nihilismo deconstructor posmo progre, ofreciendo siempre la resistencia que la razón no falla jamás en brindar.




martes, 12 de abril de 2022

La estupidez le ha ganado la batalla a la sensatez?

En un célebre artículo del New York American titulado "El triunfo de la estupidez", el filósofo británico Bertand Russell nos legó un pensamiento que hasta nuestros días nos da qué pensar que versa así: "el problema de la humanidad es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes están llenos de dudas". En una ocasión previa hemos hecho mención explícita de la típica bravuconería de los soberbios e ignorantes con poder, pero en el día de hoy quisiéramos reflexionar en torno al desafío que nos propuso Russell, a saber, que estamos completamente convencidos que quienes toman las decisiones que marcan nuestro rumbo a lo largo de la vida (gobernantes, dirigentes, secretarios, subsecretarios, asesores, y cuanto cargo burocrático se les ocurra) hacen gala apoteósica de su inutilidad e incongruencia, mientras que vemos las grandes mentes descubridoras, creativas y desafiantes bajo el yugo del silencio de una servidumbre voluntaria que parece aclamar desmedidamente la mediocridad intelectual.

En palabras del gran Aristófanes, podríamos reafirmar que su máxima "la juventud pasa, la inmadurez se supera, la ignorancia se cura con educación y la embriaguez con sobriedad, pero la estupidez dura para siempre". ¿Por qué tiene tanto poder y preeminencia la estupidez? Pues bien, intentemos deshilachar este problema. El vocablo "estúpido" proviene del latín "stupidus" y del verbo "stupere" que significan "estar aturdido" o "paralizado". Estupenda descripción inicial: el estúpido, como buen aturdido, no tiene chance alguna de escuchar atentamente a absolutamente nadie, puesto que su postura respecto a la comunidad que tiene que soportarlo es completamente egoísta y cerrada (egocéntrica e individualista). Ya la palabra nos da un gran indicio de comprensión: estar mareado, aturdido e inmovilizado es la postura excepcional para describir a una persona que, pudiendo aprender algo de otros, decide creer en el mito del autoconocimiento absoluto y descartar cualquier atisbo de colaboración intelectual por cualquiera que lo rodee.

Es imprescindible aclarar en este punto que en el pasado se le decía "estúpidos" a toda persona que tuviera algún tipo de discapacidad o dificultad de aprendizaje. Por suerte, en nuestros días ya no está permitido referirse a esas personas de esa manera, dejándonos el mote disponible exclusivamente a quienes realmente les corresponde: aquellos que pudiendo no ser imbéciles, optan serlo por decisión propia y convicción personal.

Ahora bien, es interesante que tratemos de comprender por qué los estúpidos, a pesar de su inestabilidad fundante, se sienten tan seguros de sí mismos y por qué reciben tanto crédito por parte de la sociedad. En este punto tenemos que recurrir al gran Sócrates (470 a.C – 399 a.C), a quien se le atribuye la frase “sólo sé que no sé nada”, la cual se deriva de la interpretación de un pasaje de la obra platónica “Apología de Sócrates”. Querefonte, amigo del enjuiciado filósofo precitado, asiste al oráculo de Delfos para averiguar si cabe alguna posibilidad de que exista alguien más sabio que Sócrates. Al recibir el resultado que la pitonisa de Apolo deja entrever indicando justamente que no hay nadie más sabio que Sócrates, éste, incrédulo, puesto que pensaba que no sabía nada, decide implementar un experimento social: consultaría a todos los especialistas que disponían de cierto reconocimiento, fama y calificativo de sabio, cada uno en su rama, para verificar aquello que el oráculo había sentenciado. Lamentablemente, el resultado de su investigación le terminó dando la razón a la profecía: todos los “sabios” entrevistados estaban bastante flojos de papeles y no podían dar fe de lo que decían saber en profundidad. La moraleja de este relato radica en que el más sabio lo es justamente porque es capaz de reconocer su ignorancia. A ello hay que añadir un detalle que no es menor: esa “ignorancia” tiene que ver con el reconocimiento de una realidad digna de ser conocida, pero inabarcablemente inmensa por un solo pensante, revela el desafío concreto de la vida sabia: jamás se deja de aprender.

En las antípodas de dicho desafío, el perfil clásico del bravucón estúpido se caracteriza básicamente por hacer gala de lo poco que conoce y de la nula necesidad que tiene de aprender un poco más. Visto así, suena horrible ¿verdad? Ahora bien, en el plano de la praxis es apabullante y escalofriante ver cómo en nuestra sociedad (y esto es un problema global) se ha naturalizado la banalidad que propicia la estupidez de la petulancia ignorante que no sólo retrasa en términos epistémicos, sino que entorpece seriamente, en términos políticos porque, hay que decirlo, contamos entre nuestros máximos exponentes y altos representantes de la estupidez aquellos que suelen tener un bolígrafo cuya firma condiciona nuestra existencia mediante decisiones cruciales.

Siendo estrictamente fiel a la etimología precitada del término “estupidez”, el gran Ortega y Gasset inventó un neologismo espectacular para poder comprender la actitud prototípica de la abulia que produce el abrazar la ignorancia con tanto amor. Precisamente llamó “hemiplejía moral” al estado intelectual simbólico en el que se encuentran las personas que se auto-determinan bajo el marco de una ideología específica (él menciona, por su época, a la “izquierda” y la “derecha”, pero hoy tenemos otras variantes que cumplirían el mismo rol). Ese estado de parálisis impediría acceder a un pensamiento complejo, extenso, sensato por la limitación evidente que devela el centrar la interpretación de la vida con las gríngolas que sirven de “protector” que se suele colocar en los ojos a los caballos para que sólo puedan mirar un punto fijo y no se distraigan con el entorno.

Salir de la caverna es siempre una invitación válida y un desafío acuciante. Quitarse las anteojeras para mirar a los costados fue, es y debería seguir siendo, el único motor que intente impulsar la educación para la libertad. Como hemos podido apreciar en las líneas precedentes, no será fácil (nunca lo fue) escapar del yugo del imperio de la estupidez. Aún así, a no desanimarnos: siempre estamos a tiempo de dar el primer paso, que no es más que dejar de aceptar sin dudar nada de nadie, y mucho menos, de parte de estúpidos.

 

jueves, 31 de marzo de 2022

“Exhibiendo la violencia de la cancelación contra la comedia” – Lisandro Prieto Femenía

Si tuviésemos que hacer una referencia inmediata acerca de la premiación más mediática de la historia del cine, intuitivamente recordamos un cachetazo y un sinnúmero de interpretaciones y connotaciones sobre el mismo. La gala desapareció, los demás ganadores y trabajadores de la industria también, todos abducidos por un fenómeno decadente que sirvió para aumentar de a miles seguidores de tres personas, perjudicando a los demás presentes y, lo más importante, a la audiencia, a la cual se le reafirmó un mensaje ético bien claro: los límites de la comedia, ya resquebrajados por la cultura de la cancelación imperante, se tienen que retraer aún más.

Para los griegos antiguos, el “humor” era un estado de salud, que representaba el equilibrio de cuatro líquidos que, cada uno, simbolizaba algún elemento, a saber: la sangre (el aire), la bilis amarilla (el fuego), la bilis negra (tierra) y las flemas (el agua). De esta concepción proviene el vincular “estar de buen humor”, con “estar sanos”. Posteriormente la traducción latina humoris significará estrictamente el estado líquido o la humedad, que aplicada a la tierra conformará al humus, la tierra fértil. Como habremos podido apreciar en la breve descripción etimológica, desde tiempos arcaicos hay una estrecha relación entre el humor y la salud, puesto que desde el empleo mismo del vocablo en sus inicios, se ha referido al estado de ánimo fruto de un equilibrio armonioso de factores que lo determinan.

Otra cosa, aunque comúnmente asociada al humor, es la “comedia”, palabra que en su conformación etimológica griega se conformaba por la palabra “komos” (canción, proclamación); “odé” (canción, rapsodia) y el sufijo “ía” que denota cualidad. Lo que hoy entendemos como representación cómica proviene del género dramático (opuesto a la tragedia) cuyo máximo representante en la Grecia antigua fue Aristófanes (444 a.C- 385 a.C).  El drama satírico acompañaba la presentación teatral de dos tragedias en cada edición y su función era, en pocas palabras, “bajar los ánimos” que quedaban exaltados por la intensidad del drama trágico.

Ahora bien, todos sabemos que existe un tipo de humor cómico ácido, también conocido como “humor negro” que es un tipo de comedia satírica que busca provocar en el espectador un sentimiento confuso que se mueve entre lo gracioso y lo desagradable mediante la ironía, el sarcasmo y, en alguna medida también, la burla. Su consistencia esencial se basa justamente en ser un género políticamente incorrecto, puesto que juega a torcer (y en algunos casos, quebrar) el status quo establecido de lo “esperable”. Se podría decir que la “gracia” de este humor consiste en la disrupción de una “normalidad” para tornarla cuestionable mediante una crítica cómica que pretende desvelar algo que está más allá de la simple apariencia de los consensualismos triviales y banales. 

En el marco de lo precedentemente señalado, es que analizamos el papelón (para nosotros, totalmente orquestado) de la gala cinematográfica norteamericana. Pero antes de entrar de lleno a la farsa situada en Smith y Rock, haremos un breve repaso de los bochornos oportunamente utilizados por la Academia para conseguir índices de audiencia mayores. 

En la Edición Nº 89 de los Oscar el legendario actor Warren Beatty cometió el “error” de nombrar a “La La Land” como la película ganadora del certamen, cuando en realidad el galardón debía ser entregado al film “Moonlight”. Lo que parecía ser una situación confusa, un error poco común en el guion de la gala, atravesó por un momento extremadamente violento: Jordan Horowitz, el productor de “La La Land” hizo a un costado violentamente al actor anciano que había cometido el “error” y de manera bastante agresiva y pretendidamente ofuscada indicó que la estatuilla no correspondía a su obra. La ridiculización que se realizó sobre los actores veteranos que “leyeron mal” la ficha no tuvo, por parte de la crítica biempensante portadora de la moralina posmoderna contradictoria, el menor reparo de naturalizar la idea de que hay gente demasiado vieja para hacer ciertas cosas.  

(Link https://www.youtube.com/watch?v=m-gSLXFhIrM)

Lo acontecido en la última edición, comentado, difundido, viralizado ad extremum mediante la factoría interminables de memes, no es un hecho aislado pero sí marca un precedente patéticamente lamentable. Como suele suceder en la imperante moral posmo-progre de la deconstrucción selectiva y la cancelación sistemática, se puede avizorar, a pocos días de lo sucedido, dos interpretaciones reinantes: por un lado, se sostiene que lo realizado por Smith es una clara demostración de cariño hacia su esposa y una defensa primordial al honor de su mujer y, por el otro, la clara demostración de un montaje mediático que sirve a intereses publicitarios muy concretos de los implicados (incluso del que recibió la puñeta). 

Como siempre insistimos en invitar a los amigos lectores a profundizar más sobre la superficie de lo dado por la inmediatez y la avidez de novedades y nos preguntamos ¿qué queda de esto, aparte del patético show? Queda la naturalización de la violencia ante el desacuerdo. Queda establecido un precedente que indica que cuando uno se encuentra en una situación en la cual el régimen discursivo contextualizado permite ciertas bromas en el marco lícito del montaje, uno puede responder con violencia física y ridiculización masiva sin reparo alguno. Queda explicitada la vacua e incoherente ética postmoderna que pretende disfrazar de justicia poética un acto totalmente desagradable e ilegal (si Smith no fuese Smith, esa noche hubiera sido arrastrado por muchachos de dos metros de altura hacia el callejón trasero del edificio, y no precisamente para dialogar sobre lo acontecido). Queda evidenciada la total fragilidad en la que ahora deben trabajar los comediantes: si todo ofende al punto de recibir reprimendas físicas, el humor se verá condicionado severamente (deconstruído, dirían algunos) y se perdería la libertad, propia del cómico, de jugar con los límites de lo políticamente correcto y con la crítica capaz de provocar risa mediante el estupor.

En fin, es preciso señalar que el humor ácido ha muerto. El posmo-progresismo burgués lo ha asesinado definitivamente en el montaje decadente de una supuesta representación de la defensa del honor de una persona en pos de una sensibilidad bastante hipócrita carente de sentido que apuesta siempre a cerrar las puertas de todo aquello que desafíe la agenda imperante de una moralidad subvertida y pretendidamente deconstruída. 

Habiendo expuesto los riesgos que conlleva todo acto de violencia que atente contra la libertad de expresión permitida en un contexto discursivo con reglas claras, debo culminar la presente reflexión indicando que  quien comparte con vosotros estas líneas posee calvicie hereditaria hace bastantes años y he sido objeto de burlas, comentarios y sugerencias por parte que allegados y desconocidos, y jamás me vi en la necesidad de ir repartiendo tortas por ello (y os aseguro que el día que pretenda hacerlo, lejos de recibir ovaciones, seré fuertemente reprendido con el peso de la ley).


viernes, 18 de marzo de 2022

Desmontando la romantización de la indignidad – Lisandro Prieto Femenía

En la presente ocasión nos interesaría reflexionar sobre un derecho y valor intrínseco fundamental, indiscutiblemente importante y globalmente despreciado de manera persistente y sistemática: la dignidad. Bien sabemos que en su raíz latina, “dignus” se refiere a la disposición humana de “ser merecedor de” algo que se considere comunitariamente indispensable y, comúnmente, se suele interpretar que se es digno cuando uno es respetado por los demás y aceptado cabalmente por sí mismo, lo cual deriva en la aseveración generalizada de pensar que existe dignidad cuando la totalidad de las personas somos tratados con la misma justicia, sin importar la ideología, el género, la religión, la afiliación política, la descendencia étnica, etc. 

Hasta aquí, me imagino, estamos todos plenamente de acuerdo: se trata de un concepto que representa un ideal que merece la pena proteger. El problema filosófico surgirá cuando notemos que, a pesar de la precitada adherencia supuestamente indiscutida a la idea de dignidad, el común de los mortales, en la práxis ciudadana, no tiene la menor intención de respetar la coherencia básica entre lo que se dice y se hace al respecto de su pleno cumplimiento.

El gran Aristóteles (384 a.C-322 a.C) sostenía que todo hombre separado de su sociedad puede “ser considerado una bestia o un dios”. La autosuficiencia que demanda dicha soledad en la individualidad sólo es posible mediante una fuerza sobrenatural que lo permite o por el salvajismo propio del ser individual que lucha a codazos para sobrevivir en la hostilidad propia de un mundo que se le presenta disociado a sus intereses (y viceversa). Si bien en la totalidad de nuestras tan bien redactadas Constituciones Nacionales la dignidad hace gala de su importancia, podemos apreciar sin dificultad que en la cotidianidad los seres humanos nos comportamos, dentro de una sociedad, como salvajes individualistas, egocéntricos ambiciosos incapaces de comprometer el más mínimo de nuestros esfuerzos en pos de un bien común. 

Lo precedentemente señalado nos lleva a pensar que coexiste el deseo de un respeto irrestricto a la persona y su identidad, al mismo tiempo con un ferviente egoísmo, propio de la ética de la consumación de una sociedad de consumo exacerbado que pretende que cada cual se salve por su cuenta o a costa de la renuncia de la plena dignidad. Entonces es pertinente que nos preguntemos ¿es posible hablar de dignidad individual si colectivamente nos comportamos como seres totalmente apáticos? ¿Es viable una moral que disocia lo individual y lo colectivo? ¿Se puede ser digno individualmente y totalmente abúlico socialmente, al mismo tiempo? Evidentemente, se trata de un movimiento dialéctico que requiere de un compromiso social real, cotidiano (habitual) en el cual la pretensión de respeto hacia uno mismo debería ir acompañada de una serie de acciones que pretendan resguardar también el respeto al otro.

Dicha bestia depredadora de la que nos hablaba Aristóteles es aquella que en sus pretensiones estrictamente individualistas espera ser merecedor de todo al tiempo de no ceder absolutamente nada a nadie, ¿les suena conocido? Para evitar convertirnos en lo que Hobbes denominaba “lobo del hombre”, es crucial que podamos pensar críticamente nuestra dignidad en el marco de una comunidad organizada. Y ello lo podemos ilustrar simplemente en la descripción de una realidad totalmente injusta y patética que se nos hace presente en cualquier rincón del orbe: una persona que trabaja para vivir dignamente a duras penas puede mantenerse a sí mismo; una pareja con hijos que trabaja incesantemente para proveer a su familia las condiciones materiales y culturales necesarias para vivir dignamente son pobres. ¿No hay indignidad en la naturalización de una pobreza endémica innecesaria? ¿No se suponía que el trabajo le otorgaba dignidad al ser humano? ¿Dónde se encuentra dicha dignidad, si notamos una tendencia creciente que demuestra que difícilmente la fuerza laboral de los individuos le pueda aportar lo necesario para satisfacer sus necesidades básicas?

La perversión de la ética individualista imperante consiste justamente en justificar y naturalizar el discurso de un voluntarismo ficticio que nos vende la idea utópica consistente en pensar que “con esfuerzo, todo es posible”. Pues no, puesto que si bien el esfuerzo y la disciplina son fundamentales, al igual que la instrucción, la educación y la cultura, nuestro mundo actual nos demuestra, tras el sofisticado poder del escritorio (burocracia), que cada vez es más difícil vivir con autosuficiencia. Basta mirar tan sólo la generación de nuestros bisabuelos, abuelos y padres, muchos de los cuales no pisaron siquiera una baldosa de la Universidad, y aún así pudieron trabajar y proveernos valores, educación, techo, comida, cultura, salud, seguridad, etcétera. Sin dudas de trata de otro mundo, inexistente actualmente, pero que si alguna vez fue posible es porque el sentido de pertenencia a la comunidad era patente e indiscutido, lo cual garantizada de alguna manera un pacto social implícito en el cual la dignidad se resguardaba en esfuerzos mancomunados en pos de un bien común. No fue un sueño, sucedió, y el salvajismo propio de la moral posmo-consumista e individualista la desmontó y la convirtió en un recuerdo de antaño.

Ello fue posible mediante la transvaloración (subversión total de los valores) ha logrado efectivamente que naturalicemos, e incluso, romanticemos la indignidad humana en sus múltiples representaciones: nos conmueve el refugiado de guerra eslavo, nórdico y anglosajón, pero poco nos dura la conmoción de las barcazas ametralladas en las costas de Lampedusa, la devastación a nivel suelo de pueblos aledaños a Damasco o la entrega de poder al sadismo talibán en Kabul. Nos parte el alma la foto del desnutrido africano que nos trae amablemente la red social, pero nos importa bastante poco el hijo del vecino con un serio déficit alimenticio que abandonó su escolaridad para salir a trabajar. Como podemos apreciar, el esnobismo moral no soluciona absolutamente nada, sino más bien todo lo contrario, puesto que al normalizar actos sistemáticos de privación de la dignidad, promociona directamente a un régimen de vida totalmente injusto y malignamente banal que cuenta, paradójica y tristemente, con el beneplácito de la gran mayoría de los sujetos que incluso son damnificados por semejante atrocidad.

La búsqueda de la dignidad individual y social es una premisa urgente, que debería estar en la primera instancia de prioridad no sólo para los Estados democráticos y la completitud de sus instituciones, sino principalmente en el seno de nuestro pensamiento y acción cotidianos en tanto que somos, aunque lo ignoremos completamente, responsables y garantes del cumplimiento del respeto a la dignidad que decimos merecer.

 

 


jueves, 10 de marzo de 2022

“Cómo evitar ser espectador del reality guerra” – Lisandro Prieto Femenía 

En ocasiones previas hemos tenido la oportunidad de reflexionar en torno al régimen de verdad global e imperante denominado “post-verdad” y sus patéticas y nocivas consecuencias en diversos ámbitos. Hoy quisiéramos destacar específicamente la epifanía de tal mentira útil en el contexto bélico actual, que mantiene en vilo no sólo a dos países implicados, sino a toda la humanidad puesto que los efectos de dicho suceso tienen injerencia en casi todos los rincones del mundo. Y, en particular, nos vamos a centrar en nuestro rol de espectadores e intérpretes lejanos de un hecho tan delicado, y tan banalizado en nuestros días. 

Bien es sabido que las guerras sacan a relucir lo más miserable y despreciable de nuestra condición humana, sólo basta prestar atención a los registros historiográficos para apreciar la cantidad innumerable de atrocidades de las que somos capaces en el marco de las situaciones bélicas. Ahora bien, mientras que en el transcurso de una guerra hace más de medio siglo la comunicación de los hechos y acontecimientos consistía en un sistema precario de distribución mediante un aparato de propaganda estatal bastante rudimentario, el presente se está caracterizando por la diseminación permanente de “información” al alcance de la mano de cualquier mortal. La paradoja evidente se percibe al notar que si bien aparentemente todos podemos conocer absolutamente todo lo que sucede mediante un cúmulo de material de muy dudosa procedencia, todos conocemos nada. En la era de las telecomunicaciones masivas mediante redes sociales, programación televisiva, prensa digital, gráfica, radial, etc. a disposición para gusto y placer de cualquier consumidor, nadie tiene real y cabal conocimiento de absolutamente nada. Es por ello que se suele decir, casi al estilo de un cliché, que en las guerras siempre la primera víctima es la verdad. Pero, ¿qué es eso de “la verdad”? 

Se trata del problema filosófico favorito desde presocráticos hasta nuestros días: poder distinguir entre lo ficcional y lo real, entre el relato y el hecho, entre lo subjetivo y lo estrictamente objetivo. Nada de otro mundo: pretender conocer algo es querer buscar una verdad donde hay incertidumbre. El gran inconveniente que tenemos en nuestros días se sustenta  justamente, en dos ejes básicos: el abandono voluntario a la pretensión del conocer objetivamente, ya sea por el imperio de una ideología intencionalmente relativista, o por el simple hecho de vivir inmersos en un sistema de vida en el cual la desinformación es prácticamente la herramienta más eficaz para dividir y reinar. 

Es probablemente imposible saber a ciencia cierta qué demonios está sucediendo cabalmente en el presente conflicto y su correspondiente show mediático: fuentes diversas declaran información antónima, circula fácilmente propaganda definidamente sectorizada y apuntada a un público específico, fake news por doquier, versiones contradictorias, etc. En el medio de ello, la gente va tomando posición: “que Fulano es un dictador”; “que Mengano es una víctima”; “que está bien que una nación soberana defienda sus fronteras”; “que es la peor invasión de la era moderna”; “que la operación es prácticamente pacífica y sin resistencia”; y podría seguir, pero no tiene sentido enumerar la cantidad de justificaciones que individualmente se le ha ido dando al asunto.  

Pero, más allá de las posturas fundadas en argumentos provistos por noticieros rentados, por redes sociales contratadas o por videos de WhatsApp recibidos, concretamente, podemos enunciar ciertos sucesos que escapan al relativismo vago y perezoso:  se trata de un conflicto diplomático y bélico en cuanto que la armada de una nación le dispara municiones a la armada de otra. Existe un éxodo real de ciudadanos de un país a Estados limítrofes. Hay muertos, no importa cuántos, si hubiese uno sólo ya sería grave, si son más de cien, también. Hay, indudablemente, un  conflicto de intereses económicos, territoriales, políticos y militares. Hay una historia documentada previa al asunto actual que nos podría dar un esbozo de comprensión mínima acerca de la tensión entre los implicados. Hay una genealogía cartografiada de las pretensiones claras que tienen los bandos participantes. Hay una clara identificación del rol de mando que tiene cada uno de sus protagonistas. Pues bien, en lugar de analizar lo que se da, al parecer la humanidad ha decidido deglutir sin aderezo alguno casi la totalidad de las ficciones brindadas tanto por medios de comunicación como por gobiernos involucrados.  

El abandono persistente del pensar nos ha llevado, desde siempre, a tomar pésimas decisiones: conforme a cada época, hemos determinado de manera binaria y taxativa (y muy trivialmente) quién hará el rol del “malo” y del “bueno”: Hitler lo hizo con su propaganda antisemita, y otros regímenes en la post guerra realizaron algo similar al instalar en cada uno de los hogares globalizados la idea de que el oriental (durante la guerra de Vietnam) era el peligro y posteriormente el musulmán (desde la guerra del Golfo hasta nuestros días).  

Ante semejante actitud patética de la existencia inauténtica de un ser que ni siquiera se pregunta por su ser, la filosofía nos permite tomar distancia del humo de discoteca mediático y leer la situación de otra manera, pretendidamente más honesta: no se trata de la trillada distinción entre buenos y malos, sino, como señalaba Maquiavelo, el asunto se dirime a partir de la consideración misma de la política, entendida por él como una búsqueda constante del poder (una lucha que a veces implica librarla a cualquier precio), con un grado considerable de independencia de cualquier pretensión moral común. En otras palabras, y según lo planteado por el pensador italiano, la política (que es en sí, guerra, a veces con armas, a veces con leyes y otros medios) posee su propia moral, que nada tiene que ver con la moralina ciudadana o mediática. Intentar comprender las motivaciones que llevan a un jefe de estado tomar la decisión de invadir un país, e intentar comprender las razones por las cuales el presidente del país invadido ha decidido resistir y buscar apoyo internacional (a cualquier costo) es una empresa reflexiva que está en proceso y que nos llevará años poder dilucidar. Lo que sí podemos hacer (previsionalmente)  nosotros, los simples ciudadanos de países que se encuentran geográficamente alejados de la zona de conflicto, es pensar con sensatez, o, como decía Ludwig Wittgenstein, “sobre lo que no se puede hablar, mejor callar”, que, interpretado en sus códigos lingüísticos debe traducirse estrictamente en “si no conoces cabalmente aquello de lo cual se habla, mejor no emitas juicio porque es muy probable que te equivoques”.  

Ser megáfonos repetidores de opiniones deglutidas por otros nada tiene que ver con ser personas que buscan tener una existencia sensata, con capacidad de pensamiento crítico y criterio autónomo. El consejo de Wittgenstein en nuestros días suena completamente autoritario, pero, si consideramos la cantidad de proposiciones infundadas empíricamente que proferimos al día, por repetir sistemáticamente aquellos que nos fue servido en bandeja de pixeles, terminaremos militando causas que en el fondo no tenemos la menor idea de su contenidos o, en otras palabras, seremos peones de causas ajenas, externas y totalmente disociadas con lo que tal vez somos o pretendemos ser.  

El silencio al que se refería Ludwig no es el de la censura, es ese espacio de apertura al pensamiento necesario en el marco de una situación que sólo nos bombardea de ruidos que si bien a algunos nos molestan, a otros los convence. No se puede pensar en estado de alienación total y para pensar, es requisito fundamental ser libre de todo prejuicio infundado. Se trata de una ardua tarea a la que algunos le dedicamos la vida, pero a la que todos le deberíamos prestar central atención si no queremos ser usados de peones en juegos de ajedrez en los cuales desconocemos completamente el tablero, los movimientos de las fichas y, lo que es más importante, las intenciones del rey y la reina de los claros y los oscuros. 

lunes, 10 de enero de 2022

“Currando la felicidad” – Lisandro Prieto Femenía 

En la presente oportunidad quisiéramos invitaros a reflexionar en torno al concepto griego de “Eudaimonía”, también conocida como “felicidad”, y definida por la RAE como “estado de satisfacción debido generalmente a la situación de uno mismo en la vida”. Pues bien, no hagáis caso a la RAE y pensemos por un momento qué es eso que tanto mencionamos y decimos necesitar pero tal vez no siempre comprendemos cabalmente. 

Para Aristóteles (384 a. C- 322 a. C.), contrariamente a lo que sostiene la definición precitada de la RAE, la felicidad no es ni por cerca un estado de ánimo, ni un estado de nada, sino que es una actividad en sí misma puesto que la considera el fin de todo acto (en otras palabras, todo lo que hacemos supuestamente lo hacemos para ser felices). En su obra denominada “Ética a Nicómaco” nos señala claramente que “la felicidad consiste en la virtud en general, o en alguna virtud en particular, pues la felicidad es la actividad del alma conforme a la virtud. […] Son las actividades conformes a la virtud las que determinan la felicidad, mientras que las actividades contrarias a la virtud determinan la desgracia”. Traducido brevemente: la virtud es el medio, y la felicidad es el fin, pero sin virtud, no hay chance de felicidad alguna. Ahora bien, ¿qué es la virtud? 

Brevemente indicaremos que la virtud es, al menos desde el análisis filosófico aristotélico clásico, un hábito de persistir en un término medio en lo concerniente a nuestras acciones, determinado por nuestra razón y por la cual podemos convertirnos en personas prudentes. Como habéis oído por ahí casualmente, el término latino “virtus” nos marca la pauta de la inexorable relación que existe entre la prudencia y el virtuosismo, como también el vocablo griego “areté” refiere particularmente a la “excelencia” como propósito en sí mismo. Por ello, Aristóteles sostenía que la virtud no es más que una “excelencia añadida a algo como perfección”.  

Por lo anteriormente mencionado, podemos comprender que para el estagirita la felicidad no es fruto de la mera circunstancia pasajera o del resultado espontáneo de algunos estímulos concretos, sino más bien un trabajo (hábito) que demanda una búsqueda permanente. Dicha búsqueda es inconcebible sin la participación de la prudencia, que no es nada más y nada menos que "aquella disposición que le permite al hombre discurrir bien respecto de lo que es bueno y conveniente para él mismo". Discurrir, pensar, tener criterio y juicio prudente es tarea de toda la vida, por lo cual en esta lectura de la felicidad es preciso indicar que sólo es en el atardecer de nuestra existencia cuando podremos dilucidar si realmente hemos sido felices, ya que “no podremos llamar feliz a un hombre mientras vivo, sino que será preciso ver el fin” (Solón de Atenas 630-560 A.C) o, como expresa Merlí a sus alumnos “¿Queréis ser felices? ¡Aristóteles les dice que os lo tenéis que currar!” 

Ahora os invito a dejar entre paréntesis momentáneamente lo precedentemente señalado por Aristóteles para pensar en qué hemos convertido nosotros, los postmodernos del siglo XXI a la felicidad. Nos atrevemos a indicar que la hemos tornado en una obsesión, en cierto punto enfermiza, por pretender equiparar el ser al tener. El espíritu de la época nos indica que se es feliz teniendo o consiguiendo todo aquello que deseamos obtener y lograr. El problema es que, si no lo logramos, el pozo profundo de la frustración se hace abismo en nosotros mismos. Si somos lo que tenemos o lo que conseguimos, ¿qué queda de nosotros si lo perdemos? Tal razonamiento no es nuestro, es de Erich Fromm, quien es citado en demasía por memes de autoayuda en redes sociales, especialmente y específicamente con su sentencia que versa “Si con todo lo que tienes no eres feliz, con todo lo que te falta tampoco lo serás”.  

Como podemos apreciar, este tema de la felicidad trasciende el placer hedonista pasajero y la sensación de saciedad que produce una vida “resuelta”. Se trata estrictamente de un modo de vida específico, una búsqueda permanente de sentido que determina la nuestra dignidad misma. La vida desdichada, conquistada por la tristeza irreversible es sin dudas signo de una indignidad que trunca toda posibilidad de ser y hacer. En su obra “Oratio de hominis dignitate” (“Discurso sobre la dignidad del hombre), Pico de la Mirandola (1463-1494) nos expresará que dicha dignidad reside básicamente en la capacidad que tenemos de elegir cómo vivir. Tenemos un grado de libertad, un margen, a través del cual optamos permanentemente por aquello que nos indicaba Aristóteles, a saber, discurrimos para elegir el mejor de los caminos posibles.  Ahí está justamente, el truco y la trampa de la libertad: nos sucederá, y créanme, nos sucede permanentemente, que nuestras decisiones y las opciones que tomamos en búsqueda de un buen fin nos equivocaremos irrevocablemente un buen número de veces. Pero la clave aquí, en el mundo del pensamiento filosófico crítico, no pasa por dar recetas fugaces, sino de intentar comprender que, a pesar de las mil decepciones, errores y confusiones, la felicidad tiene que estar presente siempre como la brújula que nos mantiene intacto el deseo de seguir viviendo. 

Ante la precitada frustración auto infligida y también, bombardeada por un sistema de consumo incesante de bienes y servicios innecesarios e intrascendentes, nuestros amigos estoicos nos dirán que la gran mayoría de las cosas que nos suceden no dependen de nosotros, y que debemos actuar en consecuencia. ¿Tu salario no te alcanza para hacer aquello que tanto deseas? Pues bien, un discurso del ala positiva y voluntarista te dirá que debes esforzarte más, que algo no estás haciendo bien para lograr tus objetivos, que seguramente tienes que revisar tus opciones y decisiones porque es casi seguro que en algo estás fallando, o que tal vez no le estés echando suficientes ganas a tu proyecto. La filosofía estoica, que es ancestral, y por ello, auténtica y valiosa- a diferencia de la precitada ética del descarte humano que acabamos de describir antes del punto seguido- nos señalará otra vía de análisis, más sensata, más honesta, más real y necesaria.  

Dicha filosofía nos ofrece tres recursos. En primer lugar, ante una tribulación o problema que consideres abrumador, pregúntate: ¿esto que sucede, está bajo mi control? Bien sabemos que entre nuestras posibilidades de actuar hay un limitado margen de acción. No siempre podemos revertir, cambiar o intervenir en un fenómeno o acontecimiento. Detenernos a preguntarnos si realmente esto que nos enfrenta nos permite actuar o no, es un gran paso, ya que desmitifica la idea ficticia y vulgar enmascarada de la omnipotencia humana del voluntarismo.  

En segundo lugar, nos invitará a pensar en éstos términos: Si debes actuar, hazlo con virtud, siempre teniendo en mente que las afecciones externas no son tu responsabilidad, por lo tanto no deberías sentirte obligado a actuar por algo que no depende en absoluto de ti. Actúa a conciencia sólo si te corresponde y hazlo de manera racional y prudente. 

Por último, el estoicismo nos invita al tempo de la “ataraxia” (“serenidad de ánimo”- “calma del espíritu”). Sin la calma que guía prudentemente nuestras acciones, es prácticamente imposible acertar en nuestras decisiones y, por correlación lógica, ser felices. Habéis escuchado varias veces a alguien decir “cuando estoy estresado me sale todo mal”. Pues sí, es así, el que se enoja, pierde. Asimismo, dicho temple es fundamental para la aceptación de aquello que trasciende toda posibilidad de acción: el grado de desazón ante el acontecimiento desagradable podría disminuir drásticamente si somos conscientes y somos prudentes para interpretar lo que nos sucede en los términos que la ataraxia ofrece.  

En conclusión, no hay una asignatura, una fórmula o una pastilla que nos brinde la felicidad. Es la “buena vida”, la fundamentación de la felicidad, es un esfuerzo constante de las personas que se basa en aquel permanente “saber discernir” lo que vale la pena de lo que no. No todo sentimiento es digno de ser cultivado y en qué situaciones es realmente necesario cultivarlos, o no. En este sentido, Victoria Camps nos ofrece una bellísima metáfora para comprender este proceso: al igual los niños aprenden a dosificar la intensidad de alegría o sufrimiento en la crianza, la educación es un recurso fundamental para el cultivo de uno mismo mediante el cual se accede al acervo cultural de la humanidad que siempre tiene algo que enseñarnos, pero que uno no adquiere si uno no hace el esfuerzo o demuestra la mínima pizca de voluntad de querer adquirirlo. Nada más distante de esto que las promesas soft de la tan sobrevalorada y banal “autoayuda”. 

 



martes, 28 de diciembre de 2021

"No mires arriba! Las consecuencias patéticas de la equívoca post-verdad" - Lisandro Prieto Femenía

En la presente nota intentaremos ofrecer una reflexión en torno a un absurdo garrafal que atraviesa nuestra cotidianidad desde tantos puntos de vista que es ridículamente tosco siquiera escuchar en nuestro tiempo algo que tenga que ver con un anclaje empírico con una realidad tácita que nos interpela completamente. Mediante un breve análisis de la película dirigida por Adam McKay pretenderemos mostrar los lamentables alcances que tiene la agenda posmo progre sobre el transcurrir de nuestra existencia en el mundo.

La obra nos muestra de manera magistral un suceso natural apocalíptico: un meteorito del tamaño de un monte gigante se estallará con la tierra en el lapso de seis meses. Los científicos que descubren las primeras imágenes se desesperan por informar la situación a las autoridades institucionales correspondientes para poder tomar las mejores medidas de protección posibles en la democracia más ponderada e inflada de la faz de la Tierra. Lejos de recibir la atención que corresponde a dicho hecho desastroso, se encuentran con un sinfín de inconvenientes: políticos que están pensando exclusivamente en su imagen de encuestas, medios de comunicación banales que trivializan completamente el asunto, ataques constantes de hordas de millares de imberbes con voz en las redes sociales, etc.

No voy a espoilear el film, no se preocupen, lo precedentemente señalado sucede solo en los primeros minutos de la película. Y ahí nos vamos a detener. Con ello, tenemos suficiente tela para cortar. Resulta que si bien se trata de una representación cinematográfica de un hecho hipotético, la obra "No mires arriba!" nos delata y nos desnuda frente a una terrible realidad: el equivocismo nos va a llevar directamente a nuestra extinción. Pero, ¿qué es eso de equivocismo?

En la disciplina filosófica denominada "hermenéutica", y, en particular, en la "hermenéutica analógica" desarrollada por el filósofo mexicano Mauricio Beuchot, se considera "equívoca" a la postura filosófica que considera que toda interpretación es válida y que dicha multiplicidad de perspectivas debe ser considerada con todo grado de veracidad posible. Terrible absurdo, si consideramos que si bien es cierto que muchos podemos interpretar de diversa manera ciertos hechos, existe, más allá de la subjetividad interpretante, un hecho que es digno de ser pensado tal como es. Pues bien, como hemos mencionado en previas ocasiones, la post-verdad, fruto del post-modernismo que sostiene edificios completos de mentiras bajo los cimientos hipócritas de un falso pluralismo tolerante, nos ha conducido a un tiempo en el que si bien no se nos viene ningún meteorito encima, tenemos una pandemia global casi sin precedentes sobre la cual todavía, incluso en el seno de la misma comunidad científica, se sostiene la posibilidad de que sea un mero boicot conspiranoide para quitarnos la libertad de asistir al cine.

Los datos han sido contrastados. La comunidad científica global lo ha podido constatar, analizar, poner en duda, e incluso teorizar al respecto. El virus existe, ese es el hecho. Pues, aunque a Ud. le parezca una locura, desde ciudadanos de a pie, padres de familia, gobernadores e incluso presidentes de naciones, han tenido la osadía de intentar convencernos de que todo esto no es más que una mentira. Se imaginarán mi asombro, puesto que negar la existencia de la pandemia, tras el deceso de más de 5 (cinco) millones de seres humanos de todo el mundo, es tan bizarro y grave como negar las víctimas de cualquier holocausto causado por la malicia de los regímenes totalitarios de nuestra historia.

No aún siendo suficiente argumento los decesos y su corroboración mediante las correspondientes actas de defunción, tras el surgimiento de un medio para paliar, frenar y contener las muertes, al surgir la vacuna para combatir el hostigamiento virulento del bicho, gran parte de la humanidad (también, ciudadanos de a pie, gobernantes, etc.) ha decidido creer, sin siquiera un argumento científico bien justificado, que dicha inoculación puede ser fatal, dicen algunos delirantes, inocua, dicen otros, o totalmente peligrosa, según esa gran mayoría de equivocistas. ¿Se da cuenta, amigo lector, a dónde apunto?

Veámoslo desde un punto de vista aún más ridículo: la misma gente que sostiene que la Edad Media es una era de oscurantismo y de alergia por el conocimiento, es la que sostiene que la pandemia es un invento político, que el virus tal vez no existe y que las vacunas son innecesarias. Y ud. me dirá "¿qué importa lo que piense ese puñado de delirantes?". A lo que yo, tristemente, tendré que responder: "no, no es simplemente un puñado de delirantes, se trata de una gran mayoría que se comporta en contraposición a lo que la situación sanitaria global requiere para que dejemos de morir". Y aquí hacemos un breve paréntesis, para echar un poco de luz ilustrativa sobre nuestro argumento: imaginemos qué sentía una madre hace más de 30 años cuando su hijo padecía poliomielitis. Al surgir la vacuna, le pregunto a Ud. querido lector,  ¿cree que esa madre preguntó si dicha vacuna la fabricaba Pfizer, AtraZeneca o Moderna? ¿Considera Ud. que dicho descubrimiento fue motivo de controversias y campañas antivacunas, incluso promovidas por personal de la salud? Pues no. Esa madre fue corriendo a vacunar a todos sus hijos, y los Estados nacionales la instalaron en la cartilla de vacunación obligatoria, logrando tras una campaña iniciada en 1985 que todos los países concordaran en las estrategias de aplicación de la vacuna masivamente y consiguiendo que, para el año 1991, el último caso detectado fuera, definitivamente, el último.

Retornando al eje filosófico del artículo, es preciso señalar que el reinado del equivocismo es tan nocivo como el imperio del univocismo. Ni todo lo que se dice es cierto, ni nada de lo que se dice es cierto. Hay un punto medio, denominado "prudencia" (phrónesis) que nos permite tener juicio, y ello es tener criterio, para lo cual es indispensable no caer en la moda negacionista del método científico (el cual logró acrecentar la esperanza de vida de 28 años a 78 años). Sin duda que en el transcurrir de los hechos han ocurrido sucesos y han salido al mercado productos que han dinamitado la economía de muchos sectores y han elevado de la unos otros pocos, es innegable. Pero entre la conspiración terraplanista y la imagen satelital, están nuestros ojos, mirando hacia arriba, aprendiendo los conocimientos debidamente certificados, contrastados y permanentemente revisados.

Hoy tenemos a nuestro "meteorito" frente a nuestras bruces, lo podemos ver. Pudimos sentir el dolor de la pérdida de una cantidad lamentable de familiares que se nos fueron. Podemos apreciar cómo tras las aplicaciones, no hemos caído en una terapia intensiva. Podemos salir a tomar una caña tras dichas inoculaciones con la tranquilidad de saber que el virus puede atacarnos pero no ya tan simplemente matarnos. Los números están a disposición, y no de una sola institución que monopolice las estadísticas, sino de una incontable cantidad de seres humanos que le están dedicando la vida al seguimiento, tratamiento e intento de solución a este problema que, venga ya, hay que decirlo, ha cambiado para siempre nuestra forma de transcurrir nuestra cotidianidad en el mundo. La verdad está ahí, se hace sentir. No es relato, es sintomática y violenta. El mensaje "miremos arriba" es lo mismo que siempre hemos sostenido desde nuestro marco teórico de la filosofía, a saber: "no abandones el pensar, no naturalices una muerte fruto de la irracionalidad y la injusticia".

 

lunes, 20 de diciembre de 2021

“Nativitas: predestinación o nuevo comienzo”

En la presente oportunidad intentaremos reflexionar en torno al concepto de natividad, en contraposición de la visión determinista de la irrevocable predestinación y su consecuente visión pesimista y nihilista, simbolizada antaño con alegorías y hoy tangible en una cotidianidad pretendidamente vaciada de sentido. 

Tomaremos, en primer lugar, dos íconos de la mitología griega como modelos arquetípicos de la interpretación de la existencia propiamente humana: Sísifo y Dionisos. Por si no lo recuerdan, el relato de los castigos de Sísifo revela al Rey de Corinto cargando una roca enorme sobre sus hombros cuesta arriba en una empinada montaña. Una vez cumplida la meta de hacer cima en la misma, la roca caía hacia la base del monte y Sísifo debía retornar, eternamente, a reiniciar la carga insufrible. En su obra “El mito de Sísifo” (1942), Albert Camus nos legó una interpretación de la precitada alegoría haciendo hincapié en el carácter absurdo de una vida insignificante, plagada de esfuerzos dolorosos que finalmente tornan ser inútiles e inconducentes ¿Esperanzador no? Pues bien, si nos ponemos a pensar un momento, lo que torna la existencia absurda es el quietismo, hermano mayor de un conformismo doloroso abrazado masivamente por masas completas adormecidas y desesperanzadas permanentemente bajo la ilusión que instala la imposibilidad de cambio alguno en nuestra finita existencia. 

Por otra parte, apreciemos brevemente la significancia de la epifanía de Dionisos, dios de la mitología griega que representa el éxtasis, la embriaguez, los excesos, el renacimiento del ciclo vital natural (la primavera), el caos y la expresión sublime de las emociones sin represión alguna. En la cultura griega arcaica, su celebración significaba inexorablemente un renacer completo de la naturaleza y una oportunidad única de revitalización que renueva los brotes de la vid análogamente como lo hace con la esperanza de un pueblo entero.

Con el cristianismo occidente reformuló e intentó equilibrar las perspectivas precedentemente explicitadas, invocando un sentido único a la natividad (del latín “nativitas”- nacimiento). Desde el hito del nacimiento de Cristo se instaló en nuestra cultura un entusiasmo ligado a la promesa que infiere la llegada de una vida a este mundo. Lejos de ser un simple acto biológico, nacer pasa a ser una apuesta de esperanza hacia la incertidumbre de un futuro preeminentemente incierto: es una promesa. 

De más está decir que aquellos que hemos deseado y podido ser padres, cuando lo hemos logrado atravesamos por un tsunami de sensaciones desconcertantes, preocupantes, agobiantes anuladas completamente por la inexplicable alegría que produce traer vida al mundo, que es, en otras palabras, un gesto sublime por querer dar sentido a una existencia que constantemente nos desgarra a desesperanzas. No es casual que coincidamos casi unánimemente entre los mortales medianamente normales que la pérdida de un hijo es, sin duda alguna, la experiencia más desagradable y desgarradora por la que podemos atravesar en nuestra vida…..

Así como celebramos anualmente la natividad de un Cristo, también festejamos la nuestra, la de nuestros hijos, padres, hermanos, amigos y parejas. Mientras que nuestro cumpleaños es motivo de festejo durante el día que toque, la natividad simboliza, similarmente a lo previamente detallado en el caso de Dionisos, un rebrote vital, una excusa para replantear el sentido de nuestras vidas mediante el poderosísimo símbolo de un Dios que vino a nacer para transformar radicalmente la visión absurda y dolorosa que nos dejó Sísifo en su eterno castigo como forma de vida. Se trata, sin duda alguna, de un hito que nos impele a pensar nuestra esencia espiritual individual en una celebración que debe realizarse, no casualmente, de manera colectiva puesto que la participación de la ilusión de un nuevo comienzo es imposible de realizar en solitario (a pesar de lo que digan los gurúes posmodernos de autoayuda).

En este sentido es interesante el aporte que nos lega Anselm Grün en su obra  “Navidad, celebración de un nuevo comienzo” (2005). El benedictino nos recuerda que la celebración de la natividad provoca en nosotros un sentimiento de profunda desilusión: simboliza, por una parte, el ideal de la posibilidad de comenzar nuevamente y, por la otra, la cruda realidad, a saber, la tristeza propia de una era que hace gala de la desintegración total del tejido social. Pero conjuntamente a la nostalgia y angustia mencionada, se hace presente, año tras año, la posibilidad de interpretar nuestra vida con nuevas cualidades propias del sentimiento nativo: no estamos, como Sísifo, cargando la roca de nuestro pasado, de nuestra herencia cultural, de nuestros castigos y acuciantes circunstanciales. El mensaje que nos regala Grün básicamente versa que Dios mismo comienza de nuevo contigo, ya que se integra como niño en tu realidad mediante la epifanía que representa la navidad o, en otras palabras, incluso para los no creyentes, siempre es posible nacer de nuevo.

Qué mejor ícono representativo para expresar tal mensaje que la personificación de la esperanza por un nacimiento por parte de una pareja de refugiados que huyen de su tierra para poder dar a luz, en condiciones sanitarias deplorables a quien ellos consideraron la luz del mundo, para siempre. Si nos detenemos a pensar por un instante sobre este ícono, el pesebre, podemos comprender el mensaje profundo de la invitación que implícitamente trae consigo la natividad: aún hoy, en épocas de pandemia, hambrunas y guerras, la gente insiste en traer vida al mundo. Locura para algunos, sentido para otros. Lo cierto es que nuestro persistente razonamiento y proclamación acerca de que nadie está de más en este mundo se sustenta y justifica en el marco sacro que instala la navidad: toda vida nueva es digna de promesa, y por ello vale la pena ser cuidada.

Lo sé, hoy no es “cool” plantear semejante cosa. Lo sé, vivimos en tiempos del mito de la superpoblación global, los antivacunas y el terraplanismo y la explícita tanatopolítica. Aún así, lo ancestral siempre es vigente mientras que la moda siempre es pasajera. El esclavismo al estilo Sísifo de una vida marcada por el consumo desmesurado de bienes y servicios totalmente innecesarios que sólo se presentan con la ilusión de pretender llenar con útiles obsoletos una existencia preciosamente única y finita nos deja en solitario frente al abismo del absurdo. La natividad, en pocas palabras, hace presente la manifestación colectiva de un sentimiento profundo de esperanza que nos grita entre susurros “otro futuro es posible”.


miércoles, 15 de diciembre de 2021

“Intentando comprender el mal” – Lisandro Prieto Femenía

Es sustancialmente imposible abarcar en un artículo de opinión el problema del mal. Aún así, en la presente ocasión nos interesa presentar al menos algunas aristas de este asunto, que no ha sido indiferente para la historia del pensamiento, desde Epicuro (341 A.C)  hasta nuestros días. Y tomaremos justamente  al filósofo griego como punto de partida porque fue el primero en brindarnos una formulación del problema dejando de lado cualquier justificación del mismo que aluda a tirar la pelota a la cancha de los dioses: el mal es nuestra responsabilidad.

Una cosa es la palabra, y otra muy distinta el concepto. El vocablo “mal”, en latín “măle”, apócope de “malo”- “malus”, en griego “mélas”, “mélanos” significante de una raíz sánscrita de “mala”, haciendo referencia a la adjetivación de “negro” en el sentido de “sucio”, utilizado, por ejemplo, en la terminología médica para designar al “melanocarcinoma”, también conocido como tumor. Por su parte, el concepto del mal tiene tantas significaciones históricas como corrientes de pensamiento existentes, aunque es preciso indicar algunas continuidades en la polisemia precedentemente enunciada.

Resulta difícil encarar el origen del problema del mal intentando quitar del medio la injerencia que se le ha dado a Dios sobre este asunto. La paradoja que nos presenta Epicuro consiste en pensar que: o Dios es un ser perverso que nos castiga creando la entidad maligna, pudiendo evitarla, o bien que la divinidad queda exenta de nuestra participación al mal y a las consecuencias que acarrea ser libres en este mundo. Otro ejemplo de dicha paradoja es presentado también en el Antiguo Testamento, específicamente en el Libro de Job y la descripción de todas las desgracias por las que tuvo que atravesar su existencia, siendo la misma una puesta a prueba constante a la fe. Y usted querido lector se preguntará: ¿qué diablos tiene que ver la fe con el problema del mal?

Justamente, para intentar responder a esa pregunta, asistiremos a la ayuda de un pensador bastante enemistado con cualquier tipo de esperanza que provenga de la fe, nuestro gran y simpático amigo Arthur Shopenhauer, quien sostenía que el mal no tiene otro origen más que nosotros mismos, puesto que es parte constituyente de nuestra naturaleza, al igual que otras pasiones como la violencia, el deseo o el amor. Arthur, con buen atino, nos señala que nuestra alma alberga de manera suficiente estos aspectos contradictorios, pero sobre todo el aspecto maligno, al cual lo considera desde un punto de vista positivo (puesto que “nos hace sentir”).

¿Qué nos hace sentir el mal? Dependiendo la mente que lo piense, seguramente, obtendremos una multiplicidad de posibles respuestas. Pero podríamos simplificar aquí que el mal nos produce un sobrecogimiento propio de cualquier fenómeno que nos resulte incomprensible: ¿Es comprensible que una madre mutile, torture, quiebre y asesine a su propio hijo de 5 años de edad? ¿Es comprensible la aniquilación de una aldea completa en algún rincón arenoso de nuestro planeta mediante un bombardeo de munición pesada guiado por un drone? ¿Es comprensible que un ser humano adulto corrompa y abuse sexualmente de un niño? ¿Es comprensible un taller clandestino de textiles donde las costureras usan pañales porque no tienen permitido siquiera asistir al baño? ¿Es comprensible que, existiendo absolutamente todos los medios posibles para evitarlo, aún hoy, muera gente de hambre en este mundo? Como podemos apreciar, no. No es comprensible. Lo que sí es, siempre, indignante.

Tal vez, como señaló Epicuro y reforzó Schopenhauer, el error ha consistido en pensar que aquello que acabamos de definir incomprensible forma parte de una esfera externa a la razón humana. Y, como hemos señalado en múltiples ocasiones, el mal siempre es racional. Los campos de exterminio no son construidos por pasiones, sino por gobernantes, ingenieros, funcionarios, capataces y albañiles, con nombre y apellido: el mal siempre tiene un autor y generalmente está acompañado por sus respectivos seguidores, que suelen ser las personas registradas en el padrón electoral.

Como habéis podido apreciar, el mal desde este punto de vista, nada tiene que ver con la simbología demoníaca o con la personificación material de una fuerza metafísica. Al decir que se trata de una condición inherente a la esencia de lo propiamente humano, estamos declarando lisa y llanamente nuestra responsabilidad al respecto. La posibilidad de hacer daño, de provocar males en otros, no nos viene dada por infusión de un genio maligno, sino que nace de nuestras capacidades más propias. Incluso, hay que añadir, adoptando posturas pasivas e indiferentes ante la injusticia (forma del mal más frecuente) estamos siendo siervos obedientes del accionar violento de autoría de otros (recordemos levemente la sentencia de Luther King: “me duele más el silencio de los buenos que el accionar de los malvados”).

Ahora bien, es imprescindible pensar el mal desde su completitud, y la misma está dada por su antagónico, aquel que solemos llamar “bien”. Según Agustín de Hipona, el mal no es más que ausencia de bien. Lejos de tener entidad propia, el mal aparece cuando el bien se retrae, así como la oscuridad es ausencia de luz y el odio privación de amor. En la lógica de la teología agustiniana, lo que se quiere demostrar es que el sumo bien, representado por Dios, se dona y se entrega a criaturas que libremente participan de él de manera libre y proporcional.

Por su parte, Hannah Arendt, lectora atenta de Agustín, nos legará una reflexión sobre ese mal sin raíz esencial propia, considerándolo desde su banalidad, su superficialidad, tomando como modelo a Eichmann, un nazi condenado por un tribunal israelí por su participación en el exterminio judío por parte del régimen de Adolf Hitler. La representación de este mal banal se sustentó en la descripción de un sujeto que había renunciado al principio de libertad al justificar sus actos con argumentos como “era mi deber”, “como soldado, tenía que acatar órdenes”, y similares apreciaciones dignas de un ser indigno. Lo que Arendt nos quiere mostrar es que el mal es portado y participado por millares de personas tanto en contextos de guerra (en estado de excepción) como en democracia (en Estado de Derecho), de manera gratuita e innecesaria. Esa liviandad con la cual ciudadanos comunes son artífices, testigos y participantes de la maldad fáctica, es tan aterrador como su concepto de “mal radical”, que se refiere puntualmente a las acciones concretas, planificadas y ejecutadas con meticulosidad por parte de regímenes totalitarios que implícita o explícitamente gestan agendas de exterminio y depreciación de todo rasgo que pueda considerarse humano sobre otros pueblos, etnias o comunidades concretas. Podemos avizorar con claridad que los dos tipos de males descritos por Arendt son totalmente conciliables, puesto que uno pretende aniquilar cualquier capacidad individual de las personas, mientras que el otro es el mal efectuado por las personas que han abrazado renunciar a su condición libre (en otras palabras, ciudadanos que avalan atrocidades por la cobardía propia de no querer decir “no” jamás).

Todo lo previamente explicitado no es un planteamiento meramente intelectual o académico. Se trata de un esbozo de esfuerzo de comprensión para un fenómeno que si bien está totalmente naturalizado, a muchos nos duele cotidianamente. La banalización de la criminalización, el hambre, la guerra y la injusticia nos ha pretendido crear un cuero moral demasiado duro que nos quiere hacer impermeables a la compasión y a la acción. La frivolidad y la inacción, en ese sentido, han sido siempre el alimento preferido del autoritarismo y cualquier forma de maldad.

Somos conscientes que se nos escapan de las manos un millar de aspectos fundamentales propios del análisis apropiado del problema del mal. Y seguramente, ésta es tan sólo una de las ocasiones de las cuales tendremos para continuar pensándolo. Pero al menos hemos dado un pequeño paso en dirección a la comprensión: todo mal efectuado por una persona, sea banal o radical, es racional. Las pasiones juegan un rol importante, del cual no nos hemos ocupado en este escrito, pero es necesario que separemos la justificación del mal mediante las emociones y dispongamos del razonamiento necesario para comprender esto que nos atraviesa en la cotidianidad. Los filósofos que hemos expuesto hoy coinciden en este punto: generalmente hay mal cuando hay renuncia a la libertad; se sirve al mal cuando se abandona el pensar; se es partícipe del mal, cuando hay compromiso por el individualismo y el desinterés. En otras palabras, querido amigo lector: la mayoría de las atrocidades que acontecieron, acontecen y acontecerán, son, en gran medida evitables. No hay un destino fijado, ni tampoco somos marionetas de seres que habitan en el Olimpo. La pelota está en nuestro campo, ¿en qué posición jugaremos esta partida? Piénsalo.

 

 

 

miércoles, 1 de diciembre de 2021

Analizando el origen de una mentira útil: la post-verdad

Seguramente habéis escuchado en los años recientes de manera recurrente reflexiones bastante licuadas de contenido en torno a la “era de la posverdad”. Pero ¿qué es eso de la post-verdad? Pues bien, si Ud. cree que nada de lo que se le dice vía institucional, académica, mediática o política es cierto, Ud. ha comprendido cabalmente el término. Pero hagamos un poco de espeleología sobre el término y genealogía sobre sus orígenes, puesto que nada viene de la nada. 

El prefijo post-o pos- hace referencia a “lo que viene después de”, en este caso en particular, el pensamiento posterior a la modernidad. Quien introduce el concepto de “post-modernidad” con popularidad en el campo académico-intelectual fue el filósofo francés J.F. Lyotard (1924-1998), en su obra “La condición postmoderna” (1979) en la cual intenta, mediante el pretexto de realizar un análisis del saber en los países económicamente desarrollados, desplegar una reflexión en torno a los quiebres que se han producido en torno a la cosmovisión moderna hasta la contemporaneidad. Asimismo, en su obra denominada “La postmodernidad explicada a lo niños”  (1986), en respuesta a una serie de cartas y críticas recibidas por la lectura de “La condición postmoderna”, Lyotard expondrá su “Misiva sobre la historia universal” para brindar su versión de una filosofía de la historia, en base a la famosa metáfora de “la muerte de los metarrelatos” (o los “grandes relatos”), léase también la idea como la caída de los grandes ídolos –ismos- de la historia.  ¿A qué relatos se refiere el francés?  

Brevemente intentaremos repasar la perspectiva del francés. En primer lugar, se refiere particularmente al relato del cristianismo, también conocido como la doctrina religiosa y espiritual fundada por Jesús de Nazaret, en la cual el Hijo de Dios padece una serie de tormentos en pos de la redención de los pecados de la humanidad. El “relato” se sustentaría, según Lyotard, en la promesa de salvación y redención por el sacrificio ofrecido por Dios para brindar la posibilidad del acceso al reino de los cielos. En segundo lugar, el marxismo, relato ofrecido por Marx y Engels que promete un nivel de plenitud comunitaria mediante la revolución proletaria que conseguiría el fin de las luchas de clases. En tercer lugar, nos encontramos con el relato moderno del iluminismo, que se funda en el racionalismo imperante que entrona a la razón como deidad que nos conduciría indeclinablemente a un mundo racional y a un progreso, consecuencia de ello, inexorable e indetenible. Consecuentemente y finalmente, hace aparición el cuarto relato, la promesa de prosperidad globalizada del capitalismo.  

Como habrán podido apreciar, a pesar de las sustanciales diferencias entre los ismos precedentemente señalados, según Lyotard tienen algo en común: todos ofrecían una visión teleológica de la historia (siempre se apunta a una finalidad concreta e inevitable) y a una correspondiente promesa. Ahora bien, es preciso detenernos un segundo aquí y preguntar: ¿qué legitiman estos relatos? ¿A qué apuntan esas promesas que ofrecen? Vamos por parte. 

 En primera instancia, el cristianismo estaría legitimando una historia de la humanidad paralela pero vinculada intrínsecamente con una historia divina que ofrece la salvación mediante el perdón de todos los pecados. El iluminismo pretendía legitimar la primacía de la razón en pos de un progreso constante, lo cual permitiría por consecuencia lógica al próximo, el capitalismo que buscaría legitimar la economía global de libre mercado que promete bienestar generalizado mientras que el marxismo buscaba fundamentar una especie de plenitud comunitaria en una sociedad que no tenga clases.  

Ahora bien, si dispensamos de las brújulas que dispensan dichos ismos, ¿qué queda? Aparentemente podemos leer esta ficción fundante de la total decadencia epistemológica, científica, política y cultural de dos modos, arbitrariamente seleccionada: en uno de ello, se estaría dando espacio a los micro-relatos o al “no-relato”. El proceso interminable de fragmentación de interpretaciones de hechos de la historia conformarían a la historia misma, y no ya la idea de un relato único bajo el cual se acomodarían los estadios epocales. Es aquí, en la consideración y en el respeto por aquellos microrrelatos donde entra a jugar su papel fundamental el liberalismo político y económico, preponderantemente anglosajón. ¿Por qué? Porque justamente la idea de “mercado” en el neoliberalismo es la idea de pluralidad por excelencia, al igual que la social democracia capitalista que se muestra (y se vende) como una forma de vida que priorizaría el amparo a dichas minorías que portan, asimismo, sus propios relatos en un todo supuestamente organizado armoniosamente bajo dispositivos de consensualismos que detentan la autoridad de lo políticamente correcto. 

Y ahora es momento de ir al hueso: si el abuso del recurso a la deconstrucción nos ha posicionado ante un mundo en el cual nada es verdadero pero todo es interpretable (paradoja contradictoria, puesto que para interpretar algo, es necesario que ese algo exista) y relativo, ¿qué es cierto? Pregunta violenta si las hay, puesto que asistimos a un tiempo histórico en el cual pretender decir o saber la verdad es considerado un acto literal de violencia. La ofensa se sobrepone a la demostración y las emociones se priorizan a la razón. Si nada es cierto, y todo es relativo, ¿qué queda? ¿Cómo podemos transformar una historia si la misma es un relato de un caos de supuestas multiplicidades? Estimado lector, es comprensible el agobio ante semejante planteamiento, y si bien es cierto que en un breve artículo de opinión no lo podríamos desarrollar cabalmente, he aquí un esbozo de pensamiento que se ofrece con la intención de brindar un poco de claridad y sensatez: nos han engañado.  

El engaño ha consistido en instaurar regímenes discursivos (que son estrictamente políticos) en los cuales se instala un doble juego paradojalmente macabro: se destruye cualquier pretensión de verdad, veracidad o facticidad negando toda posibilidad de asertividad a cualquier tipo de conocimiento que pretenda establecer reglas teóricas sustentadas en hechos empíricos; se deconstruyen las concepciones que antes aglutinaban de cierta manera algunos rumbos en común y se instaura el reino de un falso pluralismo disgregador que si bien pregona respeto por lo diverso impone a fuerza de espada una verdad única y un régimen posible. 

¿Qué hay entonces? ¿Qué nos queda? En respuesta a ello, podríamos contrarrestar que hay hechos, y hay interpretaciones de los hechos (no todo es literal, ni todo es relativo). Hay verdades evidentes, fenómenos demostrables por sí mismos, y acontecimientos difíciles de dilucidar. Hay argumentos fundamentados anclados a hechos y hay también opiniones sesgadas y prejuiciosas que desprecian cualquier anclaje al sentido común.  

El coraje de pensar nos permitirá vislumbrar que los liberadores de las cadenas dogmáticas del pensamiento moderno no son  más que serviles mercaderes adaptados al globalismo propio de un capitalismo salvaje cuya función, lejos de ser la emancipar y educar para libertad, es la de ser funcionales a agendas políticas de disgregación comunitaria en supuesto favor de un pluralismo que en el fondo es bastante demagógico y totalitarista. No desespere, la filosofía de la buena siempre estará a la mano para desenmascarar a dichos farsantes diletantes y nos seguirá susurrando al oído: donde todos piensan igual, nadie piensa.