sábado, 20 de julio de 2013

Injerencias de la embriaguez en la vital visión dionisíaca del mundo

Cómo ponerse hasta la tuerca y no sentir culpa

O Injerencias de la embriaguez en la vital visión dionisíaca del mundo.

Texto: Lisandro Prieto Femenía, ilustración: Héctor Zerda
“Lo bueno del vino es que durante dos horas los problemas son de otros” decía Pedro Ruiz en España.
El filósofo danés Sören Kierkegaard aseguraba: “El vino es la defensa de la verdad, tal como ésta es la apología del vino”.
La Sofía nos aclara cómo ser Dionisos, dios del vino, el éxtasis y la intoxicación, logrando que los demás nos perciban como Apolo, el dios de la luz y el sol, la música, la verdad y la poesía.
Lejos de esbozar aquí una exposición academizante y enclaustrada en cuestiones conceptuales estrictamente profesionales del ámbito de “la” filosofía, queremos ahondar en la propuesta nietzscheana de reinterpretar esta visión extática -de permanente éxtasis- del mundo y de nosotros mismos a través de la imagen del “dios extranjero”, Dionisos, o Baco (para los romanos), que viene a  arrasar con el supuesto orden que le hemos pretendido dar a la vida (que en esencia es devenir, cambio constante).
“En dos estados, en efecto, alcanza el ser humano la delicia de la existencia, en el sueño y en la embriaguez”.
Así comienza Friedrich Nietzsche describiendo en su obra fundante El nacimiento de la tragedia,  estas dos facetas fundamentales a través de las cuales el hombre experimenta su existencia. Por un lado, el sueño, la realidad onírica, clara y transparente, en la cual nada es contingente e innecesario, representa el orden, la belleza consensuada, la estructura necesaria para no perder la cordura. Por el otro, la embriaguezla desmesura, los excesos, caos y éxtasis, supuesto desorden y desequilibrio, necesarios en la concepción nietzscheana del hombre.
Esta lucha interna que tenemos los hombres entre el auriga que conduce el caballo blanco de las virtudes y el negro de las pasiones, está planteada a lo largo de toda la historia del pensamiento occidental como una batalla en la cual una tendencia debe prevalecer sobre la otra.  La cultura cristiana ha marcado su sello: el bien debe prevalecer sobre el mal, y el hombre debe llevar una vida de esfuerzos prometeicos por no caer en la tentación y ganar así el paraíso.
Dionisos es una divinidad griega, fuente de cultos que abarcan desde la procreación hasta la muerte, transitando por la vida exuberante que demuestra el despertar de los brotes de la primavera.  Sin embargo, más allá de la existencia plural de dioses, el pueblo heleno no tenía en su esquema de valores el concepto de “pecado” (pecatus) que luego los latinos/cristianos impusieron en la cultura. Acá venía a tomar relevancia la adoración a un dios extranjero, que se inmiscuía en las sociedades helenas para dar comienzo al rito de la fecundidad de la naturaleza mediante danzas salvajes, ostentosas ninfas agitando sus cabellos y sátiros que con la música de sus flautas invitaban a la celebración de la fuerza; esa explosión de energía que conlleva en sí la vida en todas sus dimensiones.
En tal festival no podía faltar el gran artilugio que debemos a los tracios, es decir, aquel néctar sagrado sin el cual el culto a la vida no tiene sentido: el vino. Conductor al estado de éxtasis (ex: fuera de, tasis: lugar) que permite la unión con el dios meteco y con la intimidad misma del ser humano enfrentado al caos enceguecedor y placentero. Este “salir de sí” nos permite superar la bipolaridad moralista de la supuesta unión de un cuerpo y un alma encerrada; ahora el espíritu pasional es el que se permite mirarse desde fuera, reírse de sus miserias y celebrar tanto el nacimiento como el ocaso de toda vida. Vida y muerte, bajo esta dimensión, no se contraponen excluyentemente, sino más bien, son fuerzas que necesariamente se implican como complementarias. Las almas eran simbolizadas con serpientes, las cuales eran devoradas por frenéticas seguidoras del dios, que cubrían someramente su desnudez con pieles frescas de animales (machos cabríos).Esta epifanía era un llamado al nacimiento, al re-nacimiento del brote de vid que el invierno había secado, dejado sin vida y cuya resurrección se debía a la fuerza creadora del dios invocado mediante estruendosos gritos de las ninfas para despertar al “niño” que lleva en sí el germen de la vida.
Venimos hablando de una fuerza que propicia alucinaciones mediante el fruto de la vid; una divinidad popular y campestre que se manifestaba primavera tras primavera para dar inicio al ciclo agrícola, dador de vida. No es de extrañar que semejante manifestación de lo divino haya sido considerada “profana” por la cultura occidental conservadora, la cual prefiere el orden, la belleza y la transparencia que representa la “visión apolínea” de la existencia.
El estado de embriaguez necesario para entrar en conexión con esta exuberancia de la fuerza vital interpela al hombre para que éste desate todo tipo de amarras que lo mantienen en el plano de la conciencia represora de pasiones naturales, que culturalmente no puede expresar por el imperio de la ley humana. Pedro Montoya nos dice al respecto: “El desarrollo del culto a Dionisos tuvo gran oposición. Presenta una postura bastante lastimosa; abandona a los que le sirven y se sumerge, amedrentado, en lo más profundo de las aguas. Para Aristófanes, era el más cobarde de los dioses. La aristocracia homérica lo tenía en poca estimación. De todos modos, encontró terreno propicio en las poblaciones sometidas por los griegos, y ya en la época minoica se conocían los cultos orgiásticos y las danzas frenéticas creadas por las alucinaciones”. Es, en principio, en los pueblos sufrientes donde se le dio cabida a esta celebración de la vida, no en plena aristocracia donde el orden aparente impera sobre la pasión exacerbada del instinto humano.
Es ésta una visión, la dionisíaca, que desafía los límites de la legalidad humana, que impone un orden, una estructura a la vida que no es más que simbólica. El estado de embriaguez no ha de ser pormenorizado por prejuicios éticos en este sentido: es la oportunidad que el hombre tiene de enfrentarse con la verdad que reprime, de esgrimir y expresar aquello que no está permitido divulgar en el estado de “lucidez”. Y no es accidental el dicho popular que asegura que “el borracho dice siempre la verdad”. En este sentido, la verdad no se muestra como aquello que hemos acordado y convenido mediante los conceptos en establecer moralmente como aceptable y legal, sino más bien todo lo contrario: es aquello que mantenemos oculto, enmascarado en la apariencia (que tampoco es accidental, es causal de una exigencia social).
No es ésta una apología al vicio, sino una invitación reflexiva y crítica abocada al redescubrimiento de las fuerzas vitales que le dan sentido a la existencia cotidiana, enmascarada en la legalidad y en el orden establecido.
Todos somos Apolo a la luz de la ley y con la claridad del día. De ese día que es energía absoluta y vital. Aunque también todos somos Dionisos en aquella penumbra donde se recibe el aliento de la proximidad fatal de la muerte. Y esto no es un partido que se juega hasta que alguien lo defina. Es coexistencia más que competencia.
Hay momentos donde el vino juega a ser la antena que conecta el cuerpo con el alma.  El problema es cuando te quedás sin cobertura.


No hay comentarios:

Publicar un comentario