martes, 28 de diciembre de 2021

"No mires arriba! Las consecuencias patéticas de la equívoca post-verdad" - Lisandro Prieto Femenía

En la presente nota intentaremos ofrecer una reflexión en torno a un absurdo garrafal que atraviesa nuestra cotidianidad desde tantos puntos de vista que es ridículamente tosco siquiera escuchar en nuestro tiempo algo que tenga que ver con un anclaje empírico con una realidad tácita que nos interpela completamente. Mediante un breve análisis de la película dirigida por Adam McKay pretenderemos mostrar los lamentables alcances que tiene la agenda posmo progre sobre el transcurrir de nuestra existencia en el mundo.

La obra nos muestra de manera magistral un suceso natural apocalíptico: un meteorito del tamaño de un monte gigante se estallará con la tierra en el lapso de seis meses. Los científicos que descubren las primeras imágenes se desesperan por informar la situación a las autoridades institucionales correspondientes para poder tomar las mejores medidas de protección posibles en la democracia más ponderada e inflada de la faz de la Tierra. Lejos de recibir la atención que corresponde a dicho hecho desastroso, se encuentran con un sinfín de inconvenientes: políticos que están pensando exclusivamente en su imagen de encuestas, medios de comunicación banales que trivializan completamente el asunto, ataques constantes de hordas de millares de imberbes con voz en las redes sociales, etc.

No voy a espoilear el film, no se preocupen, lo precedentemente señalado sucede solo en los primeros minutos de la película. Y ahí nos vamos a detener. Con ello, tenemos suficiente tela para cortar. Resulta que si bien se trata de una representación cinematográfica de un hecho hipotético, la obra "No mires arriba!" nos delata y nos desnuda frente a una terrible realidad: el equivocismo nos va a llevar directamente a nuestra extinción. Pero, ¿qué es eso de equivocismo?

En la disciplina filosófica denominada "hermenéutica", y, en particular, en la "hermenéutica analógica" desarrollada por el filósofo mexicano Mauricio Beuchot, se considera "equívoca" a la postura filosófica que considera que toda interpretación es válida y que dicha multiplicidad de perspectivas debe ser considerada con todo grado de veracidad posible. Terrible absurdo, si consideramos que si bien es cierto que muchos podemos interpretar de diversa manera ciertos hechos, existe, más allá de la subjetividad interpretante, un hecho que es digno de ser pensado tal como es. Pues bien, como hemos mencionado en previas ocasiones, la post-verdad, fruto del post-modernismo que sostiene edificios completos de mentiras bajo los cimientos hipócritas de un falso pluralismo tolerante, nos ha conducido a un tiempo en el que si bien no se nos viene ningún meteorito encima, tenemos una pandemia global casi sin precedentes sobre la cual todavía, incluso en el seno de la misma comunidad científica, se sostiene la posibilidad de que sea un mero boicot conspiranoide para quitarnos la libertad de asistir al cine.

Los datos han sido contrastados. La comunidad científica global lo ha podido constatar, analizar, poner en duda, e incluso teorizar al respecto. El virus existe, ese es el hecho. Pues, aunque a Ud. le parezca una locura, desde ciudadanos de a pie, padres de familia, gobernadores e incluso presidentes de naciones, han tenido la osadía de intentar convencernos de que todo esto no es más que una mentira. Se imaginarán mi asombro, puesto que negar la existencia de la pandemia, tras el deceso de más de 5 (cinco) millones de seres humanos de todo el mundo, es tan bizarro y grave como negar las víctimas de cualquier holocausto causado por la malicia de los regímenes totalitarios de nuestra historia.

No aún siendo suficiente argumento los decesos y su corroboración mediante las correspondientes actas de defunción, tras el surgimiento de un medio para paliar, frenar y contener las muertes, al surgir la vacuna para combatir el hostigamiento virulento del bicho, gran parte de la humanidad (también, ciudadanos de a pie, gobernantes, etc.) ha decidido creer, sin siquiera un argumento científico bien justificado, que dicha inoculación puede ser fatal, dicen algunos delirantes, inocua, dicen otros, o totalmente peligrosa, según esa gran mayoría de equivocistas. ¿Se da cuenta, amigo lector, a dónde apunto?

Veámoslo desde un punto de vista aún más ridículo: la misma gente que sostiene que la Edad Media es una era de oscurantismo y de alergia por el conocimiento, es la que sostiene que la pandemia es un invento político, que el virus tal vez no existe y que las vacunas son innecesarias. Y ud. me dirá "¿qué importa lo que piense ese puñado de delirantes?". A lo que yo, tristemente, tendré que responder: "no, no es simplemente un puñado de delirantes, se trata de una gran mayoría que se comporta en contraposición a lo que la situación sanitaria global requiere para que dejemos de morir". Y aquí hacemos un breve paréntesis, para echar un poco de luz ilustrativa sobre nuestro argumento: imaginemos qué sentía una madre hace más de 30 años cuando su hijo padecía poliomielitis. Al surgir la vacuna, le pregunto a Ud. querido lector,  ¿cree que esa madre preguntó si dicha vacuna la fabricaba Pfizer, AtraZeneca o Moderna? ¿Considera Ud. que dicho descubrimiento fue motivo de controversias y campañas antivacunas, incluso promovidas por personal de la salud? Pues no. Esa madre fue corriendo a vacunar a todos sus hijos, y los Estados nacionales la instalaron en la cartilla de vacunación obligatoria, logrando tras una campaña iniciada en 1985 que todos los países concordaran en las estrategias de aplicación de la vacuna masivamente y consiguiendo que, para el año 1991, el último caso detectado fuera, definitivamente, el último.

Retornando al eje filosófico del artículo, es preciso señalar que el reinado del equivocismo es tan nocivo como el imperio del univocismo. Ni todo lo que se dice es cierto, ni nada de lo que se dice es cierto. Hay un punto medio, denominado "prudencia" (phrónesis) que nos permite tener juicio, y ello es tener criterio, para lo cual es indispensable no caer en la moda negacionista del método científico (el cual logró acrecentar la esperanza de vida de 28 años a 78 años). Sin duda que en el transcurrir de los hechos han ocurrido sucesos y han salido al mercado productos que han dinamitado la economía de muchos sectores y han elevado de la unos otros pocos, es innegable. Pero entre la conspiración terraplanista y la imagen satelital, están nuestros ojos, mirando hacia arriba, aprendiendo los conocimientos debidamente certificados, contrastados y permanentemente revisados.

Hoy tenemos a nuestro "meteorito" frente a nuestras bruces, lo podemos ver. Pudimos sentir el dolor de la pérdida de una cantidad lamentable de familiares que se nos fueron. Podemos apreciar cómo tras las aplicaciones, no hemos caído en una terapia intensiva. Podemos salir a tomar una caña tras dichas inoculaciones con la tranquilidad de saber que el virus puede atacarnos pero no ya tan simplemente matarnos. Los números están a disposición, y no de una sola institución que monopolice las estadísticas, sino de una incontable cantidad de seres humanos que le están dedicando la vida al seguimiento, tratamiento e intento de solución a este problema que, venga ya, hay que decirlo, ha cambiado para siempre nuestra forma de transcurrir nuestra cotidianidad en el mundo. La verdad está ahí, se hace sentir. No es relato, es sintomática y violenta. El mensaje "miremos arriba" es lo mismo que siempre hemos sostenido desde nuestro marco teórico de la filosofía, a saber: "no abandones el pensar, no naturalices una muerte fruto de la irracionalidad y la injusticia".

 

lunes, 20 de diciembre de 2021

“Nativitas: predestinación o nuevo comienzo”

En la presente oportunidad intentaremos reflexionar en torno al concepto de natividad, en contraposición de la visión determinista de la irrevocable predestinación y su consecuente visión pesimista y nihilista, simbolizada antaño con alegorías y hoy tangible en una cotidianidad pretendidamente vaciada de sentido. 

Tomaremos, en primer lugar, dos íconos de la mitología griega como modelos arquetípicos de la interpretación de la existencia propiamente humana: Sísifo y Dionisos. Por si no lo recuerdan, el relato de los castigos de Sísifo revela al Rey de Corinto cargando una roca enorme sobre sus hombros cuesta arriba en una empinada montaña. Una vez cumplida la meta de hacer cima en la misma, la roca caía hacia la base del monte y Sísifo debía retornar, eternamente, a reiniciar la carga insufrible. En su obra “El mito de Sísifo” (1942), Albert Camus nos legó una interpretación de la precitada alegoría haciendo hincapié en el carácter absurdo de una vida insignificante, plagada de esfuerzos dolorosos que finalmente tornan ser inútiles e inconducentes ¿Esperanzador no? Pues bien, si nos ponemos a pensar un momento, lo que torna la existencia absurda es el quietismo, hermano mayor de un conformismo doloroso abrazado masivamente por masas completas adormecidas y desesperanzadas permanentemente bajo la ilusión que instala la imposibilidad de cambio alguno en nuestra finita existencia. 

Por otra parte, apreciemos brevemente la significancia de la epifanía de Dionisos, dios de la mitología griega que representa el éxtasis, la embriaguez, los excesos, el renacimiento del ciclo vital natural (la primavera), el caos y la expresión sublime de las emociones sin represión alguna. En la cultura griega arcaica, su celebración significaba inexorablemente un renacer completo de la naturaleza y una oportunidad única de revitalización que renueva los brotes de la vid análogamente como lo hace con la esperanza de un pueblo entero.

Con el cristianismo occidente reformuló e intentó equilibrar las perspectivas precedentemente explicitadas, invocando un sentido único a la natividad (del latín “nativitas”- nacimiento). Desde el hito del nacimiento de Cristo se instaló en nuestra cultura un entusiasmo ligado a la promesa que infiere la llegada de una vida a este mundo. Lejos de ser un simple acto biológico, nacer pasa a ser una apuesta de esperanza hacia la incertidumbre de un futuro preeminentemente incierto: es una promesa. 

De más está decir que aquellos que hemos deseado y podido ser padres, cuando lo hemos logrado atravesamos por un tsunami de sensaciones desconcertantes, preocupantes, agobiantes anuladas completamente por la inexplicable alegría que produce traer vida al mundo, que es, en otras palabras, un gesto sublime por querer dar sentido a una existencia que constantemente nos desgarra a desesperanzas. No es casual que coincidamos casi unánimemente entre los mortales medianamente normales que la pérdida de un hijo es, sin duda alguna, la experiencia más desagradable y desgarradora por la que podemos atravesar en nuestra vida…..

Así como celebramos anualmente la natividad de un Cristo, también festejamos la nuestra, la de nuestros hijos, padres, hermanos, amigos y parejas. Mientras que nuestro cumpleaños es motivo de festejo durante el día que toque, la natividad simboliza, similarmente a lo previamente detallado en el caso de Dionisos, un rebrote vital, una excusa para replantear el sentido de nuestras vidas mediante el poderosísimo símbolo de un Dios que vino a nacer para transformar radicalmente la visión absurda y dolorosa que nos dejó Sísifo en su eterno castigo como forma de vida. Se trata, sin duda alguna, de un hito que nos impele a pensar nuestra esencia espiritual individual en una celebración que debe realizarse, no casualmente, de manera colectiva puesto que la participación de la ilusión de un nuevo comienzo es imposible de realizar en solitario (a pesar de lo que digan los gurúes posmodernos de autoayuda).

En este sentido es interesante el aporte que nos lega Anselm Grün en su obra  “Navidad, celebración de un nuevo comienzo” (2005). El benedictino nos recuerda que la celebración de la natividad provoca en nosotros un sentimiento de profunda desilusión: simboliza, por una parte, el ideal de la posibilidad de comenzar nuevamente y, por la otra, la cruda realidad, a saber, la tristeza propia de una era que hace gala de la desintegración total del tejido social. Pero conjuntamente a la nostalgia y angustia mencionada, se hace presente, año tras año, la posibilidad de interpretar nuestra vida con nuevas cualidades propias del sentimiento nativo: no estamos, como Sísifo, cargando la roca de nuestro pasado, de nuestra herencia cultural, de nuestros castigos y acuciantes circunstanciales. El mensaje que nos regala Grün básicamente versa que Dios mismo comienza de nuevo contigo, ya que se integra como niño en tu realidad mediante la epifanía que representa la navidad o, en otras palabras, incluso para los no creyentes, siempre es posible nacer de nuevo.

Qué mejor ícono representativo para expresar tal mensaje que la personificación de la esperanza por un nacimiento por parte de una pareja de refugiados que huyen de su tierra para poder dar a luz, en condiciones sanitarias deplorables a quien ellos consideraron la luz del mundo, para siempre. Si nos detenemos a pensar por un instante sobre este ícono, el pesebre, podemos comprender el mensaje profundo de la invitación que implícitamente trae consigo la natividad: aún hoy, en épocas de pandemia, hambrunas y guerras, la gente insiste en traer vida al mundo. Locura para algunos, sentido para otros. Lo cierto es que nuestro persistente razonamiento y proclamación acerca de que nadie está de más en este mundo se sustenta y justifica en el marco sacro que instala la navidad: toda vida nueva es digna de promesa, y por ello vale la pena ser cuidada.

Lo sé, hoy no es “cool” plantear semejante cosa. Lo sé, vivimos en tiempos del mito de la superpoblación global, los antivacunas y el terraplanismo y la explícita tanatopolítica. Aún así, lo ancestral siempre es vigente mientras que la moda siempre es pasajera. El esclavismo al estilo Sísifo de una vida marcada por el consumo desmesurado de bienes y servicios totalmente innecesarios que sólo se presentan con la ilusión de pretender llenar con útiles obsoletos una existencia preciosamente única y finita nos deja en solitario frente al abismo del absurdo. La natividad, en pocas palabras, hace presente la manifestación colectiva de un sentimiento profundo de esperanza que nos grita entre susurros “otro futuro es posible”.


miércoles, 15 de diciembre de 2021

“Intentando comprender el mal” – Lisandro Prieto Femenía

Es sustancialmente imposible abarcar en un artículo de opinión el problema del mal. Aún así, en la presente ocasión nos interesa presentar al menos algunas aristas de este asunto, que no ha sido indiferente para la historia del pensamiento, desde Epicuro (341 A.C)  hasta nuestros días. Y tomaremos justamente  al filósofo griego como punto de partida porque fue el primero en brindarnos una formulación del problema dejando de lado cualquier justificación del mismo que aluda a tirar la pelota a la cancha de los dioses: el mal es nuestra responsabilidad.

Una cosa es la palabra, y otra muy distinta el concepto. El vocablo “mal”, en latín “măle”, apócope de “malo”- “malus”, en griego “mélas”, “mélanos” significante de una raíz sánscrita de “mala”, haciendo referencia a la adjetivación de “negro” en el sentido de “sucio”, utilizado, por ejemplo, en la terminología médica para designar al “melanocarcinoma”, también conocido como tumor. Por su parte, el concepto del mal tiene tantas significaciones históricas como corrientes de pensamiento existentes, aunque es preciso indicar algunas continuidades en la polisemia precedentemente enunciada.

Resulta difícil encarar el origen del problema del mal intentando quitar del medio la injerencia que se le ha dado a Dios sobre este asunto. La paradoja que nos presenta Epicuro consiste en pensar que: o Dios es un ser perverso que nos castiga creando la entidad maligna, pudiendo evitarla, o bien que la divinidad queda exenta de nuestra participación al mal y a las consecuencias que acarrea ser libres en este mundo. Otro ejemplo de dicha paradoja es presentado también en el Antiguo Testamento, específicamente en el Libro de Job y la descripción de todas las desgracias por las que tuvo que atravesar su existencia, siendo la misma una puesta a prueba constante a la fe. Y usted querido lector se preguntará: ¿qué diablos tiene que ver la fe con el problema del mal?

Justamente, para intentar responder a esa pregunta, asistiremos a la ayuda de un pensador bastante enemistado con cualquier tipo de esperanza que provenga de la fe, nuestro gran y simpático amigo Arthur Shopenhauer, quien sostenía que el mal no tiene otro origen más que nosotros mismos, puesto que es parte constituyente de nuestra naturaleza, al igual que otras pasiones como la violencia, el deseo o el amor. Arthur, con buen atino, nos señala que nuestra alma alberga de manera suficiente estos aspectos contradictorios, pero sobre todo el aspecto maligno, al cual lo considera desde un punto de vista positivo (puesto que “nos hace sentir”).

¿Qué nos hace sentir el mal? Dependiendo la mente que lo piense, seguramente, obtendremos una multiplicidad de posibles respuestas. Pero podríamos simplificar aquí que el mal nos produce un sobrecogimiento propio de cualquier fenómeno que nos resulte incomprensible: ¿Es comprensible que una madre mutile, torture, quiebre y asesine a su propio hijo de 5 años de edad? ¿Es comprensible la aniquilación de una aldea completa en algún rincón arenoso de nuestro planeta mediante un bombardeo de munición pesada guiado por un drone? ¿Es comprensible que un ser humano adulto corrompa y abuse sexualmente de un niño? ¿Es comprensible un taller clandestino de textiles donde las costureras usan pañales porque no tienen permitido siquiera asistir al baño? ¿Es comprensible que, existiendo absolutamente todos los medios posibles para evitarlo, aún hoy, muera gente de hambre en este mundo? Como podemos apreciar, no. No es comprensible. Lo que sí es, siempre, indignante.

Tal vez, como señaló Epicuro y reforzó Schopenhauer, el error ha consistido en pensar que aquello que acabamos de definir incomprensible forma parte de una esfera externa a la razón humana. Y, como hemos señalado en múltiples ocasiones, el mal siempre es racional. Los campos de exterminio no son construidos por pasiones, sino por gobernantes, ingenieros, funcionarios, capataces y albañiles, con nombre y apellido: el mal siempre tiene un autor y generalmente está acompañado por sus respectivos seguidores, que suelen ser las personas registradas en el padrón electoral.

Como habéis podido apreciar, el mal desde este punto de vista, nada tiene que ver con la simbología demoníaca o con la personificación material de una fuerza metafísica. Al decir que se trata de una condición inherente a la esencia de lo propiamente humano, estamos declarando lisa y llanamente nuestra responsabilidad al respecto. La posibilidad de hacer daño, de provocar males en otros, no nos viene dada por infusión de un genio maligno, sino que nace de nuestras capacidades más propias. Incluso, hay que añadir, adoptando posturas pasivas e indiferentes ante la injusticia (forma del mal más frecuente) estamos siendo siervos obedientes del accionar violento de autoría de otros (recordemos levemente la sentencia de Luther King: “me duele más el silencio de los buenos que el accionar de los malvados”).

Ahora bien, es imprescindible pensar el mal desde su completitud, y la misma está dada por su antagónico, aquel que solemos llamar “bien”. Según Agustín de Hipona, el mal no es más que ausencia de bien. Lejos de tener entidad propia, el mal aparece cuando el bien se retrae, así como la oscuridad es ausencia de luz y el odio privación de amor. En la lógica de la teología agustiniana, lo que se quiere demostrar es que el sumo bien, representado por Dios, se dona y se entrega a criaturas que libremente participan de él de manera libre y proporcional.

Por su parte, Hannah Arendt, lectora atenta de Agustín, nos legará una reflexión sobre ese mal sin raíz esencial propia, considerándolo desde su banalidad, su superficialidad, tomando como modelo a Eichmann, un nazi condenado por un tribunal israelí por su participación en el exterminio judío por parte del régimen de Adolf Hitler. La representación de este mal banal se sustentó en la descripción de un sujeto que había renunciado al principio de libertad al justificar sus actos con argumentos como “era mi deber”, “como soldado, tenía que acatar órdenes”, y similares apreciaciones dignas de un ser indigno. Lo que Arendt nos quiere mostrar es que el mal es portado y participado por millares de personas tanto en contextos de guerra (en estado de excepción) como en democracia (en Estado de Derecho), de manera gratuita e innecesaria. Esa liviandad con la cual ciudadanos comunes son artífices, testigos y participantes de la maldad fáctica, es tan aterrador como su concepto de “mal radical”, que se refiere puntualmente a las acciones concretas, planificadas y ejecutadas con meticulosidad por parte de regímenes totalitarios que implícita o explícitamente gestan agendas de exterminio y depreciación de todo rasgo que pueda considerarse humano sobre otros pueblos, etnias o comunidades concretas. Podemos avizorar con claridad que los dos tipos de males descritos por Arendt son totalmente conciliables, puesto que uno pretende aniquilar cualquier capacidad individual de las personas, mientras que el otro es el mal efectuado por las personas que han abrazado renunciar a su condición libre (en otras palabras, ciudadanos que avalan atrocidades por la cobardía propia de no querer decir “no” jamás).

Todo lo previamente explicitado no es un planteamiento meramente intelectual o académico. Se trata de un esbozo de esfuerzo de comprensión para un fenómeno que si bien está totalmente naturalizado, a muchos nos duele cotidianamente. La banalización de la criminalización, el hambre, la guerra y la injusticia nos ha pretendido crear un cuero moral demasiado duro que nos quiere hacer impermeables a la compasión y a la acción. La frivolidad y la inacción, en ese sentido, han sido siempre el alimento preferido del autoritarismo y cualquier forma de maldad.

Somos conscientes que se nos escapan de las manos un millar de aspectos fundamentales propios del análisis apropiado del problema del mal. Y seguramente, ésta es tan sólo una de las ocasiones de las cuales tendremos para continuar pensándolo. Pero al menos hemos dado un pequeño paso en dirección a la comprensión: todo mal efectuado por una persona, sea banal o radical, es racional. Las pasiones juegan un rol importante, del cual no nos hemos ocupado en este escrito, pero es necesario que separemos la justificación del mal mediante las emociones y dispongamos del razonamiento necesario para comprender esto que nos atraviesa en la cotidianidad. Los filósofos que hemos expuesto hoy coinciden en este punto: generalmente hay mal cuando hay renuncia a la libertad; se sirve al mal cuando se abandona el pensar; se es partícipe del mal, cuando hay compromiso por el individualismo y el desinterés. En otras palabras, querido amigo lector: la mayoría de las atrocidades que acontecieron, acontecen y acontecerán, son, en gran medida evitables. No hay un destino fijado, ni tampoco somos marionetas de seres que habitan en el Olimpo. La pelota está en nuestro campo, ¿en qué posición jugaremos esta partida? Piénsalo.

 

 

 

miércoles, 1 de diciembre de 2021

Analizando el origen de una mentira útil: la post-verdad

Seguramente habéis escuchado en los años recientes de manera recurrente reflexiones bastante licuadas de contenido en torno a la “era de la posverdad”. Pero ¿qué es eso de la post-verdad? Pues bien, si Ud. cree que nada de lo que se le dice vía institucional, académica, mediática o política es cierto, Ud. ha comprendido cabalmente el término. Pero hagamos un poco de espeleología sobre el término y genealogía sobre sus orígenes, puesto que nada viene de la nada. 

El prefijo post-o pos- hace referencia a “lo que viene después de”, en este caso en particular, el pensamiento posterior a la modernidad. Quien introduce el concepto de “post-modernidad” con popularidad en el campo académico-intelectual fue el filósofo francés J.F. Lyotard (1924-1998), en su obra “La condición postmoderna” (1979) en la cual intenta, mediante el pretexto de realizar un análisis del saber en los países económicamente desarrollados, desplegar una reflexión en torno a los quiebres que se han producido en torno a la cosmovisión moderna hasta la contemporaneidad. Asimismo, en su obra denominada “La postmodernidad explicada a lo niños”  (1986), en respuesta a una serie de cartas y críticas recibidas por la lectura de “La condición postmoderna”, Lyotard expondrá su “Misiva sobre la historia universal” para brindar su versión de una filosofía de la historia, en base a la famosa metáfora de “la muerte de los metarrelatos” (o los “grandes relatos”), léase también la idea como la caída de los grandes ídolos –ismos- de la historia.  ¿A qué relatos se refiere el francés?  

Brevemente intentaremos repasar la perspectiva del francés. En primer lugar, se refiere particularmente al relato del cristianismo, también conocido como la doctrina religiosa y espiritual fundada por Jesús de Nazaret, en la cual el Hijo de Dios padece una serie de tormentos en pos de la redención de los pecados de la humanidad. El “relato” se sustentaría, según Lyotard, en la promesa de salvación y redención por el sacrificio ofrecido por Dios para brindar la posibilidad del acceso al reino de los cielos. En segundo lugar, el marxismo, relato ofrecido por Marx y Engels que promete un nivel de plenitud comunitaria mediante la revolución proletaria que conseguiría el fin de las luchas de clases. En tercer lugar, nos encontramos con el relato moderno del iluminismo, que se funda en el racionalismo imperante que entrona a la razón como deidad que nos conduciría indeclinablemente a un mundo racional y a un progreso, consecuencia de ello, inexorable e indetenible. Consecuentemente y finalmente, hace aparición el cuarto relato, la promesa de prosperidad globalizada del capitalismo.  

Como habrán podido apreciar, a pesar de las sustanciales diferencias entre los ismos precedentemente señalados, según Lyotard tienen algo en común: todos ofrecían una visión teleológica de la historia (siempre se apunta a una finalidad concreta e inevitable) y a una correspondiente promesa. Ahora bien, es preciso detenernos un segundo aquí y preguntar: ¿qué legitiman estos relatos? ¿A qué apuntan esas promesas que ofrecen? Vamos por parte. 

 En primera instancia, el cristianismo estaría legitimando una historia de la humanidad paralela pero vinculada intrínsecamente con una historia divina que ofrece la salvación mediante el perdón de todos los pecados. El iluminismo pretendía legitimar la primacía de la razón en pos de un progreso constante, lo cual permitiría por consecuencia lógica al próximo, el capitalismo que buscaría legitimar la economía global de libre mercado que promete bienestar generalizado mientras que el marxismo buscaba fundamentar una especie de plenitud comunitaria en una sociedad que no tenga clases.  

Ahora bien, si dispensamos de las brújulas que dispensan dichos ismos, ¿qué queda? Aparentemente podemos leer esta ficción fundante de la total decadencia epistemológica, científica, política y cultural de dos modos, arbitrariamente seleccionada: en uno de ello, se estaría dando espacio a los micro-relatos o al “no-relato”. El proceso interminable de fragmentación de interpretaciones de hechos de la historia conformarían a la historia misma, y no ya la idea de un relato único bajo el cual se acomodarían los estadios epocales. Es aquí, en la consideración y en el respeto por aquellos microrrelatos donde entra a jugar su papel fundamental el liberalismo político y económico, preponderantemente anglosajón. ¿Por qué? Porque justamente la idea de “mercado” en el neoliberalismo es la idea de pluralidad por excelencia, al igual que la social democracia capitalista que se muestra (y se vende) como una forma de vida que priorizaría el amparo a dichas minorías que portan, asimismo, sus propios relatos en un todo supuestamente organizado armoniosamente bajo dispositivos de consensualismos que detentan la autoridad de lo políticamente correcto. 

Y ahora es momento de ir al hueso: si el abuso del recurso a la deconstrucción nos ha posicionado ante un mundo en el cual nada es verdadero pero todo es interpretable (paradoja contradictoria, puesto que para interpretar algo, es necesario que ese algo exista) y relativo, ¿qué es cierto? Pregunta violenta si las hay, puesto que asistimos a un tiempo histórico en el cual pretender decir o saber la verdad es considerado un acto literal de violencia. La ofensa se sobrepone a la demostración y las emociones se priorizan a la razón. Si nada es cierto, y todo es relativo, ¿qué queda? ¿Cómo podemos transformar una historia si la misma es un relato de un caos de supuestas multiplicidades? Estimado lector, es comprensible el agobio ante semejante planteamiento, y si bien es cierto que en un breve artículo de opinión no lo podríamos desarrollar cabalmente, he aquí un esbozo de pensamiento que se ofrece con la intención de brindar un poco de claridad y sensatez: nos han engañado.  

El engaño ha consistido en instaurar regímenes discursivos (que son estrictamente políticos) en los cuales se instala un doble juego paradojalmente macabro: se destruye cualquier pretensión de verdad, veracidad o facticidad negando toda posibilidad de asertividad a cualquier tipo de conocimiento que pretenda establecer reglas teóricas sustentadas en hechos empíricos; se deconstruyen las concepciones que antes aglutinaban de cierta manera algunos rumbos en común y se instaura el reino de un falso pluralismo disgregador que si bien pregona respeto por lo diverso impone a fuerza de espada una verdad única y un régimen posible. 

¿Qué hay entonces? ¿Qué nos queda? En respuesta a ello, podríamos contrarrestar que hay hechos, y hay interpretaciones de los hechos (no todo es literal, ni todo es relativo). Hay verdades evidentes, fenómenos demostrables por sí mismos, y acontecimientos difíciles de dilucidar. Hay argumentos fundamentados anclados a hechos y hay también opiniones sesgadas y prejuiciosas que desprecian cualquier anclaje al sentido común.  

El coraje de pensar nos permitirá vislumbrar que los liberadores de las cadenas dogmáticas del pensamiento moderno no son  más que serviles mercaderes adaptados al globalismo propio de un capitalismo salvaje cuya función, lejos de ser la emancipar y educar para libertad, es la de ser funcionales a agendas políticas de disgregación comunitaria en supuesto favor de un pluralismo que en el fondo es bastante demagógico y totalitarista. No desespere, la filosofía de la buena siempre estará a la mano para desenmascarar a dichos farsantes diletantes y nos seguirá susurrando al oído: donde todos piensan igual, nadie piensa.